«La Espiga Amotinada» llora a Jaime Augusto Shelley

Foto: INBAL

Por Óscar Wong

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 02 de octubre de 2020.- Con la desaparición de Jaime Augusto Shelley (Ciudad de México, septiembre 29 de 2020), el grupo de «La Espiga Amotinada», surgido en 1960 al amparo del poemario con este título, queda reducido únicamente a dos integrantes: Óscar Oliva (1938) y Jaime Labastida (1939). El primero en abandonar el plano terrestre fue Eraclio Zepeda (1937-2015 ) y, posteriormente, Juan Bañuelos (1932-2017).

Tres chiapanecos, originarios de Tuxtla Gutiérrez -Bañuelos, Zepeda y Oliva-, un sinaloense -Labastida- y un capitalino -Shelley- conformaron ese grupo literario cuyo impacto, desde su irrupción en el ámbito de la literatura mexicana, se consolidaron como artistas representativos de toda una época; una quinteta que logró un elogio justo y cálido de Vicente Aleixandre, quien señaló: “una nueva generación se ha hecho presente, con personalidad propia en la lírica de ese país (obviamente se refería a México. OW). Y pocos testimonios tan abultados y eficientes como «La espiga amotinada» y sus distintos poetas. Cada uno diferente” (Cf. la solapa de «Ocupación de la palabra/Nuevos poemas de La espiga amotinada», 1965).

Surgida de una fuente común –la ira sorda, la exaltación y, ¿por qué no decirlo?, la retórica–, “La espiga amotinada” constituyó un nuevo intento por subvertir los manoseados cánones literarios y el estatismo “dentro de la tradición poética mexicana de gran rigor”, como refirió en su momento Miguel Donoso Pareja (Cf. “Once poetas, seis países: ¿poesía concreta o poesía en proceso?”, prólogo a la antología de Roberto Bolaño, «Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego», Edit. Extemporáneos, 1979).

El planteamiento que hace el crítico ecuatoriano sobre las tendencias de la poesía hispanohablante, sobre todo en lo que respecta a la mexicana, me parece completo y objetivo. Serio y documentado, además. Una actitud controvertible; una praxis que, de facto, parte de la generación de “Taller”, determinó su programa de acción enarbolado desde aparición del libro colectivo que marcara, desde ese momento, toda una corriente lírica de importancia para la literatura mexicana: «La espiga amotinada» (FCE, “Letras Mexicanas”, Nº. 62, Méx., 1960.). Sesenta años han transcurrido desde su aparición. Y su impacto e importancia aún continúan.

Erotismo y revolución, angustia y poesía metamorfoseados en el Yo colectivo sus virtudes primordiales: manotazos de feroz alegría, espejos humeantes, estados de sitio e himnos impacientes, trascenderían el realismo socialista de la época y los vocablos “antipoéticos” del Gran Cocodrilo Efraín Huerta.

En los cinco poetas –Juan Bañuelos (1932), Oscar Oliva (1938), Eraclio Zepeda (1937), Jaime Augusto Shelley (1937) y Jaime Labastida (1939), el ejercicio poético fue inherente al cambio de la sociedad; en este sentido, el grupo se solidarizó con la actitud de “Taller”, (V. E. Anderson Imbert, «Historia de la literatura hispanoamericana. Epoca contemporánea», t. II, 1966, 5ª. edic.). Como característica esencial, señala “el deseo de revolucionar al hombre y ala sociedad”, aunque con mayor solidez y osadía. Una vuelta hacia atrás, una posición inspirada en la generación inmediata anterior; “este regreso –señala Octavio Paz– fue, además y sobre todo, un retorno al verdadero origen del movimiento poético moderno. Doble tradición: una va del surrealistmo, por la vía de Rimbaud, hasta los románticos alemanes y Blake; la otra va de Marx, por el puente de Fourier, hasta Rousseau y su complemento contradictorio: Sade”. (V. el prólogo de «Poesía en movimiento», Siglo XXI Edit., 1970, 3ª edic)

Sobre estos poetas, Paz destaca un poco antes del juicio citado, lo siguiente: “los cinco han declarado que para ellos el ejercicio de la poesía es inseparable del cambio de la sociedad. Esta pretensión, en la segunda mitad del siglo XX, puede hacer sonreír. Por mi parte creo que, inclusive si se estrellan contra el famoso muro de la historia, pensar y obrar así es un punto de honra para cualquier poeta y más si es joven.) Esa doble tradición, confluye en la producción lírica de estos poetas mexicanos. Desde esta trinchera, cada uno de los poetas “amotinados” preconiza la rebeldía, las esperanzas de una generación atormentada por la impotencia, la cólera, la frustración de no llegar hasta las consecuencias últimas, pese al enorme aparato demagógico, de la exaltación de que hacen uso: la poesía al servicio de la acción, del cambio brusco, a saltos.

En Jaime Augusto Shelley la música constituye un tema recurrente (V. por ejemplo el poema “Edgar Blake” en «Hierro nocturno», 1965); en ocasiones emplea la 3a. persona del singular para expresar –objetivamente– su Weltanschauung cercada por las circunstancias sociales, por esas mínimas claves secretas de que están hechas las relaciones de los hombres:

“Nacerás hoy con buena estrella

Mirarás y serás reconocido

Tomarán tus palabras como justas

Crecerás en boca de los años

Procrearás bestias desbordantes como espejos

Reirás del cura que visita a su sobrina cada jueves

Irás a misa los domingos…”

El ritmo que imprime a cada poema es ágil; prácticamente se asemeja a una larga espiral, alargándose, yéndose a la vida en cada elongación helicoidal:

“Esa boca

ese arco compás madera fruto

ese muelle de la voz que va atracando

sobre peces temblorosos

y saliva

Y saltos de la luz hacia helechos blancos

que dos naves de lujuria redondean

con el último silencio que se hunde en la espesura

donde aún duermen las gaviotas”.

