Una noche bohemia en el bar del Regis

Ilustración: Javier Córdova

Por Juan Coronado

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 25 de junio de 2020.- Ahora que empezó un frío sabroso me acordé de Chavela Vargas en un bar íntimo y delicioso. Ya cargábamos mi amigo y yo varios tequilas entre pecho y espalda, cuando de la sombra apareció la figura imponente de Chavela; guitarra en mano y con un poncho que la hacía parecer una diosa zapoteca.

Se sentó en un banco y nos miró a todos con detenimiento para ver si merecíamos sus canciones. Resultamos de su agrado, sonrío y dijo buenas noches con esa voz profunda que parecía salir de una cueva. Le acercaron una mesa con una botella y un caballito. Se tomó su tequila de un trago y azotó la copa con un rotundo golpe de brazo. Se aclaró la garganta; escupió como un acto de provocación; se acomodó los testículos que no tenía y comenzó a pulsar la guitarra. En todo este preámbulo todos estábamos paralizados.

Empezó a cantar con una voz tierna como de río tranquilo. Nos hizo sentir en el paraíso. Poco a poco sus canciones fueron subiendo de tono y su voz se hizo rasposa y sensual cuando decía eso de “tus pechos carne de anón”. El tono subía y subía y nuestras frentes dejaban escurrir gotas de sudor confundidas con las lágrimas. El climax llegó cuando susurraba y después gritaba, “ponme la mano aquí Macorina, ponme la mano aquí”. Sentíamos toques eléctricos que nos recorrían toda la columna vertebral. Salió del pequeño escenario como una bruma, simplemente desapareció.

Mi amigo y yo salimos mudos a la calle. Caminamos por todo un costado de la Alameda. Nos despedimos con un leve movimiento de mano. Un gran dolor se me atravesaba en la garganta y, sin darme cuenta, se me escapó un grito de regocijo. Un teporocho me saludó con una enorme sonrisa.

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