Pacífica rebeldía: Avándaro, 49 años después

Foto: Especial

Por Jesús Yáñez Orozco

+Efímero grito libertario, 11 y 12 de septiembre de 1971

+Festival de Rock y Ruedas, inolvidable Woodstock mexicano

+Quiméricas 72 horas de amor y paz, sin clases sociales

+“¡Queremos el poder!” grito de 250 mil jóvenes

+La prensa satanizó el concierto musical 

Presidencia de la República. Ciudad de México, 14 de septiembre de 2020.-Simbolizó ácido en la podrida argamasa del presidencialismo. Por eso al día siguiente del Festival de Rock y Ruedas Avándaro, 11 y 12 de septiembre de 1971, pueblo mágico –verde irremediable, árboles impertérritos de abundantes penachos–,  enclavado en Valle de Bravo, Estado de México, la prensa lanzó una feroz crítica, bañada de miedo.

La sombra del socialismo se cernía amenazante en el país. Sobre todo después de la consolidación de la Revolución Cubana –que había triunfado en 1959, encabezada por pestilentes barbones con ideología socialista. Temor, fundado e infundado, de que el México, eterno patio trasero de Estados Unidos, se convirtiera en otro satélite de la URSS.

La industria mediática –prensa, radio y televisión– salió en rabiosa defensa de los valores morales enarbolados desde los tenebrosos sótanos del PRI. Había que atizar el descontento nacional, desde el incombustible carbón del odio, contra los 250 mil asistentes –hay quienes aseguran que fueron muchos más–.  Y que, infaustamente, de paso, se convertiría en principio del fin del rock urbano.

Esos dos días, para algunos fueron tres –pues hubo una obra de teatro el 10–, el espíritu solidario, a flor de piel, rompió con las diferencias sociales, como un frágil cristal sobre las rocas. Éramos uno: pobres, clasemedieros y ricos. Si la masa aplasta, mata, acá daba vida. Similar a las manifestaciones previas a la noche de Tlatelolco.

Mezclilla como símbolo de irredenta identidad de una generación contestataria. Resultaba  impensable que viviéramos inolvidables  48 horas de pacífica rebeldía, bajo la coraza de tres palabras que hacían temblar al presidencialismo, que caracterizaban a la juventud: 

Amor y paz.

Y había que censurarnos hasta la ignominia. Porque la libertad es privilegio del poder.

Tras las matanzas de Tlateloco, 1968, y El Halconazo, 1971, era pecado ser joven en México. Nos llamaba, también, rebeldes sin causa.

Sin embargo, después del llamado Woodstock mexicano el país no volvería a ser igual. Sólo los presentes sabían que fue un impensable masivo acto que navegó en una mar de apasionada calma. Historia casi inenarrable.

El reporte del médico encargado de la carpa, habilitada como hospital durante el Festival de Avándaro, se conoció después, fue:

“Un caso de apendicitis, 20 intoxicados con pastillas, 50 con marihuana, cinco con congestión alcohólica, cinco con gastroenteritis y algunos descalabrados, con fractura de tobillo y quemados leves”.

La Secretaría de Gobernación, que ejercía un feroz control, sobre la prensa, con un leve giro de tuerca, tergiversó el hecho e influyó en la opinión pública.

Incluso, durante casi dos décadas, después de Avándaro, fueron cerrados los lugares donde más se tocaba rock –hoyos fonky, se llamaban– en la ciudad de México. También en Tijuana, Guadalajara y Monterrey. Una forma de silente represión, sin violencia.

Hace 49 años, no olvido, el Festival de Rock y Ruedas fue efímero acto libertario de una juventud herida por el PRI-Gobierno, encabezado por el presidente Luis Echeverría Álvarez. Célebre su mano de hierro enguantada en seda pura.

En sus crónicas, los medios de comunicación habrían de satanizar concierto. Y en sus primeras planas y espacios informativos se aseguraba que había sido una “orgía de drogas, sexo y rock and roll”.

Nada más alejado de la realidad.

