Rusia-Ucrania y la izquierda latinoamericana: un escenario mucho más complejo de lo que parece

Por Marc Saint-Upéry *

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 30 de abril de 2022.- ¿Las izquierdas del continente iberoamericano están realmente tentadas de justificar o «entender» la guerra de Putin? Para algunos observadores de la región, el vaso del discurso «antiimperialista» y antiestadounidense está más que medio lleno. Pero, cuando se observan de cerca las posiciones reales, lo que más llama la atención es que ese vaso está más que medio vacío.

¿Podemos decir que la izquierda latinoamericana tiene predisposición culpable y mayoritaria a favor de Vladímir Putin? Sería muy imprudente sacar conclusiones precipitadas sobre este tema a partir de posiciones heterogéneas y difícilmente comparables. A este respecto, muchos amigos y camaradas me han preguntado qué pensaba de un artículo del periódico Le Monde publicado el 27 de marzo de 2022 y titulado: «En Amérique latine, les accents pro-Poutine de la gauche».

Habiendo denunciado durante mucho tiempo las derivas y las ilusiones «campistas» de buena parte de la izquierda latinoamericana, cabría esperar que estuviera de acuerdo con las grandes líneas de este panorama continental. Pero no es así. Fruto de un mosaico de correspondencias bien intencionado pero bastante heterogéneo, este análisis de Le Monde es bastante esquemático, mezcla aspectos de la situación que tienen poco que ver entre sí y pasa por alto en gran medida las tendencias más profundas que revela la situación. Los redactores o periodistas de Le Monde consideran que el vaso del discurso regional «antiimperialista» contra Estados Unidos está más que medio lleno, mientras que lo que más llama la atención cuando se profundiza un poco en la cuestión es que está más que medio vacío. Déjenme explicarles.

En primer lugar, es un poco absurdo poner a un mismo nivel a editorialistas de periódicos marcados ideológicamente pero no necesariamente muy influyentes y las posiciones de los partidos políticos o, a fortiori, de los gobiernos y sus representantes diplomáticos. Escritores como Guerra Cabrera, Tello Chávez o Majfud -citados por Le Monde sin perspectiva- abundan en la prensa de izquierdas y en las redes sociales latinoamericanas, pero sus variaciones libres sobre el tema «la culpa es ante todo de la OTAN» se caracterizan por la acumulación de tópicos poco informados y por una doble ceguera: (a) la ignorancia radical de las realidades de la geopolítica contemporánea y de las relaciones internacionales y (b) la ignorancia total de las principales tendencias de la opinión popular en sus propias sociedades. Volveré sobre este último punto, que es muy importante, al final de este análisis.

Con el tipo de discurso atribuido a «la izquierda» por Le Monde, nos encontramos en parte como esos personajes de dibujos animados que siguen caminando por el borde del acantilado antes de darse cuenta de que están caminando hacia el vacío y cayendo. Por parte de una pequeña casta intelectual parasitaria y resentida, se trata de una especie de «antiimperialismo zombi», un tigre de papel sin un verdadero dominio analítico o político ni de la opinión popular ni de las fuertes tendencias infraestructurales de la inserción de América Latina en la geopolítica mundial. Estas últimas son ciertamente complejas y están sin ninguna duda marcadas por una disminución relativa de la hegemonía hemisférica estadounidense. Pero esta evolución está esencialmente ligada al peso de China, no al de Rusia; y sobre todo, no corresponde en absoluto a un realineamiento global, sistemático y generalizado, ni tampoco a una aspiración unilateral a alcanzar dicho realineamiento, sino a una situación «estratificada», en la que -y esto es muy importante- no hay absolutamente ninguna congruencia entre comercio, economía, política, soft power, identificación cultural, diplomacia y geoestrategia.

