El ensañamiento del Estado colombiano con la protesta social: Masacrados

Por Daniela Arias Baquero

Periodistas Unidos. Bogotá, Colombia. 10 de mayo de 2021.- Aunque la población logró el retiro de una impopular reforma tributaria, persisten demandas que siguen sin ser escuchadas. Una de las más urgentes es el reclamo contra la violencia policial, que viene dejando cientos de heridos y 37 jóvenes asesinados por manifestarse.

 El silencio no puede apaciguar el dolor que se siente cuando se escucha a la madre de Santiago Murillo llorar. «¡Mi hijo, mi único hijo!», dice en un grito que no halla consuelo. «A mí me mataron hoy, que me maten, porque me voy con mi hijo, me voy con mi hijo. Era mi único hijo, me matan hoy, me pegan un tiro también. ¿Dónde está? ¿Dónde está?», dice con voz desgarradora.

Santiago, de 19 años, era un joven de Ibagué, Tolima, al oeste del país, que murió tras recibir un disparo en el pecho por un agente policial durante las protestas que se suceden en estos momentos en Colombia. Al día siguiente, su madre fue acompañada por una multitud, a dos cuadras de su casa, donde su hijo fue asesinado. Por casos como este se protesta en Colombia. Otros jóvenes, como Sebastián, tampoco olvidan. En sus manos sostiene un cartel que dice: «En pie de lucha por nuestros muertos, ni un minuto más de silencio». Ellos no callan ni sucumben ante la represión del gobierno. Según la ONG Temblores, que se encarga de registrar los casos de violencia policial en Colombia, desde el 28 de abril hasta el 6 de mayo, hubo 37 personas asesinadas, 26 víctimas de agresión en sus ojos, 234 víctimas de violencia física, 11 víctimas de violencia sexual, 98 casos de disparos con arma de fuego y 934 detenciones arbitrarias por parte del Estado.

Sebastián, como el resto de los manifestantes, expone su vida al tercer pico de contagios por coronavirus en el país y a la militarización de las ciudades: el presidente Iván Duque determinó, el 1 de mayo, el despliegue de las Fuerzas Armadas bajo la figura de «asistencia militar» para asegurar el «orden público», lo que ha incrementado la violencia estatal contra los ciudadanos.

En otro de los carteles, un joven de unos 23 años dice: «¡Nos robaron hasta el miedo!». Por eso, entre bombos y banderas de colores amarrillo, azul y rojo, distintos sectores de la población, liderados por una nueva generación de movimientos sociales, se unieron al paro nacional comenzado el 28 de abril. Son miles de personas las que hoy expresan en la calle el descontento generalizado por el exceso de fuerza y por la represión contra la protesta social.

Descontento social y miseria

En la plaza de Bolívar, en el centro de Bogotá, Sebastián sale a manifestarse junto con miles de personas que sufren el desempleo, un problema que en marzo, el último mes del que se tienen cifras oficiales, afectaba, al menos, al 14,2 por ciento del total de la población. Entre los jóvenes, la situación es peor: ya antes de la pandemia la desocupación entre ellos era de un 22,5 por ciento. Mientras la marcha avanza, los vendedores informales, una ocupación que emplea a decenas de miles de personas en la capital colombiana, caminan extenuados buscando hacer algo de dinero para llevar a sus familias. Otro grupo de manifestantes que viene protestando por la avenida Séptima es testigo de los rostros desconsolados de personas tendidas en los andenes junto a sus maletas: familias enteras desplazadas por la violencia sufrida en otras partes del país.