Versiones periodísticas, en su delirante afán amarillista, describieron que la pesada neblina matinal, gris panza de burro, era humo de cigarrillos de mariguana que consumían los asistentes. Había fotos en los diarios que inducían a creer la versión.

La mayoría coincidía en sus titulares: 

“Música, sexo, drogas y alcohol”.

La revista Alerta, encabezaba:

FRENESI DE AVANDARO

Llamó la atención la portada de otra revista, Alarma, en su número 439, que costaba un peso 20 centavos, también de tinte sensacionalista:

EL INFIERNO DE AVANDARO

Y en letras negras más pequeñas, agregaba:

ASQUEROSA ORGÍA HIPPIE

Y un balazo, como se dice en el argot periodístico en fondo rojo y letras blancas:

NADIE PREVINO DE LO QUE AHORA TODOS SE ASUSTAN 

Y en tipografía más pequeña, siempre en mayúsculas, acusaba con el dedo flamígero de la moral oficialista:

ENCUERAMIENTO,

MARIAGUANIZA,

DEGENERE SEXUAL,

MUGRE, PELOS,

SANGRE, MUERTE

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El festival, también supimos después, dejó de transmitirse por radio cuando uno de los músicos lanzó una mentada por el micrófono. Censura desde las ondas hertzianas. Aquello de: “chingue a su madre el que no cante”, cuando entonábamos la arenga:

“¡Queremos el poder!”

Era impensable que el PRI-Gobierno permitiera que una leperada lastimara los virginales oídos de los mexicanos, históricamente considerados menores de edad.


“Apátridas”, hubo quienes nos llamaron.

También nos apropiamos de la bandera nacional, con el espíritu de Avándaro.  Era de metro y medio de largo por un metro de ancho –el águila sobre un nopal devorando a una serpiente, sustituida por el símbolo de amor y paz o una hoja de mariguana–. Ondeaba, enhiesta, al suave arrullo del viento.

Reflejaba la corrosiva crítica al presidencialismo cavernario, de lo que años más tarde se conocería como la Dictadura Perfecta.
Acto contestatario, rebeldía contenida. Atemperado por el rock pesado.


Sin querer, durante casi 72 horas, hicimos realidad una fugaz quimera socialista –sin el tenebroso Partido Comunista o PC–: no hubo clases sociales. Nadie era proletario ni burgués; ni pobre ni rico. Piel como límite de nuestra libertad.

Y la mezclilla –pantalones acampanados, chalecos y camisas–, símbolo de pertenencia, orgullo, identidad.  Hacíamos lo que nuestra conciencia dictaba: éramos libres. Nada nos atenazaba. Ni grilletes sociales ni familiares.

Era yo imberbe mozuelo, 17 años de edad, primera generación del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM, me encandilaba el materialismo histórico y libro El Capital de Carlos Marx. Aquellos dos días inolvidables, quedaron tatuados en la memoria con la tinta indeleble del tiempo.

“Quemé las patas al chamuco” —como se conoce a la fecha a quienes consumen mota–, bajo el signo de “peace and love” –, hecho con los dedos medio e índice. También representa “V” de la victoria.

Fuimos alrededor de 250 mil jóvenes –cuando se tenían considerados 10 mil– concentrados en aquel paradisíaco lugar: Valle de Bravo, Estado de México –casi cinco horas de carretera desde el Distrito Federal– gobernado por el profesor Carlos Hank González, célebre –entre otras cosas– por su frase aquella:

“Un político pobre, es un pobre político”.

Los Preparativos

Antes del vía crucis que representó el viaje del Distrito Federal a Avándaro, acudimos al Campo Militar Número Uno, en los límites con el Estado de México, como solíamos hacerlo regularmente. Ahí soldados rasos, vestidos de verde olivo, vendían los carrujos de grifa, envueltos en papel periódico –Esto, Ovaciones, La Prensa, Excélsior, El Universal– a 10 y 20 pesos, según el tamaño.