Pasemos a las descripciones de las actitudes de los distintos candidatos y partidos de izquierda y/o de los distintos gobiernos que supuestamente encarnan la izquierda. En primer lugar, la idea de que «la izquierda [latinoamericana] en general no ve a Rusia como una amenaza» es cierta, pero puede significar varias cosas diferentes y tiene un tono perfectamente banal. Del mismo modo, se podría decir que los indonesios tienen buenas razones para no preocuparse por la guerra civil en Etiopía, y los mozambiqueños para ser bastante insensibles a la represión india en Cachemira. En cuanto a la idea de que esta izquierda «ve a Rusia como un socio en la construcción de un mundo multipolar», hay que relativizarla, tanto porque estamos hablando de un país con un PIB inferior al de Italia como porque estamos en la era post 24 de febrero. Esto cambia muchas cosas y, en mi opinión, las cambiará aún más a largo plazo.

Permanencia de la doctrina diplomática de los Estados latinoamericanos

Veamos la situación país por país. En México, cualesquiera que sean las interpretaciones de tal o cual fracción de su partido efectivamente «atrapado», la posición del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) refleja sobre todo una doctrina internacional muy arraigada en México y en todas las instancias diplomáticas latinoamericanas: no absoluto a la violación de la soberanía de los estados y sus fronteras, prioridad absoluta a la resolución pacífica de los conflictos (de ahí la práctica regional de remitir todas las disputas territoriales locales a los tribunales internacionales u otros organismos de resolución de controversias interestatales). Por supuesto que puede haber matices de interpretación en la aplicación de estos principios, pero la supuesta tibieza «pacifista» de AMLO no ha cambiado la posición de México en la Asamblea General de la ONU, y además refleja un hecho bien conocido en México: el profundo desinterés del presidente mexicano por las relaciones internacionales (en contraste con el dinamismo proactivo que mostró la diplomacia del otro gigante continental, Brasil, bajo Lula). Por el contrario, la condena mucho más enérgica del Ministro de Asuntos Exteriores mexicano, Marcelo Ebrard, a la invasión rusa no refleja ninguna contradicción importante dentro del gobierno.

Por las mismas razones, no hay nada de «errático» en la posición de Argentina, contrariamente a lo que sugiere un investigador entrevistado por Le Monde. La visita de Alberto Fernández a Rusia tres semanas antes de la invasión fue una visita diplomática y comercial perfectamente banal y legítima, realizada en un contexto de graves dificultades económicas que empujaron al gobierno argentino a buscar todas las salidas y oportunidades posibles. Ello no impidió en absoluto que este mismo gobierno firmara casi simultáneamente un acuerdo con el FMI y condenara después la invasión rusa el 3 de marzo en la ONU, como era de esperar, siempre de acuerdo con la doctrina tradicional de la diplomacia latinoamericana [1].

Los «cristinistas» (partidarios de Cristina Fernández de Kirchner) ciertamente tienen una serie de disensiones con Alberto Fernández, principalmente en torno a la política económica, pero las diferencias retóricas superficiales sobre la actitud hacia Putin y Rusia que pueden surgir aquí y allá no forman parte de ellas. De hecho, no sólo ninguna figura importante del bando «cristinista» ha denunciado la posición de Argentina en la ONU, sino que la propia expresidenta recordó en un tuit que su Gobierno no había reconocido la anexión de Crimea por parte de Moscú (una posición que responde tanto a las tradiciones diplomáticas mencionadas como a la preocupación por no deslegitimar los reclamos argentinos sobre las Malvinas). Al final, aunque sea a través de una trayectoria diferente, más principista para la «nueva izquierda» chilena, más pragmática y a veces desigual para los peronistas argentinos, la posición de Buenos Aires sobre Rusia -pero también, observemos, sobre las violaciones de los derechos humanos y la represión en Venezuela y Nicaragua- es la misma que la de Chile: una condena firme.

Además, pero esto merecería una explicación muy larga, no hay que olvidar nunca que el peronismo argentino encarna todo un universo polimorfo que está lejos de coincidir con «la izquierda», aunque el kirchnerismo haya «izquierdizado» en parte de su discurso. Históricamente, detrás de una retórica hábilmente ambigua que abogaba por una «tercera posición» (entre el capitalismo y el comunismo, y entre los dos bloques) y de breves fricciones iniciales con Washington, Perón siempre se mantuvo firmemente anclado en el campo occidental. No hay ninguna razón para que esto cambie hoy en día en los que dicen ser sus seguidores en el gobierno. (Paradójicamente, fue la dictadura argentina de Videla la que en su momento promovió un pronunciado coqueteo geopolítico con la Unión Soviética).

