10 años #ApuntesDeLaGuerra

Foto: Alejandro Meléndez

Por Marcela Turati

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 30 de enero de 2019.- Me dan escalofríos, siento indignación, tristeza, y me remueve los recuerdos esta racha de conmemoraciones por una década de masacres, asesinatos, desapariciones, que, de alguna manera, se hicieron parte de mi vida. 

En una situación normal un periodista de nota diaria después de un tiempo no vuelve a ver a sus entrevistados: sus casos se resuelven, sus vidas continúan, y una cambia de temas. Cuando se cubren desapariciones de personas, o se documenta lo que viven las víctimas de la violencia, nunca es así. El daño se va sumando y te toca asistir al día a día hasta que de pronto llegan las conmemoraciones, cada vez más dolorosas, por la ausencia de justicia y de respuestas.

La semana que pasó se cumplieron los 10 años de las desapariciones del ingeniero José Antonio Robledo Fernández, y del señor Antonio Verástegui y su hijo Antonio de Jesús, de quienes aún se desconoce el paradero. La madre y el padre de José Antonio, Lupita Fernández y el señor José Antonio organizaron una conferencia para hacer un recuento de todo lo imposible que han hecho por encontrar al hijo del que hablan desde que los conozco, el tiempo no fue suficiente para relatar los indicios de la trama de complicidades que lo desaparecieron -entre quienes están zetas, jueces, magistrados, el gobernador, directivos de la empresa ICA Fluor.

También Jorge Verástegui estuvo conmemorando el aniversario en el que le arrebataron a su hermano y a su sobrino. Jorge ya no es el adolescente que conocí en Coahuila; hoy es todo un abogado defensor que se dedica a luchar contra las desapariciones, por lo cual hace libros, propuestas de leyes, conferencias, arma proyectos, publica mensajes en redes sociales, acompaña y organiza manifestaciones… 

Pasó una década y seguimos sin saber cosas básicas como quiénes y cuántas y de dónde son las personas que faltan y a quiénes les faltan, sin tener un plan de búsqueda efectivo para encontrarlas, sin tener un plan para evitar que otras desaparezcan, sin tener respuestas. Como si todo y nada hubiera pasado estos años.

*

Los recuerdos se me alborotaron más a mediados de agosto, a partir de la primera efeméride que considero mía. Entonces tuiteé: «Hoy en Creel, Chihuahua, se conmemorarán los 10 años de la masacre de 12 jóvenes y un bebé; masacre que fue parteaguas nacional, prueba de lo que vendría en todo el país. Las familias nunca se recuperaron de la pérdida y de tanta impunidad. Hoy marcharán otra vez.»

Desde entonces las muertes no paran. Y cada año sumamos víctimas y efemérides sangrientas.

«Hoy, hace 10 años, con la masacre de #Creel como banderazo de salida, a muchos mexicanos se nos torció la vida. Vimos un desfile de masacres vs. población desarmada: 72 migrantes, Casino Royal, granadazo de Morelia, Cadereyta, Villas de Salvárcar, Allende, Piedras Negras…»

 Y a la lista le seguirá una interminable temporada de aniversarios de tragedias de gente que me era desconocida pero hoy conozco, que me han compartido sus historias, que me han dado sus testimonios. 

En 10 años muchas cosas han cambiado y nada también. La guerra sigue. En poco tiempo los perpetradores aprendieron algo: les convenía más desaparecer personas en vez de «sólo» matarlas. Comenzó la epidemia silenciada de desapariciones, una práctica -un delito contra la humanidad- que tomó dimensiones a escala masiva y generalizada. Tiempo después comenzaron los hallazgos de fosas. En promedio cada dos días en México se encuentra una. Es común ver noticias de exhumaciones; está normalizado.

Al ritmo del horror también aparecieron los milagros, como esos valientes colectivos de familiares que se enfrentan diario a la muerte, que nos enseñan lo que es el amor y la dignidad, que de entre las cenizas se convirtieron en luciérnagas y alumbran el oscuro camino. (Que a mí me enseñaron lo que es el amor y me humanizaron.)
Es tiempo de claroscuros, Temporada de Luciérnagas.

*

Esta ha sido también una década de enterrar colegas.