Siempre, la compra-venta, se realizaba a través de una malla ciclónica. Expendían la mota, sin rubor alguno, los “sardos” o “sardinas”, llamados así de manera despectiva.

Habíamos adquirido los boletos en una sucursal de la desaparecida automotriz Chrysler Automex, ubicada en Ejército Nacional, en Polanco, cerca de mi inconmensurable mi barrio, colonia Pensil. Tenían el patrocinio de Coca Cola, Pepsi-Cola, Fanta y la cervecería Corona.

Íbamos, inconscientemente, con la rabia contenida. Ansiábamos una catarsis, individual y colectiva, que duró tres días, en realidad. Comenzó el viernes, alrededor de mediodía, y finalizó la mañana del domingo siguiente, el 13.

Esa experiencia se convirtió en perenne huella en el corazón y pensamiento de la llamada “generación Avándaro”.
Y se convirtió en un pellizco en la entraña de la sociedad conservadora, adocenada desde el poder, bajo el opio verbal de la televisión.

También aprendimos que la libertad de expresión se sofocaba con armas que vomitan muerte; tortura, desapariciones. Como a la fecha. Violentar a los jóvenes, desde 1968, es la principal característica desde los llamados poderes fácticos.

Atrás habían quedado los festivales de Monterey y el memorable Woodstock, en Estados Unidos. Que, curioso, con el de Avándaro, fueron los únicos celebrados en espacios abiertos en el Continente Americano.

Otra coincidencia: duraron casi el mismo tiempo: tres días. Hay una teoría de la conspiración: que fuimos conejillos de indias para ver cómo actuaba la masa drogada.

No hubo más.

Demonios futboleros

La idea de llevar el Festival fuera de la ciudad de México era por el temor que tenía el PRI-Gobierno que los jóvenes, embrutecidos por las drogas y el alcohol, osaran tomar Palacio Nacional.

Versión futbolera que suena descabellada. Pero tiene sentido. Más si tomamos en cuenta que había un antecedente digno de crédito. Durante el Mundial 1970, la Selección Mexicana, como país anfitrión, tenía de sede el Estadio Azteca, para 120 mil aficionados.

Era parte de los demonios sueltos del poder.

En un aparente sinsentido, el comité organizador del torneo, encabezado por Guillermo Cañedo de la Bárcena, brazo derecho de la dinastía Azcárraga –ex presidente del América en la década de 1960, titular de la Femexfut durante esa década, y vicepresidente de FIFA casi 20 años– anunció que el juego contra Italia, por el pase a cuartos de finales, se iría al estadio de la “Bombonera” de Toluca, con un aforo para 30 mil hinchas.

El argumento extraoficial confirmaba ese miedo: que, enardecidos por la posible derrota, los asistentes al Azteca, asaltaran la sede donde despachaba el Presidente de la República.

Sucedió lo impensable: el portero Ignacio Calderón recibió 4 coles, ante la Scuadra Azzurra, y sus compañeros anotaron sólo uno.

El sentimiento popular era que si el encuentro se hubiera disputado en el Coloso de Santa Úrsula, era amplia la posibilidad de victoria y soñar el título mundialista.

VÍA CRUCIS

Antes del vía crucis que representó el viaje del Distrito Federal a Avándaro, acudimos al tenebroso Campo Militar Número Uno –donde fueron desaparecidos muchos estudiantes tras la represión del 2 de octubre de 1968–, en los límites con el Estado de México. Así solíamos hacerlo regularmente.

Ahí soldados rasos, vestidos de verde olivo, vendían los carrujos de grifa, envueltos en papel periódico –Esto, Ovaciones, La Prensa, Excélsior, El Universal– a 10 y 20 pesos, según el tamaño: 10 y 20 centímetros de largo.

Siempre, la compra-venta, se realizaba a través de una malla ciclónica. Expendían la mota, sin rubor alguno, los “sardos” o “sardinas”, llamados así de manera despectiva.

