7.800 migrantes muertos o desaparecidos en 4 años en América

Foto: Gregory Bull / AP

AP. Ciudad de México. 01 de noviembre de 2018.- Los dos cuñados sabían perfectamente que el cruce del desierto para ingresar a Estados Unidos podía ser algo mortal. A uno de ellos se le murieron el padre en 1995 y un tío en el 2004 tratando de llegar al otro lado. Y los dos jóvenes lo habían intentado unos meses antes, para terminar entregándose a los agentes de la Patrulla de Fronteras estadounidenses totalmente agotados.

Juan Lorenzo Luna y Armando Reyes, no obstante, partieron de nuevo de su pequeña comunidad de Gómez Palacio, el norte de México, en agosto del 2016.

De los cinco hombres que iniciaron el recorrido en Gómez Palacio, dos completaron el cruce a salvo y uno se volvió. Lo único que se sabe de los dos cuñados es que desistieron de seguir y planeaban entregarse nuevamente a las autoridades.

En todo el mundo multitudes le escapan a las guerras, el hambre y el desempleo, y el total de migrantes alcanzó una cifra sin precedentes en el 2017: 258 millones. Menos visible es el costo de estas migraciones masivas, las decenas de miles de personas que mueren o simplemente desaparecen durante sus travesías, sin que se vuelva a tener noticias de ellas.

En la mayoría de los casos, nadie lleva registros: No se los tomaba en cuenta en vida, y menos de muertos, como si nunca hubiesen existido.

Al menos 3.861 migrantes murieron o desaparecieron tratando de llegar de México a Estados Unidos desde el 2014, según una investigación de la Associated Press. La cuenta de AP incluye datos del Centro Colibri de Derechos Humanos del lado estadounidense de la frontera y de un Equipo Argentino de Antropología Forense del lado mexicano, además de cifras de la Organización Internacional de Migraciones de las Naciones Unidas y de la Patrulla de Fronteras estadounidense.

La identificación de un cadáver puede tomar años y se ve dificultada por la escasez de recursos y de registros oficiales, así como la falta de coordinación entre los países, e incluso entre los estados, provincias o departamentos de una misma nación. Los vientos políticos, por otra parte, están soplando en contra de los migrantes y el gobierno de Estados Unidos se resiste a recibir caravanas de centroamericanos que avanzan hacia el norte.

En el caso de Luna y Reyes, las autoridades les dijeron a sus familias que habían hecho averiguaciones en prisiones y centros de detención, pero no había noticias de ellos. Cesaria Orona incluso consultó con un vidente, que le dijo que su hijo Armando había fallecido en el desierto.

Un fin de semana de junio del 2017, voluntarios encontraron ocho cadáveres cerca de una zona militar en el desierto de Arizona y colocaron imágenes en las redes sociales con la esperanza de encontrar a sus familiares. María Elena Luna quedó impactada por una de las fotos que vio en Facebook, la de un cadáver en descomposición en un paisaje árido lleno de cactus y arbustos, boca abajo, con una pierna doblada hacia afuera. La pose le resultó familiar.

“Así dormía mi hermano”, dijo en voz baja.

Junto a los cadáveres los voluntarios hallaron una identificación de un muchacho de Guatemala, una foto y un pedazo de papel con un número de teléfono. La foto era de Juan Lorenzo Luna y el teléfono el de primos de la familia. Los investigadores, no obstante, dijeron que la billetera y la identificación no pueden confirmar una identidad porque a los migrantes les roban a menudo.

“Todos lloramos”, recuerda Luna. “Pero no podemos estar seguros hasta que se haga el análisis de ADN. Hay que esperar”.

En el 2010, el Equipo Argentino de Antropología Forense y la morgue local de Pima County, en Arizona, comenzaron un esfuerzo para identificar a los cadáveres encontrados a ambos lados de la frontera. Desde entonces, el «Border Project», o “Proyecto Frontera” ha identificado a 183 cadáveres, pero quedan muchos más sin identificar.

Luna y Orona dieron muestras de ADN al gobierno mexicano y al grupo argentino. En noviembre del 2017 Orona recibió una carta del gobierno mexicano diciendo que había posibilidades de que unos huesos encontrados en Nuevo León, estado fronterizo con Texas, fuesen los de Armando. Pero el análisis dio negativo.

Las mujeres siguen esperando los resultados de los análisis de los forenses argentinos.

Cada vez que Luna oye hablar de tumbas clandestinas o de cadáveres no identificados, se angustia.

“Se me vuelven todos los recuerdos”, dijo. “No quiero pensar”.

Más al sur, se ha ignorado totalmente la cifra de muertos y desaparecidos de uno de los desplazamientos de gente más grandes del mundo en la actualidad: los casi 2 millones de venezolanos que le escapan al derrumbe social y económico de su nación.

Estos migrantes se suben a autobuses para cruzar la frontera por tierra, abordan modestas embarcaciones en la esperanza de llegar al Caribe y, cuando todo lo demás falla, caminan por días bajo el sol por carreteras o con temperaturas heladas por las montañas. Vulnerables a la violencia del narcotráfico, el hambre y las enfermedades, desaparecen o mueren de a cientos.

“No soportan un viaje tan duro, porque son recorridos muy largos”, dijo Carlos Valdés, director del Instituto Nacional Forense de la vecina Colombia. “Muchas veces comen una sola vez al día. O no comen. Y se mueren”.

Nadie lleva la cuenta de esas muertes, ni de las decenas de decesos en el mar. Tampoco se lleva la cuenta de las denuncias de desapariciones en Colombia, Perú y Ecuador. En total, al menos 3.410 venezolanos han sido dados por desaparecidos o muertos en una migración entre países latinoamericanos cuyos peligros han pasado casi inadvertidos. Muchos de los muertos sucumbieron a enfermedades que eran fácilmente tratables.

Entre los desaparecidos está Randy Javier Gutiérrez, quien cruzaba Colombia a pie con un hermano y una tía en la esperanza de llegar a Perú, donde estaba su madre.

La madre de Gutiérrez, Mariela Gamboa, dijo que un individuo se ofreció a llevar en su auto a las dos mujeres, pero no a su hijo. Las mujeres dijeron que lo esperarían en la estación de autobuses de Cali, a unos 257 kilómetros (160 millas), pero él nunca llegó. Los mensajes que le han enviado a su teléfono desde ese día, hace cuatro meses, no han sido vistos.

“Estoy muy preocupada”, dice la madre. “No sé qué hacer”.

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