Réquiem por Mohamed Ali a cuatro años de muerto

Foto: Especial

Por Jesús Yañez Orozco

  • Imprescindible loar su egregia memoria más allá del deporte
  • Uno de los más grandes boxeadores de la historia
  • Padeció mal de Perkinson durante 32 años
  • Luchó incansablemente contra el racismo en Estados Unidos
  • Exhibía su ego sin rubor alguno: “¡Soy el más grande! Soy el rey del mundo!”
  • Fue El Más Grande. Y punto”, dijo el entonces presidente Obama
  • Elogiado, también, por Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 08 de junio de 2020.- Toda alabanza es insignificante para loar inconmensurable grandeza de Mohamed Ali. Querido y odiado por un pueblo. No había términos medio. Simbolizaba sublime poema mirarlo sobre el ring y su indomable filosofía: volar como mariposa y picar como abeja. Y su irredenta rebeldía –cambió su nombre de “esclavo” Classius  Marcelus  Clay, marzo de 1964, para convertirse al islam– contra los aciagos momentos por  discriminación racial en Estados Unidos, hacia la comunidad afrodescendiente, hace más egregia su historia.

Está más presente su poderosa imagen –sobre todo a raíz del asesinato de George Floyd, a manos de un policía de Minneápolis, que ha desatado indignación mundial–, que obliga a recordar y ahondar en su memoria, a cuatro años de muerto: 6 de junio de 2016. Porque sin ser un férreo activista era defensor de los derechos humanos. Hizo de su piel bandera contra la ignominiosa supremacía blanca, enmascarada en el rabioso Klu Klux Klan.

Meses después de su deceso, en septiembre, seguro miró desde el olimpo de los ídolos, como Zeus celestial, cuando Colin Kaepernick, mariscal de campo de los 49s de San Francisco, se hincó durante el himno nacional, previo a un partido, en protesta por el asesinato a diversos ciudadanos negros por parte de policías blancos.

Varios de sus compañeros se sumaron a las protestas.  El presidente Donald Trump los recriminó, llamándolos “hijos de puta”.

Ali dejó un vacío imposible de llenar.  Está en la cima del paraíso del deporte mundial como uno de los más grandes boxeadores de todas las épocas.

Previo a su muerte, aquél aciago viernes, el tres veces campeón mundial de los pesos pesados, había ingresado  al hospital por problemas respiratorios.

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(Memorable foto de Alí con el Cuarteto de Liverpool)

Muhammad Ali, uno de los mayores deportistas del siglo XX, un hombre que se reinventó –resiliencia, llaman ahora– varias veces  y reflejó los traumas y conflictos de los Estados Unidos de su época, murió en un hospital en Phoenix (Arizona) a los 74 años.

El exboxeador llevaba 32 años batallando contra la enfermedad de Parkinson, un desorden del sistema nervioso que afecta al movimiento. Pasó de la gloria al infierno que, sin embargo, hizo edén, como simbólico ejemplo en competencias de talla internacional, como Juegos Olímpicos.

Ali fue más que un excelso miembro del panteón de los deportes norteamericano, tres veces campeón mundial de los pesos pesados y oro olímpico a los 18 años. Había desaparecido  un icono de este país, una de estas figuras que sirve para explicar qué significa ser estadounidense, al margen del impostado American Dream.

Hombre controvertido cuya trayectoria, desde los desgarros sociales de los años sesenta a la llegada de un afroamericano a la Casa Blanca  –20 de enero de 2009-20 de enero de 2017–, definió la historia de EU. Era el gobierno de Barak Obama.

Muhammad Ali (o Mohamed Ali) no era estrictamente un político, ni un activista, pero su influencia fuera del cuadrilátero desborda la de cualquier otro deportista de su tiempo.

El impacto de sus gestos —su conversión al Islam, su rechazo a luchar en Vietnam— es comparable al de los discursos de Martin Luther King, o las manifestaciones masivas contra la guerra. Ali fue espejo, incómodo muchas veces, pero afinado, de los Estados Unidos de su tiempo.

Pese al declive de su salud, hasta el final no cejó de intervenir en el debate público. En diciembre, después de que el candidato republicano a la Casa Blanca Donald Trump anunciara su plan para vetar la entrada a Estados Unidos de musulmanes, Ali lanzó:

“Nosotros, como musulmanes, debemos enfrentarnos a quienes quieren usar el islam para imponer su agenda personal”.

“Muhammad Ali fue El Más Grande. Y punto”, dijo el entonces presidente Obama en un comunicado. Incluso, guardaba unos guantes del boxeador en su estudio privado, junto al despacho oval de la Casa Blanca.

“Muhammad Ali sacudió el mundo. Y gracias a esto el mundo es mejor. Todos somos mejores”, alabó.