Habíamos adquirido los boletos –costaban 25 pesos– en una sucursal de la desaparecida automotriz Chrysler Automex, ubicada en Ejército Nacional, en Polanco, cerca de mi emtreñable mi barrio, colonia Pensil. Tenían el patrocinio de Coca Cola, Pepsi-Cola, Fanta y la cervecería Corona.

Los preparativos para la roquera aventura comenzaron desde el jueves por la tarde. La idea era llegar la mañana del viernes, para alcanzar buen lugar.

Calcé mis botas de marchar –pues había adelantado mi Servicio Militar, que se realizaba a los 18 años—me enfundé el pantalón de mezclilla –-“almidonado” con Coca Cola–, playera negra y el símbolo de amor y paz en el pecho, y chamarra verde olivo, adquirida en cuatro dólares – 12.50 al cambio de entonces– en los saldos en Brownsville, Texas, frontera con México, con la leyenda “US. ARMY” a la altura del corazón.

Imaginaba que había pertenecido a algún combatiente en Vietnam. Muerto a manos del Vietcong socialista.

Esa prenda era otro indicador de que, quien la portaba, consumía mariguana. Como quien usaba mezclilla. Y eso daba status entre los jóvenes.  Era lenguaje no hablado. Ropa como muda palabra.

Anochecía. Coincidimos una decena de amigos del barrio en la estación de los camiones México-Toluca, a la altura de la calle de Sullivan. En nuestras mochilas, en bolsas de plástico, llevábamos dotaciones de arroz y latas de atún para los dos días del concierto. Consumimos todo un suspiro. Siempre quedábamos con hambre. Aunque nuestro principal alimento era la música.

Abordamos el camión, pintado de azul marino y cris, con la idea de trasbordar en la central camionera de Toluca y viajar, directo, a Valle de Bravo. De ahí, a pie, a Avándaro. Varios nos sentamos en la última hilera, junto a un grupo de monjas, con ropas talares, y escapulario acorazándoles pecho y espalda contra cualquier pensamiento pecaminoso.

Todo era jolgorio y cantos ante la mirada reprobatoria de las religiosas. Viajábamos a la altura de La Marquesa cuando al Pocholo, se le ocurrió sacar la hierba vaciladora, oro molido verde, de su mochila, envuelta en papel periódico.

Comenzó el rito de la “espulgada” –-quitarle varitas y coquitos, que impiden su consumo. Alió el churro de unos 10 centímetros con la droga, en moreno papel de estraza en lugar de la tradicional sábana para tabaco.

De alguna manera nos las arreglamos, entre los asientos, para hacer una especie de círculo y comenzamos a consumirla, con el clásico “tanque lleno y rol” –darle tres inhaladas profundas, aguantando el humo lo más posible–, hasta sentir que los pulmones reventaban, o nos entraba un acceso de tos, y pasarlo de inmediato al compañero.

El inconfundible olor a petate quemado, producto del humo, invadió el interior del camión, pese a que abrimos las ventanas traseras, que hizo que las monjas pegaran el grito en el cielo.

La mayoría jóvenes, salvo una a quien decían “madre”, nerviosas, comenzaron sus plegarias con el rosario con cuentas de madera entre sus manos. Parecían estar ante el mismo demonio: bajando vírgenes y santos celestiales, para exorcizarnos, aunque sus plegarias arrullaron nuestra pachequez.

“Amén”, se escuchaba de sus labios como en un susurro apagado por el humo de la mariguana, para exorcizar le tentación demoniaca de un hornazo.

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Hora y media después, todavía con los efectos del cannabis, llegamos a la central de autobuses en Toluca, que se encontraba desierta, fantasmagórica.  Era como las 10 de la noche.

Lentas, como caracol, pasaban las horas.

El gobierno había incumplido su promesa de habilitar camiones para el traslado a Avándaro. Algunos tendieron sus bolsas para dormir sobre el piso. Aunque, atenazados por la ansiedad de llegar al festival, nadie logró conciliar el sueño.

