Altares del Día de Muertos de México se llenan de médicos
Foto: Eduardo Verdugo / AP
AP. Ciudad de México. 02 de noviembre de 2020.- El esqueleto diminuto con cubrebocas y gorro azul tiene la mano sobre un paciente en una camilla. Al lado hay una calavera de azúcar casi tan grande como el ‘muertito médico’ y detrás, la foto del homenajeado: un hombre de 64 años, con lentes y pelo blanco que sonríe a la cámara. Debajo, un rótulo con su nombre: doctor José Luis Linares.
Linares es uno de los más de 1.700 profesionales de la salud muertos por COVID-19 en México y que fueron homenajeados por el gobierno, que decretó tres días de luto nacional que concluyen el lunes, Día de Muertos.
Puede que su deceso esté incluido en ese registro pero no le correspondió la indemnización que el gobierno concede a los profesionales de la salud que mueren por el coronavirus mientras se esfuerzan por salvar la vida a otros. Este apoyo es solo para quienes laboran en los centros COVID, dice la viuda María del Rosario Martínez, también médica.
Linares atendía pacientes de forma privada en un barrio marginal del sur de Ciudad de México a 30 pesos la consulta (dólar y medio) que, a veces, ni cobraba, señala Martínez. A la doctora no le cabe duda que su esposo se contagió en ese consultorio donde recibía a gente de muy bajos recursos que no se cuidaba.
El doctor tenía sus pulmones dañados porque en la epidemia de 2009 se infectó de Gripe A. Martínez asegura, empero, que “no fue por descuido”.
“Yo le decía, ‘Luis ya no vayas a trabajar’ pero me decía, ’entonces, ¿quién va a ver a esa pobre gente?, recuerda.
Las autoridades pidieron a los médicos en situación de riesgo quedarse en casa, pero Linares se resistía.
“Siempre fue igual ayudar, ayudar, ayudar”, señala Martínez frente a su tradicional altar del Día de Muertos que este año, además de flores, comidas y papel picado, tenía numerosos ‘muertitos’ pasando consulta, operando o poniendo inyecciones.
Otras muchas ofrendas recordaban este año a profesionales de la salud fallecidos. En Iztapalapa, el barrio capitalino más afectados por el coronavirus, Kenia Navidad, pediatra de 33 años, admiraba junto a sus dos gatos el primer altar que hacía en su vida y que nunca pensó que estaría dedicado a su esposo, Daniel Silva, de la misma edad y profesión.
Y Karen Valencia hacía lo mismo para honrar a su padre, José Valencia, enfermero de uno de los hospitales más grandes de la capital. Con más de 20 años de servicio, Valencia fue uno de los primeros en fallecer, en abril. Para septiembre, Amnistía Internacional decía que México era la nación con más profesionales de la salud muertos, por delante de Estados Unidos o Brasil.
La doctora Martínez,, que también se contagio de COVID-19, levantó el altar en la sala contigua a la habitación del departamento donde el matrimonio pasaba consulta a cualquier hora del día aunque Linares complementaba los ingresos con el otro trabajo. Ahora, aunque recuperada, Martínez solo atiende a enfermos de forma virtual.
Al trabajar en lo privado, eran los laboratorios los que les proporcionaban equipo, medicinas y formación y ambos habían extremado las precauciones a partir de mayo, cuando vieron que las infecciones se multiplicaban.
Linares murió el 25 de mayo hospitalizado y ya diagnosticado con COVID-19, uno de los momentos pico de la epidemia en Ciudad de México. La víspera, Martínez comenzó con los síntomas. Al saber de la muerte de su esposo ella se desplomó y al recobrar el conocimiento y ver que su único hijo y su hermana la abrazan solo alcanzó a gritarles “no me toquen, no me toquen”.
Estaba en el momento álgido de contagio.
Seis días después, esta mujer de 59 años creyó morir peregrinando de un hospital a otro hasta que consiguió un lugar que no estuviera saturado. “Me fui deteriorando muy rápido (…) tenía sangrados”.
Cinco meses después se siente recuperada y en paz aunque no le llegara el apoyo oficial y todavía no se haya acostumbrado a la ausencia de Linares, el hombre con el que compartió 36 años de matrimonio y al que conoció de niña cuando vendía chicles en la puerta de un cine para contribuir al ingreso de una familia de nueve hijos que vivía en una casa de techo de lámina y suelo de tierra.
Linares la alentó a estudiar medicina y pedía libros a su padre para dárselos a ella. Parte de sus cenizas están en una comunidad de Tlaxcala, un pequeño estado junto a la capital, donde Martínez hizo su servicio social como doctora y que el matrimonio frecuentaba siempre que podía.
“Siento extraño”, reconoce casi entre lágrimas. “Pero me debo a los pacientes y ellos me van a ayudar a salir adelante”.
El único cambio que prevé es poner un horario al consultorio para trabajar menos horas.
“Tengo miedo porque no se sabe con cuánta inmunidad vas a quedar, cuánto tiempo funcione”, explica. “La enfermedad es muy dura, muy cruel (…) en todas partes del mundo vamos a tener una historia muy triste que contar”.
México tiene ya más de 924.000 contagiados confirmados y 91.700 fallecidos, aunque las autoridades dijeron que las muertes atribuibles al coronavirus se acercan a las 140.000, según un estudio de exceso de mortalidad durante la pandemia dado a conocer este mes.
“No somos la excepción”, sentencia Martínez. “Es un virus que llegó, que quizás llegó para quedarse y ha hecho muchos destrozos en varias familias”.
En vísperas del Día de Muertos, el 2 de noviembre, encuentra motivos para sonreír.
“Según las tradiciones y las creencias (esta noche) va a venir aquí, acompañándonos y va a estar contento de que yo esté pensando en él en este momento”, dice.