Joven madre migrante y su bebé buscan nueva vida en Tijuana
Foto: Emilio Espejel / AP
Por Julie Watson
AP. Tijuana, México. 22 de julio de 2019.- El diminuto bebé de un mes dormía profundamente en la litera de abajo, al parecer ignorando los chillidos de niños pequeños centroamericanos que pasaban corriendo y por un gatito que saltó desde una cama cercana.
Unas 25 personas duermen en la habitación de bloques de hormigón, abarrotada con siete literas en un refugio de Tijuana sobrecargado de migrantes. La mayoría procede de Honduras, Guatemala y El Salvador, pero algunos llegaron de lugares tan lejanos cómo África.
Cada litera es un hogar improvisado en el que las familias pasan el día esperando a que salga su número en la frontera entre México y Estados Unidos, para poder pedir asilo en Estados Unidos. Otros esperan a conseguir una visa mexicana para poder trabajar allí.
Cada día llega más gente, con un futuro más incierto aún que antes. El gobierno de Donald Trump anunció la semana pasada una nueva política, según la cual los migrantes que pasan por otro país _como México_ en su camino a Estados Unidos no podrán solicitar asilo.
Para Milagro de Jesús Henríquez Ayala, de 16 años, su litera en una esquina de la habitación, cubierta con ocho mochilas de pañales donados, juguetes y ropa, no es el lugar ideal donde criar a su hijo recién nacido, pero es lo mejor que ha encontrado desde que salió de su violento país natal, El Salvador, con su hermana menor, Xiomara, después de que su familia recibiera amenazas de pandillas.
Las hermanas, que entonces tenían 15 y 13 años, formaban parte de los muchos menores centroamericanos que viajaban sin sus padres, acompañados solo por otros migrantes, en una caravana que cruzó México y terminó el pasado noviembre en esta ciudad asolada por el crimen. Henríquez Ayala quedó embarazada del que entonces era su novio durante el viaje, antes de llegar a Tijuana.
Incluso una vez terminaron ese viaje, la vida en la ciudad fronteriza, situada frente a San Diego, ha sido dura y tuvo momentos de miedo.
Cuando estaba embarazada de cuatro meses, Henríquez Ayala sobrevivía a base de galletas y zumo. Empezó a sufrir dolores abdominales y sentía ansiedad, temiendo que las autoridades mexicanas las deportaran.
Un día descubrió un cuerpo acribillado de balas ante el hotel barato donde ella y su hermana limpiaban habitaciones a cambio de alojamiento y un poco de comida.
Estuvo a punto de perder el bebé. Tras pasar por urgencias, las niñas se trasladaron al refugio.
Cuando estaba embarazada de siete meses, un contrabandista mexicano se infiltró en el albergue fingiendo ser otro migrante e intentó presionar a las hermanas para que cruzaran la frontera de forma ilegal. Ella se negó porque le preocupaba que eso pudiera conllevar de nuevo un riesgo de aborto.
El contrabandista se llevó a otra adolescente del refugio. Henríquez Ayala no ha sabido de ella desde entonces, y teme que pueda haber sido secuestrada.
La joven dijo que ya no busca el Sueño Americano. Al menos, no por ahora.
Ha completado el papeleo para pedir una visa mexicana y está decidida a labrarse una vida al sur de la frontera estadounidense, aunque no tiene ni idea de cómo. Dejó los estudios en la escuela intermedia, prácticamente no tiene conocimientos para trabajar y ahora debe buscar un empleo que le permita estar con su bebé, Alexander.
El padre de las hermanas, Manuel Henríquez, las dejó tras cruzar de Guatemala a México para ir por su cuenta a Estados Unidos porque le pareció demasiado peligroso con las adolescentes. Pero no tardó en ser detenido y deportado.
Ahora está con sus hijas en Tijuana después de que México le concediera una visa humanitaria de un año. Gana unos 200 pesos, o unos 10 dólares, al día vendiendo brazaletes tejidos. También vive en el refugio y confía en llevar a México a sus tres hijos adultos y tres nietos que siguen en El Salvador.
En su casa de San Salvador, la capital del país centroamericano, varios pandilleros le dieron una paliza por negarse a pagarles parte de sus ingresos por los brazaletes. También amenazaron a las niñas por entrar en lo que consideraban su territorio en su camino a la escuela.
“Aquí se puede ganar dinero, pero despacio”, dijo Manuel Henríquez, de 58 años.
En un día reciente, tejió brazaletes para un grupo de adolescentes estadounidenses de Knoxville, Tennessee, que trabajaban como voluntarias en el refugio como actividad de su iglesia.
En el suelo de concreto junto a su litera, Henríquez Ayala bañaba a Alexander en una pequeña bañera de plástico. Como todas las pertenencias del pequeño, la bañera fue donada por alguien al otro lado de la frontera. Alexander pataleaba y lloraba mientras ella le limpiaba con delicadeza el cabello negro.
“Lo estoy bautizando”, bromeó al reverendo Albert Rivera, que gestiona la iglesia Ágape Misión Mundial.
Rivera organizó una protesta y consiguió que responsables de derechos humanos intervinieran cuando el hospital de Tijuana impidió en un principio que el padre de la joven pudiera visitarla cuando dio a luz.
Tijuana, que tiene una de las tasas de homicidio más altas de México, no es el sueño que buscaba en un principio cuando salió de casa en un principio. Sin embargo, es mejor que la vida que dejó atrás, dijo la joven.
“Casi no me gusta salir del cuarto”, dijo con una sonrisa, de pie en un estrecho pasillo entre las literas. “Me siento segura aquí. Pero yo sé que algún día tengo que dejar este lugar y encontrarme un hogar”.