A eso de la una de la mañana alguien alertó que un vetusto, fantasmal, camión de pasajeros ingresaba, despacio, a los andenes. Todos corrimos y lo tomamos por asalto por donde pudimos, puertas y ventanillas.

Hubo quienes, desafiando el frío, viajaron en la parte alta, en el portabultos. Éramos más de 70.

Urgía llegar.

No importaba cómo.

Íbamos con la ilusión de ver y escuchar a una veintena de grupos de rock, los más importantes del país. Aunque fueron doce.

En el interior parecíamos sardinas enlatadas. Rostros bañados de juvenil ilusión. Afuera olía a eucalipto y tierra mojada por la intermitente lluvia. Arreciaba el frío.

Para soportar las tres tediosas horas de trayecto había quienes intercambiaban tequila, chelas, o ron, por mariguana y viceversa. Era una pequeña muestra de solidaridad y hermandad.

En las inclinadas pendientes serranas, por la sobrecarga, el viejo camión tosía como viejo asmático. A veces iba a vuelta de rueda. Temía que nos dejara a la deriva, en medio de la noche. Nunca se dio por vencido. Heroico monstruo acerado.  

A mitad del camino, intempestivamente, el chofer se detuvo.

Se había desplomado uno de los muchachos que viajaba en el portabultos. Se congeló por el inclemente frío y cayó, cuando el vehículo tomaba, lenta, una curva a 10 kilómetros por hora. Su peso fue amortiguado por le espesa y crecida hierba.

Alguien pidió alcohol para curar las heridas en su cara.

“¡Traigo Resistol del cinco mil para que lo peguen”, ironizo una voz perdida, a grito pelón, inhaladora de cemento, que desató la risa generalizada.

La encuerada

Una vez en Valle de Bravo, caminamos los 10 kilómetros rumbo al campo de golf de Avándaro en cuyas cercanías se celebraría el festival. En el camino nos topamos con puestos con aguas d frutas y refresco. Había otros con antojitos; garnachas, tacos, tamales, tortas.


Al fin llegamos frente al proscenio. Comenzaba a clarear. El sol se miraba como una enorme pelota rojiza entre las verdes montañas, y, en la pachequez, daban ganas de bajarlo y jugar cascarita con él. Parecía esférico de fuego.

El alcalde de Valle de Bravo, Juan Montes de Oca Loza, había acordado, con los organizadores, que no se venderían licores. La cerveza sería expendida solamente acompañada con comida y se instalarían retretes movibles. Resultaron insuficientes.

Aunque la gran mayoría iban prevenidos con bebidas alcohólicas.
Era el ansiado viernes. Nos preparábamos para el festín roquero. Se habían anunciado una veintena de grupos. Cada uno tocaría cuatro rolas. 80 canciones en total. Aunque, insisto, finalmente, fueron 12.

Acampamos a unos 100 metros del templete. La nuestra era la `casa de campaña´ más grande de todas. Habíamos improvisado, para ese efecto, un paracaídas del Ejército Mexicano. Cupimos más de 40 personas en su interior.

Incluso, en el número alusivo al festival, de la emblemática revista México Canta, apareció esa foto en la portada, borrosa por la neblina.

Sólo se distingue nuestro amigo Luis Dávila Campos, ya fallecido. Hombrón de  1.95 de estatura. Fue apuñalado en una pulquería del barrio. Moriría 15 días después en la Cruz Roja de Polanco. Cuando fungió como ayudante en una carnicería era capaz de cargar media res. Unos 250 kilos.   

No sirvió de mucho. Porque el nylon del que estaba hecho filtraba una tenue lloviznita, producto del aguacero. A las 8 de la noche comenzó el festival.


Hubo tres momentos, los más álgidos del concierto.

Cuando el grupo Peace and Love, el más popular entre los estudiantes de la ciudad de México, cantaba “we get the power” –“queremos el poder”—y todos los presentes coreaban.

Enchinaba la piel.

Uno de los miembros del grupo arengaba por el micrófono, con voz aguardentosa:

“¡Chingue a su madre el que no cante!”

