Buenaventura, el puerto de las desapariciones por la violencia en Colombia

Por Hector Velasco

AFP. Buenaventura, Colombia. 26 de mayo de 2021.- Los desmembraban vivos para que la gente oyera el grito de los desaparecidos, hoy se los llevan en silencio y dejan un recado de terror: «ya no lo busque que no va a aparecer». Pero en el puerto colombiano de Buenaventura muchos creen saber dónde están sus muertos.

Sobre el puente Nayero viven custodiados por la fuerza pública unos 2.000 afrocolombianos. Son los vecinos pobres y aterrorizados de La Playita, un barrio de palafitos que conduce a los manglares o esteros de Buenaventura (suroeste), en el Pacífico.

“No podemos salir ni para la izquierda ni para la derecha. Es una calle a cielo abierto, pero nos sentimos encarcelados”, describe Jhony Viveros, líder comunitario de 37 años que guarda en su casa un chaleco oficial antibalas.

Las bandas que sucedieron a los paramilitares y guerrilleros, que en otra época aterrorizaron a la comunidad afro con sus enfrentamientos, masacres y bombas, convirtieron estos paisajes naturales en postales del terror.

Por un camino escarpado de La Playita se llega a los esteros “donde desaparecen a los muertos”, susurra otro dirigente de 48 años bajo reserva.

Líderes civiles, religiosos y de derechos humanos, que hablaron con la AFP, creen que los esteros son la versión costera de las fosas clandestinas donde se concentra la búsqueda de unos 185.000 desaparecidos en el conflicto colombiano.

Bloqueada por las protestas contra el gobierno que por estos días asfixian a toda Colombia, Buenaventura es la principal salida sobre el Pacífico: mueve el 40% del comercio internacional del país y una parte importante de la cocaína que va hacia Centroamérica y México, camino a Estados Unidos.

Sin embargo, la mayoría de sus 311.000 habitantes (91% afros) malvive en la informalidad, a espaldas de la actividad portuaria que manejan los privados. Más de la mitad son pobres (51,5%).

“No los dejen desaparecer”

Asediado en los cielos, el narcotráfico saltó a los mares y hundió a Buenaventura en una violencia que muda de piel periódicamente. Los que mandaban antes eran guerrilleros o paramilitares, hoy son los de la banda La Local; la droga que viajaba rompiendo olas en lanchas rápidas ahora pasa en sumergibles por toneladas, o en contenedores.

El narco supo aprovechar la “red natural de esteros y cuencas”, y “el saber experto de los navegantes” del puerto, observa Juan Manuel Torres, investigador del centro de estudios Fundación Paz y Reconciliación.

Aquí -añade- la seguridad no depende tanto de las autoridades como “de los acuerdos entre ilegales, que suelen ser acuerdos frágiles”. Cuando se rompen, empieza un nuevo ciclo de desapariciones, asesinatos y tiroteos. Fue lo que ocurrió a comienzos de este año de pandemia.

“El estero sigue siendo un lugar macabro para desaparecer personas que son llevadas en lancha”, sostiene Adriel Ruiz.

Este exsacerdote de 42 años levantó “una capilla de la memoria” contigua al templo del barrio donde trabajó hasta 2016. En el lugar se exhiben decenas de fotografías de víctimas y hasta la canoa de unos pescadores de quienes se perdió el rastro.

Ruiz se opone al dragado del estero San Antonio, una obra que beneficiaría la expansión portuaria, pero que también sepultaría las esperanzas de las familias que indagan por sus fantasmas. “Ya están muertos, no los dejen desaparecer”, clama este hombre de coleta.

La justicia que investiga los crímenes atroces en Colombia, tras la firma de la paz en 2016 con la extinta guerrilla FARC, estima que en Buenaventura han desaparecido al menos 881 personas en las últimas dos décadas, el 88% (779) fueron llevadas a la fuerza.