En cuanto al Brasil, no hay que sobrestimar los derrapes del PT, que ahora es esencialmente una máquina electoral en estado de coma cerebral desde hace varios años. Por cierto, en buena parte de los círculos intelectuales de la izquierda brasileña sigue prevaleciendo el mismo «antiimperialismo zombi» residual que mencioné anteriormente. Pero en este caso, es bien sabido que funciona como una sobrecompensación ideológica de la política ultra moderada y centrista de Lula, el único candidato creíble de la izquierda en ese país actualmente. Las piadosas y vagas declaraciones pacifistas de este último sobre Ucrania no deben interpretarse como la traición a un remanente de complacencia ideológica hacia Putin (aunque también pretendan, por cierto, conciliar «antiimperialismo» y multilateralismo), sino como la expresión del mismo margen pragmático y retórico de interpretación de los principios de la diplomacia brasileña, que son los mismos que los de la mayoría de sus vecinos.

La diferencia es que, cuando vuelva de nuevo al poder, Lula va a reactivar la diplomacia proactiva de Brasil y muy probablemente intentará que Itamaraty [2] desempeñe un papel específico en cualquier intento de negociación con Rusia, si es que esto todavía resultara posible. En esto emularía a Erdogan o a Naftali Bennett, y ciertamente no lo hará «contra» Estados Unidos o «a favor» de Rusia, sino con la aquiescencia tácita o explícita de Washington.

El caso de Perú es tan confuso y complejo que se necesitarían al menos cinco páginas para explicar adecuadamente los entresijos de la caótica situación interna del gobierno de Pedro Castillo. El adjetivo «errático» es perfectamente apropiado para la política interna del presidente peruano, no para su posición sobre Ucrania, que es francamente la última preocupación tanto de las autoridades de Lima como del electorado peruano. Además, tachar al gobierno de Castillo de «izquierda» resulta cada vez más delicado y problemático para un gabinete que ha sido remodelado cuatro veces en ocho meses (con, entre otras cosas, la sucesión de cuatro presidentes del Consejo de ministros, tres ministros de Asuntos Exteriores, tres de Justicia y dos de Economía, y un promedio de cambio de ministro cada nueve días) y que avanza a tientas reciclando a políticos y tecnócratas de todo pelaje, con, como única preocupación, la de su supervivencia a corto y medio plazo. Esto se hace sin ninguna coherencia estratégica o programática y sin grandes reformas progresivas, que en todo caso serían imposibles por la fragilidad, la inestabilidad y el carácter heterogéneo y oportunista de su base parlamentaria.

La falta de visión es lo que le reprocha su socio inicial, el partido «marxista-leninista» de Vladimir Cerrón, un vehículo electoral improvisado del que Castillo no es miembro y del que se ha ido distanciando cada vez más por razones que nada tienen que ver con Ucrania. (Cabe señalar que, también en este caso, se necesitarían al menos cinco páginas para describir lo que es realmente el partido Perú Libre, que en realidad tiene poco que ver con el «marxismo» o el «leninismo» -y que curiosamente se autodenomina «socialista pero no comunista»- y que además encubre las prácticas de una serie de feudos regionales clientelistas, o incluso de facciones criminales).

No me detendré en las posiciones de La Paz, Caracas y Managua, relativamente previsibles, pero con matices y contradicciones de «equilibrio» que Le Monde menciona muy brevemente de pasada sin explicarlas realmente (entre otras cosas, ¿es Caracas la que «aprovecha la agitación geopolítica para jugar la carta del acercamiento a Washington», o más bien lo contrario?)