Un portavoz de la familia explicó que Ali había muerto a las 21.10, hora local, por un choque séptico provocado por causas naturales no especificadas.  El funeral ocurrió el viernes 10 de junio en su ciudad natal, Louisville (Kentucky).

En la ceremonia estaba previsto que hablaran el expresidente Bill Clinton, el actor Billy Cristal y el periodista Bryant Gumbel.

Ali, nacido con el nombre de Cassius Clay en 1942, fue un negro golpeado por las humillaciones cotidianas de la segregación, criado en un mundo en el que los miembros de su raza debían mantener la cabeza baja, obedecer y evitar los conflictos.

Él proclamó su identidad con orgullo. Fue un deportista locuaz que exhibía su ego sin modestia:

“¡Soy el más grande! Soy el rey del mundo!”.

(durante la polémica pelea contra Sony Liston, en 1965)

Un activista más cercano al estilo desafiante de Malcolm X que al ecumenismo de Martin Luther King en la defensa de los derechos civiles. Un héroe deportivo que se convirtió a una religión extraña para la mayoría de sus conciudadanos. Influido por las enseñanzas del grupúsculo Nación del Islam, adoptó el nombre de Muhammad Ali y él mismo, descendiente de esclavos, eligió su propio nombre y religión.

«No quiero ser lo que vosotros queréis que sea”, decía.

Su oposición a la guerra del Vietnam no fue sólo retórica: rechazó el reclutamiento obligatorio y fue sentenciado a cinco años de prisión. Eludió la cárcel pero perdió el derecho a boxear.

“El vietcong  [los vietnamitas que luchaban contra Estados Unidos en la guerra] no me llama nigger –negro–”, dijo.

Nigger es la palabra más peyorativa usada para designar a los estadounidenses de origen africano.

Medio Estados Unidos le detestaba; medio mundo le adoraba.

“En los próximos meses no hay duda de que los hombres que gobiernan en Washington intentarán dañarte de la manera que puedan, pero estoy seguro de que sabes que has hablado en nombre de tu pueblo y de los oprimidos en todo el mundo, en valiente desafío del poder americano”, le escribió el destacado filósofo británico  Bertrand Russell,  Premio Nobel de Literatura.

El Tribunal Supremo le dio la razón en 1971 como objetor de consciencia, y pudo regresar al cuadrilátero, donde participó y venció en dos combates extravagantes y legendarios: el Rugido de la selva en Zaire (actual República Democrática del Congo), en 1974 contra George Foreman; y, al año siguiente, en Manila (el combate conocido como Thrilla in Manila), contra Joe Frazier.

A principios de los ochenta se retiró y poco después los médicos le diagnosticaron el Parkinson. Viajó en misiones humanitarias a Líbano, a Cuba, a Afganistán, a Sudáfrica. Con los años, el polarizador se convirtió en un hombre de consenso, celebrado por blancos y negros, a derecha e izquierda. George W. Bush le condecoró.

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(Cuando quería era humo sobre el ring)

“¿Quién podría haber predicho a finales de los años sesenta, cuando Muhammad Ali era vilipendiado por la prensa deportiva y por la mayoría de la América blanca como un racista negro, un agitador bocazas, que se convertiría en la elección obvia para encender la antorcha en los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996, como un símbolo del entendimiento, la paz y el amor internacional?”, escribió en 1998 el escritor Budd Schulberg, autor de la novela de boxeo Más Dura Será la Caída, que inspiró la película protagonizada por Humphrey Bogart.

Cuando iniciaba su carrera política, en su oficina electoral de Chicago, Obama tenía una fotografía de Muhammad Ali en un polémico combate con Sonny Liston.

“Muhammad Ali representaba algo más que boxeo. Tenía un sentido político, el sentido de un orgullo afroamericano que se afirma a sí mismo”, dijo hace unos años a Marc Basset, corresponsal del diario El País, en Washington,  David Remnick, autor de las que seguramente sean las mejores biografías de Ali y de Obama.

Como Obama, que creció en una familia blanca y asumió su identidad negra de adulto, Ali también buscó y encontró su identidad.

“Cassius Clay no quería ser Cassius Clay. No quería ser un luchador obediente y tradicional de la era de la segregación», dijo Remnick.

Agregó:

«Quería ser algo distinto. Eligió la Nación del Islam, eligió otro nombre, eligió unas ideas políticas que, para ser justos, él sólo entendía ligeramente”.

Ali, como Obama, fue una figura esencialmente americana: un icono negro en un país todavía enfermo de racismo, un hombre que creó su identidad, un hombre libre.

Seguro, desde su olimpo boxístico, también se suma a las protestas por la infamante pérdida de George Floyd.

Réquiem por el grandioso Ali.

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