A la miseria y a los desplazamientos forzados habituales en el país, la pandemia vino a agregar un desplome del PBI del 6,8 por ciento, el cierre entre enero y octubre del año pasado de más de 500.000 pequeñas empresas y el aumento del desempleo. Veintiún millones de colombianos (un 42,5 por ciento de la población) vive hoy en la pobreza, de acuerdo a las cifras oficiales. Ante una situación tan crítica como esta, la respuesta del presidente Duque y el exministro de Hacienda Alberto Carrasquilla fue proponer una reforma tributaria a la que llamaron Ley Solidaria Sostenible. La reforma buscaba recaudar cerca de 23 billones de pesos (unos 6.000 millones de dólares) de los bolsillos de los colombianos, a través de un impuesto adicional a la renta y la imposición del IVA a productos de la canasta familiar y de consumo básico, como los servicios de agua, luz, gas, servicios funerarios, Internet, entre otros sobre los que aún no pesaba ese tributo. La reforma también imponía un impuesto solidario para salarios altos. En total, el 73 por ciento del dinero iba a ser recaudado de personas físicas y el peso recaería, sobre todo, en las clases medias y entre los pobres del país.

Está situación fue el detonante de un descontento social que venía acumulándose desde mucho antes, agravado en los años de gobierno de Duque. Se hizo sentir en las protestas masivas de 2019 (véanse «Noviembre caliente», «Cómo se cuece el sancocho» y «Lo que permanecía en silencio», Brecha, 29-XI-19 y 6-XII-19), en las que la población reclamaba la falta de cumplimiento del acuerdo de paz con la guerrilla y contra el modelo económico clientelista que favorece la privatización de la vida y la inequidad en el país.

El 28 de abril, Sebastián y miles de ciudadanos salieron a manifestarse contra la nueva reforma tributaria. Después de largas jornadas de reclamo, el pueblo colombiano logró, el lunes, la renuncia del ministro Alberto Carrasquilla y el retiro del proyecto del Ministerio de Hacienda. Sin embargo, ante la represión y las graves violaciones a los derechos humanos por la fuerza pública y por actores infiltrados durante las protestas –así como por la permanencia de un proyecto oficial de reforma de la salud ampliamente resistido por trabajadores y empresarios del sector–, el Comité Nacional de Paro decidió la continuación de las protestas.

Fomentar la violencia

Alejandro Rodríguez Pavón, coordinador de la plataforma digital GRITA, a través de la cual se pretende grabar y denunciar todos los casos de violencia policial y asesorar legalmente a las víctimas, señala a Brecha que «en Colombia ha venido creciendo progresivamente la movilización social, pero también lo ha hecho la represión por el gobierno». «Hoy no solo vemos a la Policía y el ESMAD [Escuadrón Móvil Antidisturbios] en las calles, sino también a las fuerzas militares. Parece ser normal que un policía active su arma de fuego contra manifestantes. Es realmente grave», agregó.

El 30 de abril, el expresidente Álvaro Uribe Vélez provocó polémica con un tuit en el que apoyaba «el derecho de los soldados y policías de utilizar armas para defender su integridad contra la acción criminal del terrorismo vandálico». Rodríguez asegura que «estos discursos han acentuado la violencia» y que no es el presidente Duque quien realmente está al mando, sino que está «obedeciendo órdenes». De hecho, Duque pertenece al Centro Democrático, partido liderado por Uribe, quien es investigado por la Justicia por sus vínculos con el paramilitarismo (véase «La mala hora del para presidente», Brecha, 7-VIII-20).

Para Rodríguez, la decisión del gobierno de desplegar a los militares para reprimir las protestas solo empeora la inseguridad en las ciudades, que ya estaban golpeadas por la pandemia y el desempleo. En referencia a los hechos de violencia ocurridos en los últimos días, afirma: «Las mismas alcaldías locales no se habían preparado para estas catástrofes anunciadas, realmente han permitido que este tipo de actos ocurran, ya sea por orden o por omisión. A esto se le suma la existencia de grupos criminales y de población civil armada en áreas periféricas de ciudades como Cali y Bogotá».

