Perro Aguayo, inmenso ídolo –sin máscara– de la lucha libre mexicana
Foto: Inti Vargas / Cuartoscuro
Por Jesús Yañez Orozco
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 07 de julio de 2019.- Pese a no usar máscara, El Perro Aguayo, fallecido el pasado jueves a los 73 años –por derrame cerebral–, fue de los pocos luchadores que causó furor en el pancracio mexicano. Su rostro impasible sobre el ring desataba pasiones… También rencores. Querido y odiado. Nunca fue técnico. Siempre perteneció al bando de los rudos. Era un amado villano.
Al grado de ser considerado ídolo nacional. Pocos con su carisma y arrastre popular.
Aunque hay quienes piensan que murió de tristeza –físicamente estaba bien, según su familia–, debido al fallecimiento del Perro Aguayo Jr, también luchador, durante una función, en 2015. Podría pensarse, con una pátina de duda, que la depresión lo mató.
El Perrito tenía 36 años a la hora de su deceso sobre el cuadrilátero. Lucha Libre, futbol y box, son considerados la trilogía deportiva más popular en México.
Pedro Damián Aguayo nació el 28 de enero de 1946 en Nochistlán, Zacatecas. Según sus biógrafos, tuvo una niñez complicada. Trabajó como carnicero, panadero y despuntador de pieles para calzado. Primero entrenó box. Pero Apolo Romano, su amigo, lo invitó a practicar lucha libre.
Acabó decantándose por el pancracio. Su primer maestro fue Chico Hernández.
Aguayo debutó en la arena Oblatos, de Guadalajara, Jalisco, con 76 kilos de peso y 1.73 de estatura. Cobró 38 pesos y un trofeo.
Era 1967.
Diablo Velasco lo presentó en la arena Zayula. Fue un 10 de mayo de 1970. Hizo pareja con Red Terror. Enfrentaron a los Indios Jerónimo y Medina.
Hizo breve temporada en la arena Oblatos, enfrentó a varios rivales, finalmente Raúl Monti reconoció su talento y le preguntó con qué nombre luchaba, aquel respondió: Pedro Aguayo.
Monti agregó: «no es Pedro es perro».
Y así surgió el nombre de batalla de éste gran rudo de la lucha libre mexicana.
Historia del “pilou”
El periodista Sergio Arturo Velasco –denota que tuvo cercanía con Aguayo– compartió dos anécdotas en su perfil de Facebook, que reflejan qué y quién era carismático gladiador. Incluso, en esa misma red social, las compartió Ricardo Yáñez, destacado poeta mexicano.
Difundidas el tres de julio pasado, Sergio Arturo escribió que la primera imagen que llega a su cabeza, tras el deceso de Pedro “El Perro” Aguayo es la de Carlos Monsiváis –fallecido escritor homosexual, destacado cronista–, apasionado de la lucha libre. Que, incluso, lo hacia sublimarse.
Sin duda, elucubra Velasco, que su crónica sobre la muerte de un ídolo popular de sus características, enriquecería el legado del desaparecido luchador.
Cicatrices en su frente
“Ven y tócalas cabrón, a ver si no son de a de veras” le dijo en Guadalajara el Perro a un periodista deportivo que sugirió que todo lo que pasaba arriba del ring “eran puras mentiras”, al momento que se descubría la frente para mostrar sus emblemáticas cicatrices. Arriba y abajo del escenario Don Pedro era todo un personaje.
(Uno de los jefes de prensa de la empresa AAA, narraba a Balón Cuadrado que él se infringía esas heridas a propósito. Cortaba a la mitad una navaja de rasurar Gillete. La colocaba estratégicamente en una zona de su calzoncillo. De tal manera que no se hiciera daño durante las rutinas luchísticas .
Y con discreta habilidad solía hacerse cortes en la frente para –con la sangre— hacer más dramático el espectáculo. Nadie más osaba hacerlo)
“Una anécdota lo hace para mi inolvidable ahora que se ha ido”, sigue Velasco.
La primera vez que Perro Aguayo viajó a Japón, escribe como exhalación.
“Yo nunca había salido. Nunca me invitaban. Un día me dijeron que si me interesaba luchar en Japón y que si sabía del alto nivel de la lucha libre en Asía. Les dije que sí, que sí me gustaría y allá fui a dar.