Por septiembre recibí la llamada de una querida colega que quería organizar algo para que no quedara en el olvido la memoria de «El Choco», Armando Rodríguez, el reportero de El Diario de Juárez que le tomaba el pulso a la muerte, que alertaba del aumento de los homicidios; hasta que lo asesinaron cuando llevaba a su hija de 8 años a la escuela.

El de «Choco» fue el primer asesinato de periodistas que me rozó de cerca porque yo cubría Ciudad Juárez, El Diario era mi casa, sus amigas mis amigas y a él lo conocía.

Ese asesinato trastocó la historia de la red de Periodistas de a Pie, y de ser reporteras organizadas para cubrir pobreza nos convertimos en reportera militando para protegernos entre colegas. Lo mismo pasó en Juárez, donde ellas, las amigas y compañeras de Choco, son guardianas de su memoria, no dejan de investigar su crimen y exigir justicia. 

No sería el único conocido al que han tocado, al que han silenciado, al que nos han arrebatado. Armando inauguró mi lista.

En noviembre tocó el turno de conmemorar al Choco. 

Y así, semana tras semana, se van sucediendo los aniversarios. Hace tiempo ya quedó inaugurada la conmemoración de la década de sucesos sinsentido. 

Comienzo a recibir invitaciones para cubrir otro aniversario de lo inexplicable, de lo que no debía haber ocurrido pero que no ha acabado, de esta historia interminable. «#ApuntesDeLaGuerra que sigue…», alguien sumó a uno de mis tuits. Y sí. La guerra sigue. Y no se ve para cuándo termine.

*

En estos 10 años varias colegas y yo hemos pasado de ser cronistas de guerra a tener etapas de despalabramiento y muchas preguntas. ¿Qué palabra se puede agregar que signifique? ¿Cómo se narra lo que se lleva años narrando? ¿Cómo hacer para mantener viva la indignación y la esperanza en cada una de las notas sobre esto que pasa, y para que cada víctima cuente como la primera? ¿Cómo se hace para que esto de lo que somos testigos y tenemos que dar testimonio no nos robe la alegría de vivir? 

A veces no hay respuestas, pero se aprenden cosas. Hemos armado comunidades fogata para el abrazo y para compartir esto que nos pasa aunque a veces no tenga nombre (una vez en un foro organizado para hablar sobre esta guerra comencé diciendo: «Estoy despalabrada»; nadie se quedó sin entender). 

Claro, también la vida misma a mi, a nosotras se nos ha atravesado. Nada es lo mismo, no somos las mismas, la vida se va abriendo paso como en cualquier persona: irrumpe, trae cambios, ilusiona y desilusiona.

Sin embargo, pase lo que te pase, tampoco hay punto de retorno: «Quien ha sido testigo de tanto horror, quien ha tocado algo de ese dolor, quien sacude entre las cenizas hasta dar con los sobrevivientes de esta violencia difícilmente vuelve a ser un alma en paz. La conciencia nunca deja de punzar. Ya no puedes borrar lo vivido.»

*

Un día, en el intento de crear un diccionario propio, escribí:

CORRESPONSAL DE GUERRA

Me convertí en cronista de guerra sin salir de mi tierra no tuve que viajar a Irak o a Siria, sólo caminar a la esquina de casa. Yo también vi cuerpos colgados de los puentes que a lo lejos parecían capullos enredados en una telaraña, pero cuando me acercaba tomaban figura de momias que se hacían reales hasta que no podía mirar más.

Removí tierra tóxica apestosa a muerte, tierra que también era sagrada, donde cuerpos fueron disueltos, donde padres buscan fragmentos, a veces del tamaño de una uña, de lo que hubiera quedado del hijo desaparecido.

Subí a la cima de un cerro y me topé seis fosas. Nunca más quise usar los zapatos con los que caminé esa pesadilla. Eran blancos con cordones.

Bajé por esa misma ladera consciente de que quienes la subieron amordazados no la bajaron con vida.

Encontré una mariposa amarilla aleteando vida.

Descubrí bolsas de plástico encimadas unas sobre otras, bolsas como de esas que se usan para la basura, aunque éstas empacaban personas. En un tráiler de los que transportan la fruta madura las llevaron a una morgue donde les quitaron la envoltura, las dejaron desnudas con su rictus de dolor, tatuado el último grito de angustia.

Escuché muchas veces el llanto de sus madres como banda sonora de ese drama que no era película.