Y arreciaba, ensordecedora, la voz colectiva:

“¡We get the power!”

Y luego la canción de “mmaaaaari…maaaariguana… maaaaari…maaaariguana”, acompañada por toda la raza como una sola voz que se perdía en el firmamento, tachonado de estrellas.

El tercero hecho ocurrió mientras tocaba el grupo el Ritual.

A un costado del escenario, seis metros de altura, sobre el camión donde se encontraba la planta de luz que surtía de energía, una chava –veinteañera– comenzó, cadenciosa, sensual, a hacer una suerte de streap tease.

Todos quedamos pasmados, boquiabiertos. Patidifusos, pues. Poco a poco se desprendió de sus prendas. La camiseta blanca de algodón la lanzó a los espectadores que la miraban como una diosa a cuatro metros de altura. Era de madrugada.

Los 250 mil jóvenes estábamos atónitos.

Coincidió que tenía entre mis manos unos prismáticos. De esos que se usan en los teatros, que me había prestado un amigo y quien se había quedado dormido, vencido por el cansancio.

Quedé como encendido témpano de hielo. A través los dos diminutos lentes de aumento, llegaba nítida, su imagen. Desnuda del torso, en su pecho aparecieron pequeñas lunas llenas con dos diminutas estrellas apagadas, enhiestas, en el centro.

Algunos gritaban:

“¡Pelos… pelos… pelos!”

Pero la llamada Encuerada de Avándaro, no se quitó las bragas blancas, que parecían de plata.

Uno de los músicos del grupo le dio una playera blanca y la joven se volvió a vestir. Descendió sin prisa. Nadie la molestó. No se supo de ella.


De ahí no pasó.

Fue un tenue espejo del “amor y paz” que caracterizó el festival.

Uno de los momentos que sí causó angustia e incertidumbre  fue durante el primer día del concierto. En varias ocasiones, sobrevoló un helicóptero, rasante sobre nuestras cabezas.  Algunos le hicieron señas obscenas.

Muchos recordábamos que la masacre estudiantil del 2 de octubre, en Tlatelolco, ocurrió inmediatamente después de que, desde una de esas aeronaves, fue lanzada una luz de bengala. Era el anuncio de muerte desde el enorme mosquito metálico.  Entonces aparecieron armas y tanquetas del Ejército Mexicano que escupieron muerte y dolor.

Sin hechos qué lamentar terminó el concierto.

El retorno

El regreso fue otro vía crucis. El gobierno de Echeverría había prometido camiones para el regreso al Distrito Federal. Nunca los vimos. Caminamos entre brechas y veredas unos 15 kilómetros.

A un grupo, al que me sumé, el chofer de una camioneta de redilas –de dos toneladas– nos dio un aventón a una carretera cercana. En esa intersección abordamos el camión a Toluca y de ahí al Distrito Federal.

Un amigo agarró un aventón sobre un vochito. Iba sobre la parte de atrás, apoyado en la defensa, con los brazos extendidos y las manos sujetas en los bordes de las puertas. Semejaba un extraño cristo crucificado.

De nuevo en el camión México-Toluca también viajaban unas monjas. No tuvieron necesidad de rezar ni santiguarse. Porque nos quedamos sin mariguana qué fumar.

En total hicimos 10 horas de regreso.

Llegué a casa al anochecer.

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En la esquina de la calle donde vivía, Lago Cupatitzio, esperaban preocupados mis padres. Traían el Jesús en la boca. Quedaron estupefactos cuando me miraron. Cuatro días sin bañarme.  

Maloliente y sucio. Peor que pordiosero. 

Tuve que despojarme de la ropa antes de cruza la puerta de diminuto departamento que habitábamos mis tres hermanos y yo.

Cuando quedé en ropa interior, para meterme al baño, mientras mi padre movía negativamente la cabeza, miré que las suelas de las botas de marchar era delgada, como hoja de papel. Descocida de tanto caminar.

Chacualeaban.

Y, sí:

“¡Queremos el poder!”… 49 años después.     

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