En cuanto a Gustavo Petro, no está en el poder y es probable que su marcha hacia el Palacio de Nariño (sede de la presidencia colombiana) encuentre muchos obstáculos en un país todavía desgarrado por conflictos muy violentos, con un proceso de «paz» engañoso y la presencia de la derecha más intratable y sanguinaria del continente. Es cierto que una «minoría intensa» en la base militante de Petro reproduce en las redes sociales todos los clichés del antiimperialismo de manera automática, sin reflexión alguna; esto también es comprensible en vista de las pesadas responsabilidades históricas del intervencionismo estadounidense y de sus aliados locales en Colombia. Pero hoy, por un lado, estos reflejos hiperbólicos apenas se diferencian del recalentamiento ideológico bastante desinformado al que nos tienen acostumbrados en Francia, por ejemplo, los atrabiliarios partidarios de Jean-Luc Mélenchon; por otro lado, es muy probable que, si Petro es elegido (lo que no es seguro), veamos, por todo tipo de razones -que sería demasiado largo explicar aquí en detalle- la misma dinámica «cordial» y sorprendentemente constructiva en su relación con Washington que marcó el advenimiento del gobierno progresista de Xiomara Castro en Honduras.

Lo que tienen en común Petro y Castro es que insisten en su afinidad con Bernie Sanders y Gabriel Boric y evitan como la peste cualquier asociación ideológica con el régimen de Nicolás Maduro, aunque el líder de la izquierda colombiana se muestre, con razón, partidario de una normalización o, al menos, de una «descrispación» de las relaciones diplomáticas con Venezuela (una descrispación a la que, como se ha visto, Estados Unidos no será ni mucho menos necesariamente hostil).

Por otro lado, Petro tiene mucha razón al rechazar las bravatas retóricas del presidente uribista Iván Duque sobre la posibilidad de enviar tropas colombianas a Ucrania. Pero esto tiene poco que ver con el fondo del problema, y las enormes dificultades que esperan a un eventual gobierno de izquierdas en Colombia no serán principalmente geopolíticas.

El fin del engaño «antiimperialista»

El artículo de Le Monde ilustra bastante bien la grandeza y las limitaciones del periodismo de referencia. Al movilizar a sus corresponsales en varias capitales, el diario francés ofrece ciertamente una variedad de perspectivas regionales, pero éstas siguen siendo bastante heterogéneas y desconectadas. Al mezclar descuidadamente razones ideológicas con posiciones diplomáticas, esta visión general permite apenas comprender la verdadera dinámica en juego en la región. Paradójicamente, mientras el tono del artículo parece lamentar el filo putinismo que supuestamente prevalece en la izquierda regional y verlo como una tendencia en parte comprensible pero políticamente cuestionable, accarea agua al molino de los filoputinistas latinoamericanos al reforzar los estereotipos superficiales en los que se basa su espontáneo tropismo prorruso. Es cierto que lo que realmente sucede es difícil de captar si uno se contenta con brindar una muestra aleatoria y no ponderada del discurso de la izquierda «Putinversteher» [3], y luego entrevistar para contrapesar a los críticos liberales pro-occidentales que tienen todo el interés del mundo en mezclar indiscriminadamente a todas las izquierdas así como los niveles de análisis.

En realidad, el filoputinismo inercial de una parte (en declive) de los comentaristas de izquierda latinoamericanos es a la vez masivo y superficial, tontamente pavloviano y relativamente insignificante en términos políticos y diplomáticos concretos. Desde el punto de vista sociológico, también refleja una fracción de la intelectualidad local que ya no es lo suficientemente militante o comprometida con la vida política activa como para influir en la toma de decisiones políticas reales en momentos cruciales de definición política y diplomática. Sobre todo, cada vez tiene menos impacto en la opinión popular mayoritaria. Así lo demuestra una reciente encuesta (diciembre de 2021) sobre las respectivas percepciones de los latinoamericanos sobre una serie de grandes países (Estados Unidos, China y Rusia) y sobre los principales actores de la Unión Europea, realizada por el Instituto Latinobarómetro y la Fundación Ebert [4]. En respuesta a la pregunta «¿De cuál de los siguientes países tiene mejor opinión? – que a nivel de todo el continente otorga a Estados Unidos un 47% de opiniones favorables, frente al 43% de Alemania, el 19% de China y el 17% de Rusia – los únicos países latinoamericanos en los que Estados Unidos queda por debajo del umbral de opinión favorable del 35% son México (35%) y Argentina (32%). Por otro lado, las opiniones favorables a Estados Unidos ocupan el primer lugar y superan el 50% en Bolivia (52%), Colombia (51%), Costa Rica (56%), Guatemala (53%) y… ¡Venezuela (66%!!).