Vi a cadenas de mujeres que, como ángeles, les devolvían su identidad, los sacaban de fosas comunes, les permitían regresar a casa.

Recobré la esperanza, la escondí para que no me la robaran.

Pasé una tarde con niños y niñas acostumbrados al escandaloso rojo sangre que dejan pintado en el pavimento los muertos rafagueados, cercados por las manchas dejadas por los vecinos que no volvieron a levantarse del piso.

Fui a terapias para huérfanos que dibujaban con crayolas el arma que mató a papá, el corazón roto de mamá. Hablé con padres huérfanos de hijos.

Entrevisté a niños que matan a otros niños.

Pisé pueblos arrasados, encontré puertas abiertas, cajones saqueados, animales sueltos bramando de tristeza y nadie para alimentarlos.

Acompañé a madres muertas en vida desde que les arrebataron a sus hijas; en el camino vi cómo por el dolor se iban desgranando y sembrando en el país moronas de dignidad. En cada callejón donde me perdí encontré almas dignas echando montón a la emergencia, haciendo fogatas con sus corazones para calentar a otros, aplicando torniquetes para detener la muerte lenta que causa la impunidad.

Enterré a colegas valientes alcanzados por los francotiradores que odian las verdades. Los lloré y les llevé flores y grité palabras de rabia y angustia.

Escuché siempre toneladas de mentiras que intentan ocultar el campo de guerra, que intoxican el oído, que dicen que nada de lo que he visto ha ocurrido.

Me busco entre las bajas colaterales de esta guerra pero no aparezco en ningún recuento. (MT)

*

Pero el tema no soy yo. No somos las o los periodistas y lo que nos pasa con esta cobertura que se prolonga. Cuando te das cuenta que has entrevistado cientos de veces a las mismas personas, que sus historias ya no te son desconocidas, ellas tampoco y llegaste a quererlas, y descubres que estás inaugurando un Manual de Anti-Periodismo porque las reglas que te enseñaron en la universidad no te sirven, te estorban para esta emergencia prolongada. 

Pero el tema no soy yo, no somos los periodistas, y esto no es un lamento porque cubrir el dolor es una elección diaria. Es además un trabajo. Es una voluntad. La voluntad de ser testigA, de dar testimonio, de testificar que esto que dicen que no pasa sí pasa. (Me viene a la mente la carta de denuncia a la Junta Militar argentina que escribió Rodolfo Walsh antes de ser desaparecido: «..sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles».)

Tanta repetición de injusticias, tanta indignación acumulada, la verdad que escasea, te empujan pronto a investigar en medio de la niebla por qué pasa esto, quién lo hace posible, cómo y dónde se activa esta máquina que chupa gente, la maquinaria de matar, de robarle sus vidas a otros, los mecanismos de la impunidad que permiten que esto se repita en serie como maquiladora de la muerte y el despojo. 

Pero el tema de este escrito no soy yo ni mi trabajo, sigue siendo este deja vú que se institucionaliza. La inauguración de la temporada de los aniversarios de. Los recordatorios de que se cumple una década de. 

Del día que «la vida se me paró».
Del «la vida nos cambió para siempre».
Del «no llegó a casa».
Del «éramos tan felices hasta».
Del «me verá fuerte por fuera pero por dentro estoy muerta».
Del «no hubo tiempo para la tristeza».

*

Cada aniversario, pues, se me alborota esta sensación del nunca más, se manifiesta de una manera más clara y palpable el daño ocasionado por una estrategia de guerra absurda y criminal, comienzan a aflorar los recuerdos de la pesadilla y también de sus anticuerpos: los corazones trenzados que hacen posible que, a pesar de todo, la vida se abra paso; los espacios donde las víctimas, les sobrevivientes, han abierto rendijas desde donde se alcanza a ver un futuro distinto, a pesar del dolor. Aunque el dolor nubla todo, impide ver claro. Pero estamos vivos. estamos vivas. Y seguimos aquí para intentar lo posible.

*


(Y no, no estoy deprimida, sólo reflexiva; 
no me duelo por mí sino me conduelo con; 
no es mi intención robar abrazos; 
sólo estoy pensando en voz alta.
Esta noche no puedo dejar de hacer estos #ApuntesDeLaGuerra, la guerra que continúa.)

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