 Criminalización de la pobreza y la protesta

La sucursal del cielo, como se la conoce a Cali, quedó confinada en una noche de terror que se prolongó desde el martes 4 hasta la madrugada del miércoles 5. En barrios marginales, como Siloé, los habitantes aseguran que la Policía «tomó el sitio de trinchera» y disparó con ametralladoras a la población, lo que resultó en cinco jóvenes muertos y unos 33 heridos.

El estallido que hoy vive Colombia, además de ser provocado por la represión y la violencia del Estado, es también generado por la criminalización de la pobreza y de la protesta social en esta parte de las ciudades. «Los barrios donde es más grave la situación son los de clases bajas, donde hay gente joven y pobre. Las personas más asesinadas son ellos», expresa Rodríguez. Asimismo, durante las jornadas de protestas en Cali y otras ciudades la población ha reportado cortes de energía y de Internet. «Nos preocupa esto porque va en contra del derecho a la libertad de expresión; la ciudadanía tiene el derecho a usar las redes sociales como mecanismo de denuncia y lo que vemos es que están siendo censurados, no sabemos si por el Ejército o por quién», agrega el coordinador de GRITA. Diversas personas y movimientos sociales también han denunciado la presencia en las calles de policías sin su número de identificación y de policías que se visten de civil, así como de civiles que se visten de policías para causar confusión en las protestas.

A las graves violaciones de derechos humanos, se suma en Cali una cultura del narcotráfico que en los últimos años se ha intensificado, así como una migración desbordada de quienes han huido de la guerra en el suroccidente del país. Esto ha acentuado la división entre diferentes sectores sociales y la estigmatización de la protesta como «vandalismo». Es el caso de Ciudad Jardín, un barrio de estrato alto de Cali en el que «sus habitantes salieron en varias camionetas blindadas, un signo del paramilitarismo, criminalizando a los manifestantes y diciéndoles, con arma en mano, que debían cuidar sus barrios y que, si los veían por el suyo, tomarían justicia por mano propia», dice Rodríguez.

Un Estado indolente

Sebastián recuerda como si fuera ayer el 25 de noviembre de 2019, cuando vio morir a pocos metros de distancia a Dilan Cruz, otro joven asesinado por el ESMAD. «Iba con una banda de 100 o de 200 personas. Una cuadra más adelante, nos encontramos con otro grupo de la marcha, que lo iba comandando un amigo con una bandera gigante. Nos abrazamos. Empezamos a cantar: “¡Amigo mirón, únase al montón!”. Cuando salimos a la esquina de la Diecinueve con la Quinta, una amiga se desmayó y, en ese momento, vimos cuando mataron a Dilan», relata con tristeza en su mirada. Acto seguido señala el Capitolio, donde se encuentra el ESMAD junto con las fuerzas militares y la Policía. Dice, con rabia, «ellos lo mataron, le dispararon con una bola compactada de aluminio y le quedó incrustada en la cabeza. Yo lo vi. Luego hicimos un altar con piedras en homenaje a Dilan y contra el abuso policial».

Y es que, además de los discursos del gobierno que legitiman el uso de la fuerza contra «los vándalos» para justificar el abuso de poder y los crímenes de Estado cometidos contra la ciudadanía, ha aumentado la impunidad en los casos de violencia policial. Un ejemplo doloroso: luego de que todo el país vio los videos en que un agente del ESMAD le dispara a Dilan, la Fiscalía decidió que el caso debía continuar en la justicia penal militar y no en la justicia ordinaria. Finalmente, la investigación de la Fiscalía dictaminó que el culpable era el muerto, por «ingresar de manera repentina en el ángulo de visión previamente establecido por el tirador». Además, para justificar su muerte, el informe del Ministerio Público presenta un perfil cuasicriminal del joven.