«Pedro nos contó que desde su llegada al aeropuerto lo incomodó la insistencia del promotor que cada cinco minutos repetía “ya mero llegamos al auditorio donde pelearás Perro”.
Luchar en un auditorio era para él algo poco común pues estaba acostumbrado a las arenas populares de México.
Testimonio en primera persona
Luego le explicaron, según narraba:
“Mira Perro, aquí no es como en México. No hay caídas. Los peleadores se enfrentan y al final la gente aplaude y decide con su aplauso quien merece la victoria. Así que échale muchas ganas, sino jamás te volverían a invitar.
“Cuando me llevaron al vestidor, parecía que estaba yo en un hotel cinco estrellas. Todo limpio, amplio, muchas plantas, peces, alfombras, muebles finos, una cocinera y un baño de primera con tina de hidromasaje. Ni para cuando en México podrías tener un camerino así.
“Tocaron a la puerta y era mi turno. Cuando me levanté del sillón para dirigirme al ring, vi un enorme pasillo alfombrado y no se oía nada, ni un pinche grillo, todo silencio, puro silencio.
“Caminé junto a mi ayudante que no dejaba de mirarme a los pies, impactado por las botas. Era un chinito que apenas me llegaba a la cintura. Cuando estuve frente al ring miré a todos lados. No había mujeres en el público.
“Todo eran hombres trajeados, la mayoría con smoking. Tenían comida cara y algunos pequeños vasos con bebidas finas, de mucho caché. Pero nadie expresaba nada, ni sorpresa, ni risa, ni emoción. Solo me miraban.
“Me subí al ring. Y en el sonido anunciaron a mi oponente. El tipo apareció en el pasillo de enfrente. Hasta que lo tuve unos metros cerca de mí, me di cuenta que pesaba y quizá medía lo doble que yo. Su cara no era muy amigable.
“Nos dieron la señal y corrí sobre de él. Le pegué en el pecho. Le pateé la rodilla e intenté girarle el brazo. Pero no lo moví un centímetro. Miré de reojo al público y todos seguían serios”. Entonces si me entraron los nervios. El tipo intentó abrazarme en dos ocasiones pero me le escurrí.
“Corrí contra las cuerdas para estrellarme frente a frente y lo único que logré fue rebotar y caer sentado de espaldas ante la mirada de todos”. Sentí mucha vergüenza. Ya valió madre. Jamás volveré a Japón.
“En mi esquina el chinito me miraba y estaba sudando. Un hombre de la fila de adelante masticaba con toda tranquilidad un trozo de pescado y así todos. Parecía que no hubiera espectáculo. Me levanté muy rápido y en dos segundos pensé: ‘tengo que hacer algo, tengo que hacer algo, no los voy a convencer’… corrí, con mis piernas escalé la primera cuerda, la segunda cuerda y desde la tercera volé contra el mono y estrellé mi cabeza contra su cabeza. Lo último que vi fue un fondo negro”.
“Desperté en mi camerino, acostado sobre una elegante camilla. Me pasaron un trapo mojado sobre la cara, abrieron la puerta y así acostado, cuatro hombres me llevaron de nueva cuenta por el pasillo hasta donde estaba el ring. Subieron la camilla y me incorporaron. Del otro lado del referee estaba mi oponente.
“El público no hablaba. No se inmutaba. El silencio era realmente incómodo. Nunca me habían hecho sentir tan mal. Entonces el referee tomó de la mano al otro luchador y se la levantó. Se escucharon un par de aplausos.
“Luego el referee me miró. Me tomó de la mano y la alzó ante la mirada de los presentes. Pasó lo que jamás imaginé. Los chinitos se volvieron locos. Primero aventaron por los aires las charolas de comida fina, otros se quitaron los sacos para darles vueltas sobre sus cabezas. Los menos se desabotonaban sus moños negros, pero todos al unísono y en perfecto español coreaban:
¡PILOU, PILOU, PILOU!
“Le pregunté al promotor que qué chingados estaban gritando.
“Pues tu nombre –Perro, Perro–”, me contestó.
–¿Y has vuelto a Japón?
–Me invitan dos veces por año.
Remata Velasco:
Así recuerdo a Don Pedro. Así nos narró su propia historia. Así le seguiré recordando siempre.
Descanse en paz el inolvidable “Pilou” Aguayo.