‘Futbolfagia’ infantil
Por Jesús Yañez Orozco
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 17 de marzo de 2019.- La historia es bien conocida. Podría llamarse futbolfagia infantil. Ocurre en cualquier rincón del mundo. En países pobres o ricos –emergentes llaman algunos–. De manera natural, a los cinco años, un niño empieza a dar sus primeras patadas al balón o una pelota y a destacar notablemente entre sus compañeros.
Las alabanzas endulzan oídos de los padres, muchos de ellos con la perversa quimera de salir de pobres y que sus hijos sean cracks:
–Oye, la pega muy bien. Debería probar en algún equipo.
A los ocho ya juega en el equipo de su barrio. Antes de que cumpla los 10, llega el gran momento: se le selecciona para jugar en la cantera de un club importante de Primera División. Más felicitaciones. Con 12 años es elegido para formar parte de la selección de su región. Incluso, llegan las primeras convocatorias nacionales.
Se suceden las llamadas de las agencias de representación, que le ofrecen botas que cuestan 300 euros –unos seis mil 500 pesos– a cambio tan solo de que se deje guiar.
Pero a partir de los 13 el futbol deja de ser solo un juego. Aquél celestial disfrute lúdico –gozo y goce—se convierte en infierno. Antes de los 15, las dificultades para compatibilizar el deporte y los estudios son ya evidentes. Es salto al vacío.
El joven no duerme, no come y, sobre todo, ya no sonríe cuando juega. Ocurre en cualquier país.
Poco a poco desaparece de las alineaciones. Cuando cumple la mayoría de edad, los técnicos le hablan ya de que su evolución no ha sido la esperada. A final de temporada recibe una carta del club: no cuentan con él.
La recibe con alivio, porque ya no quiere saber de futbol.
Se ha quemado.
La situación descrita responde al patrón típico de lo que los expertos denominan síndrome del burn out –consumirse, quemarse–, que padecen, en al menos una de sus fases, el 30% de los jóvenes deportistas de élite y en todas ellas, uno de cada diez.
Aparece cuando, fruto de las presiones ejercidas por todos los agentes involucrados, un joven deportista empieza a desarrollar síntomas de malestar psíquico.
El síndrome comienza con un agotamiento emocional manifestado a través de pequeñas quejas (botas que incomodan, ropa que no gusta) en las primeras etapas, pasa por la despersonalización en fases intermedias (falta de sueño, de alimentación e incluso de higiene) y llega a episodios de ansiedad, depresión y neurosis en su fase final, cuando el cuadro se cronifica.
Esta situación tiene una fenomenología peculiar en España donde se disputa la liga futbolística más mediática del mundo. Y la estudia desde hace más de 20 años Enrique Garcés.
“Me casé con el burn out” –quemarse–, bromea, antes de arrojar algo de esperanza:
“La parte positiva es que es relativamente fácil que los pacientes mejoren. Si ponemos la mano en el fuego y nos quemamos, la solución es quitarla. De igual manera, cuando en el burn out nos alejamos del foco de la ansiedad, esta suele desaparecer”.
Tras décadas trabajando con clubes, sus conclusiones sobre las labores de prevención que estos llevan a cabo no son positivas:
Ha llegado a trabajar con equipos de Primera (división) que tenían 16 psicólogos.
“Pero era un teatro”, aclara.
En realidad, explica, no se suelen interesar demasiado por estas cuestiones, ni trabajan con unos padres que tampoco se quieren informar. Infortunadamente, predomina el perfil del técnico que no se fija en que, cuando da la charla táctica, hay tres o cuatro que no le quieren mirar. Es el perfil del entrenador que quema jugadores.
“Yo considero que sufrí el síndrome de burn out”.
Ignacio Martín fue canterano del Real Madrid hace diez años. Llegado desde Canarias, su rutina en la residencia consistía asistir a clase, entrenar durante la tarde y, solo después de cenar, estudiar sin el apoyo ni la tutela de nadie y sin que ningún empleado se preocupara de su rendimiento académico. Se acostumbró a dormir menos de cinco horas.