En México, este relativo antiamericanismo es bastante comprensible teniendo en cuenta la experiencia histórica, ya que más de la mitad del territorio original del país fue anexionado por Estados Unidos en el siglo XIX. Pero al mismo tiempo, este resentimiento histórico se complica y mitiga en gran medida por el grado de interpenetración sociodemográfica y cultural irreversible entre los dos grandes países vecinos, un fenómeno que sin duda impedirá que México se convierta en un bastión activo del antiimperialismo estadounidense.

En Argentina, en cambio, el antiamericanismo es un fenómeno esencialmente de clase media, cultural y europea. Podrán llamarme malintencionado, pero la clase media de sensibilidad kirchnerista y/o izquierdista de Argentina se parece en esto a un gigantesco club de profesores jubilados que leen Le Monde Diplomatique en Francia. Y su antiamericanismo es tan característico, automático, mal calibrado y mal informado como el de Jean-Luc Mélenchon o la mayoría de los lectores acríticos de Le Diplo en Francia. Además, en estos dos países, México y Argentina, Alemania tiene de lejos el mayor porcentaje de opiniones favorables (50% y 45% respectivamente), y no China o Rusia, que están muy por detrás, especialmente en Argentina.

A modo de conclusión provisoria, me gustaría hacer una afirmación que sé que hará aullar de indignación a buena parte de mis lectores, pero que no deja de ser la estricta verdad: como ideología movilizadora de masas y brújula unilateral para proyectos de desarrollo nacional creíbles, el antiimperialismo antiestadounidense está muerto y enterrado en América Latina. Prueba de ello es, entre otras cosas, el estrepitoso fracaso del régimen bolivariano en Venezuela, país del continente donde Estados Unidos tiene el mayor índice de opiniones favorables (66%) tras veinte años de histriónica propaganda contra los yanquis -lo que obviamente no impidió a la «boliburguesía» militar-mafiosa en el poder ir de compras a Miami y adquirir allí pisos de lujo. El efecto de retroceso universal de este fracaso y la justificada percepción del gobierno de Caracas como un anti modelo que debe ser rechazado han marcado profundamente la conciencia popular en prácticamente todo el continente; y más aún, por supuesto, en los países que tuvieron que absorber el grueso de los seis millones de venezolanos que huían de su famélica patria saqueada por un régimen autoritario depredador, ultracorrupto y abismalmente incompetente.

Esto no quiere decir que no existan o dejen de existir contradicciones entre los intereses del hegemón hemisférico y los de los gobiernos, proyectos nacionales o pueblos latinoamericanos, tres realidades que están muy lejos de coincidir y que deben ser cuidadosamente distinguidas y analizadas en su justa medida. Esto no es en absoluto lo que pienso, y por lo tanto, no quiero que me pongan en un aprieto. Lo que quiero decir es que en un mundo parcialmente multipolar -aunque todavía se caracterice por una fuerte asimetría de poder militar- en el que las esferas de acción e influencia comercial, económica, política, cultural (diferentes tipos de poder blando), diplomática, militar y geoestratégica están en gran medida desalineadas y no son congruentes, una hostilidad unilateral o incluso la desconfianza hacia Estados Unidos es perfectamente incapaz de alimentar un proyecto político progresista consistente y sostenible.

