En el bravo solar con Celso Piña
Foto: Isaac Esquivel / Cuartoscuro
Por Joaquín Hurtado
Notimex. Pinneberg, Alemania. 22 de agosto de 2019.- Im Licht des Nordens (En la luz del norte), se intitula una exposición que por estos días se presenta en el Kunsthalle de Hamburgo, ciudad donde me encuentro. La muestra pictórica de los maestros daneses pertenece a la colección permanente del museo Ordrupgaard de Copenhague. Ésta se anuncia puntualmente en todas las estaciones del tren de la ciudad alemana.
Los hermosos carteles presentan la imagen de una mujer vestida sobriamente con blusa negra, inclinada la cabeza, concentrada en una labor de costura. Cuadro minimalista, parco hasta la exasperación, iluminado oblicuamente. La mujer cose con hilo y aguja una prenda blanca, vaporosa, un halo de gasa, nubecita perdida apenas entre sus manos delicadas. La luz que llena la habitación es casi etérea, mágica, evanescente. La pintura Joven señorita cosiendo es producto del pincel del artista Vilhelm Hammershoi (1864-1916).
Al verla en las mamparas de las estaciones del tren me prometí acudir a ver la grandiosa exposición. Siempre que puedo viajar a Hamburgo trato de pagar una visita al museo Kunsthalle, jamás me deja insatisfecho.
En el año 2017 me perdí una exposición del británico William Turner, por una causa de fuerza mayor. Caí enfermo con fiebre debido a una fuerte infección de bronquios. Así de traicionero es mi cuerpo, así de endeble me tiene la condición de salud que padezco desde hace varios lustros.
La imagen del maestro danés Hammershoi coloca en primer plano a una mujer ataviada con negro luctuoso, en código de luto severo, dentro de una atmósfera interiorista casi opresiva, desolada.
La reproducción captó inmediatamente mi atención. No lo olvides, tienes que ver la muestra completa, me repetí antes de trepar en el vagón para moverme hacia los suburbios de Hamburgo. Esto sucedió al filo de las dos de la tarde, hora local. Mi espíritu se sentía contagiado por esa imagen que movía a la tristeza, al duelo, hacia el espectro de una pena inexplicable, profunda. Me embargaba una muy extraña melancolía, algo grande me agobiaba bajo el sol radiante del verano alemán.
Alcancé pesadamente mi destino. Cuando llegué a casa de mis amigos me sentí tan fatigado que me quedé sentado en el sillón de la sala con los músculos lánguidos, sin poder concentrarme en la plática. Mi cuerpo completo estaba noqueado, el cerebro casi inconsciente. Un rato después desperté de un sueño pesado. Me disculpé con mis amistades.
Después de apenas comer un bocado abrí mi cuenta de redes sociales. La primera noticia que vi venía de mi ciudad natal, Monterrey. Allá había fuertes rumores sobre el internamiento con carácter de urgente en el hospital San Vicente del músico Celso Piña. Luego el horrible rumor se convirtió en realidad. Había fallecido mi amigo Celso Piña.
Me asomé al patio, a la luz espléndida del atardecer nórdico, cuando el cielo boreal colorea con sus suaves delirios los objetos del día. Un ángel tímidamente se despedía de un día muy soleado, casi perfecto.
Recordé el título de la exposición anunciada en los andenes del tren: Im Licht des Nordens. Es que la luz de estas latitudes inunda los ojos con esplendor casi místico, sobrenatural. Unas nubes lejanas flotaban a la distancia, sin amenaza de tormenta.
Los matices, los reflejos, los tonos suaves cubrían los tejados, las aceras, la grama, los árboles del bosque cercano, los aviones que pasaban. Sentí que yo mismo flotaba en un cuadro lúgubre, en una pintura que solo un gran maestro puede recrear en una tela.
Celso Piña había muerto, Monterrey completo lo lloraba. Recordé que el vigoroso acordeonista había venido varias veces a Europa. Aquí tenía muchos amigos y seguidores. Aquí vino y entregó lo mejor de su arte. Aquí tocó ante el público londinense y parisino; puso a bailar a la raza de Hamburgo, Múnich, Berlín.