Víctor Barrera, politólogo e investigador del Centro de Investigación y Educación Popular, dice a Brecha que «existe un efecto acumulativo de alta impunidad en los casos de violencia sistemática por agentes del Estado». «Los procesos que han terminado en un fallo contra la Policía son casi nulos y, por ende, nunca se identifica a los culpables», añade. Esta situación de excepcionalidad ante la Justicia y el excesivo poder que tienen las agencias de seguridad del Estado colombiano hacen que sea difícil emprender una reforma estructural de esas fuerzas, como la que demandan los jóvenes que hoy se manifiestan. «En Colombia, hay un problema de diseño institucional muy grande, resultado de tener una Policía –que es un cuerpo civil en armas– a la que se evalúa por su desempeño como fuerza militar», explica Barrera.

Las moléculas y los derechos

Por otro lado, el investigador asegura que la saña actual contra las protestas es una reacción ante la caída de la popularidad del uribismo, «que está viendo amenazada su continuidad para las próximas elecciones de 2022». En enero de 2018, según la consultora Datexco, Uribe cosechaba una imagen favorable en el 45 por ciento de la población y enfrentaba una desaprobación del 49 por ciento. Para enero de 2021, sin embargo, su popularidad había caído al 27 por ciento y el rechazo a su figura llegaba al 66 por ciento, a diferencia de lo ocurrido con el principal candidato de la izquierda, el senador Gustavo Petro, que ha visto su popularidad mantenerse estable por encima del 40 por ciento. Según Barrera, el oficialismo «trata de sumir a la población en una espiral de violencia debido a las dificultades que tiene para mantener su influencia a través de procedimientos democráticos: por eso toma decisiones inspiradas en modelos punitivos y de fuerza».

En ese contexto se dio en febrero la visita de Alexis López, un supuesto investigador científico chileno que visitó Colombia para educar a las fuerzas militares en el manejo de la protesta social. En varias conferencias en la Universidad Militar Nueva Granada, López, que se define como «entomólogo con estudios de periodismo, electrónica, informática y lenguas clásicas», expuso lo que, según él, es el nuevo modelo conspirativo de la izquierda latinoamericana para tomar el poder y acabar con la democracia: la «revolución molecular disipada», una expresión tomada del filósofo francés Gilles Deleuze. López se hizo conocido a principios de siglo en su país natal por fundar el abiertamente neonazi y pinochetista Movimiento Patria Nueva Sociedad, con el que supo organizar conferencias internacionales con otros militantes de formaciones nacionalsocialistas. A este respecto, un nuevo tuit de Uribe causó polémica en las redes el domingo 3, cuando hizo cuatro recomendaciones para enfrentar las protestas, como si se trataran de un crimen y no de un derecho legítimo; entre ellas, «reconocer que el terrorismo es más grande de lo imaginado» y «resistir la revolución molecular disipada».

Hasta el momento, Duque ha sido claro en su respaldo al uso de la fuerza «en contra de los vándalos». En su última intervención, dijo que «ha diseñado una estrategia contra el vandalismo a nivel nacional» y que paga una recompensa de hasta 10 millones de pesos (2.600 dólares) por encontrar a quienes hagan desmanes. Este martes, la consejera de Derechos Humanos del presidente, Nancy Patricia Gutiérrez, aseguró a la revista Semana que «los derechos humanos solo existen si todos los ciudadanos observamos los deberes que tenemos para ser parte de la sociedad».

Pese a que la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos y otras instancias internacionales han condenado la violencia ejercida por las fuerzas estatales, la represión sigue vigente y tiene en zozobra a los colombianos. El subdirector de la fundación Paz y Reconciliación, Ariel Ávila, dijo recientemente que el despliegue de las fuerzas militares en las ciudades es «un riesgo terrible», pues este cuerpo está acostumbrado a combatir a sangre y fuego contra grupos armados como la guerrilla y el narcotráfico. Pero, ante la violencia estatal, la protesta sigue siendo la elección de muchos jóvenes que, como Sebastián, creen en la posibilidad de un cambio. Él, como tantos otros, forma parte de una generación que quiere la paz en Colombia. No es un vándalo ni un vago, es un estudiante con sueños, que conoce sus derechos y quiere que su futuro esté enmarcado por la empatía y no por la violencia.

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