Shelley crepita en un incendio de imágenes cotidianas, bien estructuradas; la pasión, cósmica, de las cosas se devuelve en el génesis del hombre, del individuo:

“Señor al fin del elemento

yo vengo de esa brasa de líquenes pensantes

de sombra a hormiga a hombre

el hijo nuevamente padre

prometeo entre los hielos

cavado a uñazos los cuévanos de su oscura madre”.

Shelley es un poeta en movimiento: su voz emerge, vuela, repta, nada entre imágenes y metáforas, entre la savia dormida de los árboles y la marejada intranquila de la luz marítima. Voz lujuriosa, llena de bosques y semillas, “acres zumos” y “tañer de campanas”; incluso se desparrama, selvática, hasta hacerse urbana y citadina. Cuando habla a la amada, cuando la conjura, logra activar las fibras sensibles del verano interno que cada uno lleva; por otra parte, la mujer constituye una referencia, una connotación más, ausente, que deviene en condición sencilla:

“Amo tus faldas y tus peines

y esos lápices rotos en ausencia

Cuando te busco

te busco entre mis brazos

bailando blues que riñen nuestras piernas

y en fiestas donde tú te escondes en otros brazos

que no son de mi violencia”.

En «Hierro nocturno», se entrelazan las técnicas utilizadas por la tradición, como son el uso de versículos largos combinados con metros de arte menor; expresión de la retórica, de la visión candente y cósmica que se entrevera con los hechos mínimos del hombre; por cierto que aquí no persiste la cólera vital de Oliva, ni la rabia inquebrantable, íntima, de Bañuelos; tampoco se encuentra la figura ancestral de la mujer como en Labastida, ni la crónica marítima de Zepeda; en Jaime Augusto Shelley la naturaleza se desborda, así, sin más. Consciente de su palabra, de su soledad, aspira a la superación de ese “puñal su silenciado pensamiento”; es decir, en su poemario denominado «Himno a la impaciencia» (Siglo XXI Edit.,1971) Shelley demuestra la madurez de sus elementos literarios.

«Himno a la impaciencia» es, desde mi óptica personal, su mejor libro publicado, el más personal y unitario –en técnica y contenido–, totalmente ubicado en su expresión lírica; consta de cinco partes: “Registros”, “Persuasión”, “Los cotidianos”, “Girasol de urgencias” y “Horas ciegas”. En la primera, el poeta establece un diálogo con él mismo; observa los sucesos diarios, en versos contrastes, aunque bien estructurados; una historia a gritos y patadas narrada, no obstante, con tranquilidad:

“Historia a gritos y patadas,

hierba de olor que antepone el yo

siempre al principio:

halagada por su gracia de su no ser ya más

y estar allí,

idiota que aguarda la premura de la soga:

Un año de papeles y semillas rotas”.

En la 2a. parte del poemario, el tono es fluido, más acorde y actual; la sencillez de su expresión contrasta con sus libros anteriores; menos violento, asume su condición de cronista, de verificador del mundo:

“¿Han notado, amigos, cómo la gente

se para en medio de las calles, y escupe

y sangra a lo largo de las calles?”.

“Los cotidianos”, título de la 3a. parte, consiste en la reiteración de la subjetividad del autor; para ello utiliza la prosa y el verso (“Crónica de San Cristóbal”) es un ejemplo de ello, semejante en su tónica al poema denominado “Carta a Oscar Oliva”, incluido en la segunda parte, también inventa espacios, sucesos, circunstancias. En la penúltima parte de este «Himno a la impaciencia», el dolor se vuelve cama de hospital; vuelve el asombro por la vida a inflamar su poesía, volcada en una frase contundente, seca y reveladora: «Para sonreír”.

Finalmente en “Horas ciegas”, quinta y última parte del libro, reclama su libertad (de hablar o de callar); es decir, la libertad para expresar el sentimiento íntimo–objetivo. La cólera por las circunstancias se vuelve tema central:

“Tengo la paz como una daga

elevada en el estertor y el grito.

¡Y cómo me arrodilla el silencio!

Yo quiero asirme del músculo y del hueso,

patear los diarios que me hablan

de los muertos del Vietcong”.

En el poema que proporciona el título al libro –“Himno a la impaciencia” –, Shelley se desparrama movido por la transitoriedad de la existencia. Un canto en diecisiete partes –sin contar el epígrafe y el epílogo– donde la retórica se vuelve sencillez, donde el amor deviene en humildad y el autor escupe a la soberbia, a la cotidianidad del odio dentro del mundo. Shelley sabe, conoce la función del poeta y los peligros que ésta significa ante el sistema imperante:

“Señora, acudo al papel

y a la tinta,

en tiempos en los que hablar

es manchar de saliva

el orden confuso de las cosas”.

Ante esta perspectiva, el autor se retrata –no retracta, aclaro– a sí mismo, asombrado, lleno de señales inquietantes:

“Lo que me vino, con llanto y hálito de muerte,

fue el asombro

detrás de las palabras”.

Por supuesto que Shelley no habla del odio, sino de las circunstancias, los sucesos; aprovecha para narrar el qué y el por qué de lo acontecido. El amor es un pretexto para llegar a lo social; empero:

“Un diente de odio nos separa:

un machete, una piedra,

un cadáver inmenso que fulgura”.

En «Himno a la impaciencia», concentra su ardoroso impulso poético para detectar, destacar mejor dicho, su yo colectivo, su íntima sensación de estar en el mundo, como testigo de las circunstancias inmediatas.

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