El músico surgido de los rincones más sórdidos, olvidados de Monterrey, se había convertido en icono del vallenato, propulsor de los ritmos caribeños en estos lejanos países. El poder electrizante de su fuelle lo trajeron a Europa como embajador cultural de nuestra música más chilera, el sonsonete de la guacharaca, la caja santa callejera.
Celso doblegó al acordeón venido desde antaño al noreste mexicano, precisamente desde los cielos y las hambrunas y las guerras, las ambiciones del Viejo Continente.
Celso había hecho posible la fusión del ritmo centroeuropeo con las percusiones africanas con toques instrumentales prehispánicos. Pienso en esa misteriosa confluencia de grupos y gustos llegados con Maximiliano de Habsburgo, que bajó al Trópico de Cáncer con los ejércitos desplegados desde el sureste norteamericano, fusileros y estandartes y desertores de la Guerra de Secesión yanqui.
Arribó a nuestros lares después con música negra, esclava; se enredó con tonos de piel y ojos claros venidos de Irlanda, Francia, Polonia, con checos, austriacos, holandeses, ingleses… Hasta que el acordeón empezó a hablar con acentos locales asentados en la estepa norestense.
Sigue siendo casi un enigma cómo del schotiz, la polka, el vals fue surgiendo esa amalgama que nos da identidad norteña, y se fue asimilando lentamente con los aires caribeños, tropicales, marinos y fue absorbida y reforzada en las capas sociales más despreciadas, marginadas, ninguneadas del industrializado Monterrey.
Celso Piña hizo música precisamente allí, pero no fue sencillo. Se le calificó de exótico, retrógrado, demodé. Pero con los paseos y vallenatos colombianos, a través de la radio se hizo músico de y para borrachines, malvivientes, viciosos, delincuentes, vagos, prietos, cholos, teporochos, albañiles, chavos banda, presidiarios, prostitutas. ¡Uy qué miedo!
Bájale al tocadiscos, esconde la casetera, no digas que oyes esa clase de lacra que van a pensar mal de nosotros quienes te oigan agitarte con los sonideros. Así nos decían nuestras madres, tíos, abuelos, maestros, la gente decente allá a mediados de los setenta y toda la década de los ochenta. Que nadie piense o sospeche que naciste perdedor en una sociedad burguesa, competitiva, clasista, racista, criticona, brutal y arrogante como la regia.
Pero yo no olvido que en aquellos ambientes contraculturales, subterráneos, refundidos y violentos, conocí en los años noventa a un Celso Piña, entonces muy de capa caída.
Me acerqué a él para pedirle se solidarizara, se uniera a nuestras campañas a favor de la prevención del sida que nos asediaba como enfermedad letal, nos nublaba el horizonte y cegaba el destino de los sectores más vulnerables. El cumbiambero aceptó de inmediato. Lanzó voces de alerta enfocadas a la prevención, dio su energía y tiempo y talento a favor de los enfermos sin dudar un solo momento. Hombre sencillo, parco, alegre, transparente. Tocó para pobres y millonarios, desposeídos y famosos, niños y viejos, mujeres y homosexuales.
Miércoles 21 de agosto, el héroe del Cerro de la Campana, el rebelde de la colonia Independencia, dejó el reverbero canicular regiocumbiador, y su voz me alcanzó en la radiación mansa, sosegada del norte europeo.
La sonrisa coqueta de Celso se envolvió en el paño etéreo de la muchacha que hilvana una tela en ese cuadro de Vilhelm Hammershoi que me sedujo en los andenes de los trenes de Hamburgo, y me derribó de un solo golpe y de puritita pena para llorarle ora con discreta nostalgia, ora con luz violenta desde algún solar regiomontano.
Celso Piña vive eternamente en sus discos, en nuestros recuerdos, en sus muchas presentaciones alrededor del globo. No te olvidaremos, jefe dulce del raudo acordeón, comandante supremo de las tribus urbanas de esa tierra de nadie llamada Monterrey.