Foto: Archivo
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 11 de marzo de 2021.- Sor Juana es un caracol que labra su propia casa. Sus emanaciones la esconden y exhiben al mismo tiempo. La monja pertenece a esa gran cofradía de poetas que sufren, con gran alegría, el síndrome de Narciso. Se deja ver. Se pavonea. Se esconde. Se deshace en liquideces. Se petrifica en concha y mármol. No hay una sola línea de la monja que deje de gritar: ¡aquí estoy!
Al enfrentarnos con Sor Juana descubrimos muy pronto que obra y persona son la misma cosa. Las palabras de la monja no logran desprenderse de su boca, de su piel, de su lengua finamente afilada. Todo lector termina enredado en los hilos de una personalidad envolvente, acariciadora, malévolamente confortable y amistosa. En efecto, Sor Juana es araña y es serpiente; es la Eva bíblica y la sirena de los mitos. Hasta ahora nadie ha podido escapar de la contemplación –fascinada y obsesiva- de ese “engaño colorido” que es su personalidad revelada y escondida en sus escritos. Siempre que se habla de la obra de Sor Juana, se cae en el enredo de su personalidad mitificada. No hay forma de darle vuelta al hechizo. La obra juanina no puede desprenderse de su creador, pues su presencia lo abarca todo. Se diría que sus enigmas vitales terminan por atraer con más fuerza que su propia poesía. Pero habría que estar atento y no dejarse arrastra por el remolino.
Casi todos los estudios juaninos declinan en miradas morbosas que se pierden en la contemplación de la ropa sucia de una monja poeta. Los apuntes del padre Calleja –su primero y único biógrafo directo- se vienen repitiendo hasta la saciedad: que si aprendió a leer a los tres años; que si tuvo el deseo de vestirse de hombre para ir a la universidad; que si fue la joven prodigio de la corte virreinal, que si al final se deshizo de sus libros y se dedicó a cuidar a sus “hermanas” enfermas. Frente a esto, se cita también en forma maniática su propia voz en una carta pretendidamente autobiográfica, el texto conocido como Respuesta a sor Filotea (1691). Algunos críticos creen lo que ahí se dice como si hablara el Evangelio. No queremos darnos cuenta de que se está burlando de la autoridad eclesiástica que la acusa. No queremos ver la hipocresía de su autora. No queremos ver que son alegato de leguleyo, una defensa de quien ve derrumbarse todo su mundo. Cuenta trivialidades anecdóticas como el pulpo que se defiende al expulsar nubes de tinta. Ninguno de sus contemporáneos cayó en el engaño y la prueba es que la obligaron a cumplir lo que al principio le planteaban como una súplica. Renunció a su ser vital porque así convenía a las necesidades del ser histórico que la sostenía. Sabemos que entre «ser» y «ser» siempre hay uno con mayor peso.
Los que no somos sus contemporáneos, sí caemos a cada paso en sus majestuosos engaños.