Experimentos crueles

En 2021 se han documentado oficialmente 44 homicidios, 8.000 desplazados y 13 desapariciones forzosas. Sin embargo, ante el silencio que imponen los armados, existe la sospecha de un subregistro de desaparecidos.

Pescadores, comerciantes, informales, obreros, campesinos, amas de casa están entre las víctimas, según una investigación del diario El Espectador. También, claro, desaparecen los que matan en la guerra por el control de las barriadas.

María, una empleada de 54 años que se oculta bajo ese seudónimo por miedo, perdió a su hermana en septiembre de 2015.

Tenía 35 años, era una líder barrial que salió de casa tras recibir una llamada y nunca más volvió. “Al principio la buscábamos por lado y lado e íbamos a las autoridades, pero nunca dijeron nada”. Sin esperanza de hallarla con vida, a María le aterra pensar que su hermana haya sido llevada a los esteros.

“La desaparición siempre termina en un asesinato, difícilmente una persona aparece después viva (…) y el problema es que en la última modalidad (de violencia) no aparece el cuerpo”, recalca el alcalde Víctor Hugo Vidal.

Últimamente cuando desaparecen a alguien dejan activo su celular “hasta que la familia llame y (puedan) decirle ‘ya no lo busque que ya no va a aparecer’”, añade.

Los grupos que aquí trafican con droga y oro ilegal también extorsionan. ¿A quiénes? “Cualquiera que tenga un local o venda o compre”, dicen las fuentes. Pero, sobre todo, apelan al sufrimiento.

Desde 2014 el Estado colombiano, por orden de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, custodia La Playita, que simbólicamente ataja a los violentos con un portón gigante, tras soportar múltiples y crueles abusos.

Camino a los esteros, un líder comunitario susurra a espaldas de una vivienda. “Esa era una casa de pique. Uno veía cuando los entraban a rastras suplicando mientras los niños en las calles jugando. Nos metíamos en nuestras casas para escuchar los gritos de dolor”, relata.

El obispo de Buenaventura, Rubén Darío Jaramillo, lo corrobora: “A la gente la picaban, la tiraban al mar y se veían flotar, en la zona costera, las cabezas, las manos o (pedazos de víctimas) tiradas en bolsas de basura”.

“Ahora las están desapareciendo, llevándolas a sitios más lejanos, para que nadie más vuelva a saber de ellos”, agrega.

No es tierra para jóvenes

El obispo, el alcalde, el exsacerdote, los líderes de La Playita, y los jóvenes que se movilizan contra la violencia, todos están en la mira. Buenaventura no solo es un puerto de desaparecidos, también es de amenazados con guardaespaldas, de jóvenes reclutados a la fuerza o seducidos por las armas y el dinero. Los que matan y mueren son principalmente muchachos negros.

La Armada patrulla las costas y fuerzas combinadas de policías y militares operan en las barriadas donde de la nada se prende un tiroteo. El coronel de Infantería de Marina Samuel Aguilar comanda las acciones contra la violencia que estalló en diciembre.

Según el oficial, son unos 1.200 efectivos de la fuerza pública que combaten a dos centenares de jóvenes bien armados con fusiles M-16 y pistolas nueve milímetros, repartidos en Los Shotas y Los Espartanos, dos facciones enfrentadas de la organización de origen paramilitar La Local.

“Son los jóvenes los que están asesinando; son los jóvenes los que están robando y haciendo parte de las bandas criminales. El problema de Buenaventura es la juventud. Esa es la percepción que muchos tienen”, lamenta Yudi Angulo, una activista de 33 años.

Angulo y Leonard Rentería (29) se presentan como hijos de la resistencia en las calles contra la violencia. Nos cansamos de que “nos pongan a escoger entre ser víctima o ser el victimario”, dice Rentería. En la Buenaventura donde creció, ya no puede moverse sin guardaespaldas: “El Estado colombiano le ha fallado a los jóvenes de Buenaventura más que en cualquier otro lugar”.

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