Además, algunos de los resultados de la encuesta de Latinobarómetro confirman directa o indirectamente lo que es evidente para cualquiera que conozca íntimamente estos países: en América Latina, el sentimiento de pertenencia a un «Occidente» o a una «cultura occidental», ciertamente vago y genérico, con una percepción bastante compleja, en parte pertinente y en parte ingenua y distorsionada, de las ventajas respectivas del «modelo» estadounidense y del «modelo» europeo, es muy mayoritario y es probable que aumente en lugar de disminuir. Esto no contradice el sentimiento de pertenencia simultánea a un «Sur global» asolado por la pobreza y la desigualdad, pero la consiguiente afirmación político-cultural de un tercermundismo «tricontinental» es de hecho muy marginal en la opinión pública regional, incluso entre las poblaciones de origen indígena (y la encuesta no lo pregunta, pero todo indica que el país asiático más popular en América Latina no es China, sino probablemente Corea del Sur).

La retórica y los estados de ánimo antiamericanos, un tanto pavlovianos, recogidos a granel por Le Monde no cambiarán nada, y si la invasión de Putin parece reavivarlos superficialmente a corto plazo, sólo puede reforzar la deriva hacia la irrelevancia de la retórica antiimperialista tradicional en la región a medio y largo plazo. El feroz despertar del imperialismo de la Gran Rusia también corre el riesgo de desestabilizar la posible reanudación -si Lula vuelve al poder- de proyectos contrahegemónicos «moderados», como el de musitar políticamente el poder de negociación y la influencia de los BRICS [5], por ejemplo, pues ¿qué pasará con la «R»? ¿Y qué pasará con la legitimidad del «C» mañana, o pasado mañana, en caso de una invasión sangrienta de Taiwán o un conflicto armado con la India? Es probable que todo esto sea bastante complicado [6].

¿No me creen? Acepto apuestas. Mark my words, y hablamos de neuvo dentro de cinco o diez años. (Artículo publicado en el Blog de Marc Saint-Upéry, 7-4-2022: https://blogs.mediapart.fr/saintupery/blog/070422/ukraine-et-gauche-latino-americaine-un-scenario-bien-plus-complexe-qu-il-n-y-paraithttp/)

* Marc Saint-Upéry, periodista, editor y traductor. Autor de El sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas sudamericanas, Paidós, Barcelona, 2008. (Redacción Correspondencia de Prensa)

Notas

[1] Obsérvese que esta misma doctrina explica tanto la firme condena de la invasión rusa como el rechazo -salvo en parte por Chile- a sumarse activamente a la lógica de las sanciones, instrumento sobre el que la diplomacia latinoamericana siempre ha tenido fuertes reservas. Para todas estas cuestiones, véase el imprescindible y muy esclarecedor artículo publicado por los analistas de la Fundación Carolina de Madrid: José Antonio Sanahuja, Pablo Stefanoni y Francisco J. Verdes-Montenegro, «América Latina frente al 24-F ucraniano: entre la tradición diplomática y las tensiones políticas», Documentos de Trabajo 62 / 2022 (2a época), https://www.fundacioncarolina.es/wp-content/uploads/2022/03/DT_FC_62.pdf.

[2] Sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil.

[3] Una pintoresca expresión política alemana para los actores políticos occidentales que «entienden» (Verstehen) a Putin y siempre están dispuestos a encontrar excusas para todas sus acciones.

[4] «¿Qué se piensa en América Latina sobre la Unión Europea?», Latinobarómetro/Friedrich Ebert Stiftung, diciembre de 2021. La encuesta se basa en una muestra representativa de la población de diez países latinoamericanos (con una cobertura media del 87%). En cada uno de estos países se realizaron 1.200 entrevistas en línea en español y portugués a adultos con estudios secundarios o superiores. Se aplicaron cuotas en función del sexo, la edad, el nivel educativo, la categoría social y la región. La encuesta se llevó a cabo mediante un método de muestreo estratificado y se sometió a un alto nivel de control de calidad.

[5] Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.

[6] Por supuesto, si Donald Trump -o un Trump al cuadrado, como el gobernador de Florida Ron de Santis- llega al poder en 2024, el poder blando regional de Washington se verá de nuevo significativamente erosionado. Sin embargo, no creo que esto altere significativamente ni las grandes tendencias del desarrollo regional ni las enormes incertidumbres del escenario geopolítico mundial, que seguirán desdibujando las supuestas lógicas del realineamiento.

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