Noche de brujas, octubre 31

ilustración: Javier Córdova

Por Óscar Wong

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 31 de octubre de 2020.- En la noche del 31 de octubre al primero de noviembre, se realizaba el Samhain, final de la cosecha. De hecho esta festividad celta representa el Año Nuevo y daba paso a la estación oscura.

Los seguidores de los druidas creían que el plano material y el mundo espiritual se interrelacionaban esa noche, por eso colocaban fogatas y comida como ofrenda a la Diosa de la Oscuridad. Algunos se ponían pieles de animales y se pintaban para que no los reconocieran. Con el tiempo, y debido a los migrantes irlandeses en USA, esto derivó en el llamado Halloween, por eso en la actualidad los niños van disfrazados de casa en casa solicitando golosinas.

Algunos grupos de cristianos sostienen que esta festividad es demoníaca; sin embargo, en México, desde el kínder las maestras les inculcan a los niños -y padres de familia- que los pequeños salgan disfrazados de monstruos y diversos personajes de filmes de horror. La costumbre del Halloween se impone y, en algunas comunidades, prevalece frente a las ofrendas del Día de Muertos.

Persiste la presencia de la ancestral Diosa Madre en sus diferentes advocaciones y, por supuesto, sus sacerdotisas. Acaso porque desde siempre el signo y la supremacía es la Mujer: como ninfa, aura de ternura; como madre, el cáliz que genera vida y la resguarda; como sanadora, la anciana sabia.

La sabiduría de La Mujer es intuitiva, connatural. Y porque la Poesía habla a la imaginación, los poetas se han ocupado de la Musa, el eterno principio femenino que es representado por la Mujer, en todas sus manifestaciones lunares: la Luna en cuarto creciente, simbolizada por la niña, la doncella; la Luna llena o Nueva de primavera (la mujer fértil, hecha y derecha) y la Luna en cuarto menguante, cuya representación es la anciana, la mujer enferma y la muerte.

De Héva o Chavah, de Aggarath a Mochlat y Aisa, las dos reinas de las astregas –Lilith y Nehema– se concilian en Ella. Las esferas celestes son sus místicos dominios, el ámbito infernal representa el escenario ideal para sus rituales y el territorio terregno conforma el linaje cotidiano para sus encantamientos. ¿Quién desea, entonces, soportar un gramo de sus tinieblas?

Si la Bleaudewed “despedaza” hombres, la yegua y la cerda hacen realidad sus hechizos y conjuros. La Nightmare asedia. El graznido de Hécate viene y apacigua a las brujas de Tesalia.

Encantadora, maga o hechicera, la Mujer se eleva transformada en sirena o lamia, acaso valkiria que revela su antigua iniciación, porque el Amor instaura el Orden y la Belleza, manifestado en la explosión sexual.

De manera que su mirada roba el alma, seduce, provoca la muerte, arroja al abismo a los que caen perturbados por sus encantos. Y la Mujer, la Poetisa, lo sabe porque desde el Paleolítico la Diosa Madre era el Universo mismo, mientras que en el cristianismo el Dios misógino se aparta del mundo, es independiente a él.

La palabra se impone en todo su espesor, prevalece con todas sus asociaciones y despoja a las cosas, al mundo, de su silencio. La palabra también es mutismo, soledad sonora, como diría el santo poeta. Por eso se invoca al Universo a través de esta función resonante, significativa. Ella traza ahora la oración a Hécate y yo la percibo a plenitud:

“Infernal, terrenal y celestial,

Diosa de las encrucijadas,

Reina de la noche, enemiga del sol,

Amiga y compañera de las tinieblas;

Tú a quien complace ver fluir la sangre;

Tú que vagas entre las tumbas

en las horas de la oscuridad

sedienta de sangre y terror de los mortales;

Gorgo, Mormo, luna de cien formas cambiantes…”

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