“Cuando los niños van a un equipo como el Real Madrid, los padres creen van a tratar a sus hijos como reyes. No tienen ni idea de dónde los meten”.
Al acabar el año recibió la temida carta de baja que se convirtió en bendición.
“Sentí liberación porque aguanté todo lo que pude. Después de aquello no quise volver a entrar en otra cantera. Recuerdo la falta de confianza, la falta de nutrición, las lesiones, los entrenadores old school y todas las deficiencias sistemáticas de las que me he dado cuenta después”.
En el Real Madrid han rechazado en varias ocasiones hacer declaraciones para este reportaje.
Y si eso ocurre con uno de los clubes más emblemáticos de la aldea global del balón, qué no sucederá en clubes de países latinos –Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, México– o africanos –Nigeria, Camerún, Etiopía, Sudáfrica–.
A sus 53 años, José Luis Martín lleva más de 30 vinculado al Rayo Vallecano. Por sus manos han pasado miles de niños, incluido Míchel, actual técnico del primer equipo. Su solución para evitar depositar demasiada presión sobre los jóvenes es clara:
“Procuramos que la maduración del jugador llegue a través del disfrute. Una de nuestras normas internas es que un entrenamiento que no se vive es un día perdido”.
Existen, sin embargo, factores externos ajenos al club. En Vallecas lo intentaron todo para evitar el influjo de los representantes. Incluso prohibirles la entrada a la ciudad deportiva. Dio igual: empezaron a hablar con los jóvenes a la salida de las instalaciones.
A las agencias de representación que deambulan por Vallecas y captan talento en pesca de arrastre se unen los ojeadores de Real Madrid y Atlético que, en un proceso parecido, contactan con cada jugador que les parece algo interesante.
“Entre todos levantan en los jugadores expectativas que muchas veces no se ajustan a la realidad. Nosotros solo invitamos a venir a los jugadores que vemos que realmente pueden llegar y estamos con ellos en todo”.
Corroboran la visión del club los técnicos de categoría infantil (13 y 14 años) Rodrigo Meseguer y Carlos Santiso:
“Lo primero es que se diviertan. Son chavales antes que jugadores”.
Cuando acaba el entrenamiento, Gonzalo Gutiérrez, Daniel Mesonero, Alejandro Ciria y Santiago Silva se animan, desde su corta edad, a sentarse en el banquillo con sus técnicos para hablar sobre futbol. Todos han ido ya con la selección madrileña, a la que el Rayo suele aportar entre cuatro y cinco jugadores, el máximo permitido.
Aún no tienen problemas en compaginar deporte y estudios, aunque todos coinciden ya en subrayar la intensidad de los entrenamientos. Lo compensa la felicidad de saberse escogidos entre los mejores de la región madrileña.
“Yo tenía una apuesta con mi padre. Le dije que me cogerían”, cuenta Alejandro con una sonrisa. Él y Daniel tienen ya representante. En el caso del primero, este trata las cuestiones directamente con los padres:
“A mí me dicen que me dedique a jugar y que no me preocupe”.
Daniel los ve como una figura necesaria:
“Mis padres no saben mucho de futbol, así que nos viene bien”.
Oscurece ya a la salida de la ciudad deportiva del Rayo Vallecano cuando Dulce Miguel, madre de Daniel y Marcel Silva, padre de Santiago, se disponen a recoger a sus hijos.
Ambos echan de menos algo más de información sobre cómo gestionar las etapas por las que van a pasar sus hijos y valoran el esfuerzo que hacen los entrenadores por vigilar que la evolución sea la adecuada.
Al unísono, con naturalidad, casi sin querer, dan la última clave, tal vez la más importante, para alejar el fantasma del derrumbe psicológico:
“¿Que qué pasaría si nos dijeran mañana que lo quieren dejar?
Absolutamente nada.