El pueblo olvidado a cinco años de uno de los mayores sismos de México
Por José de Jesús Cortés
EFE. Oaxaca, México. 07 de septiembre de 2022.- Cada septiembre, al pueblo de San Lorenzo Jilotepequillo, en el sur de México, se le juntan dos desgracias: las intensas lluvias y el olvido del Gobierno, que no lo incluyó en el censo de los daños del sismo de magnitud 8,2 del 7 de septiembre de 2017, uno de los más intensos en un siglo.
A 385 kilómetros del epicentro que hace cinco años devastó más de 60.000 viviendas en la región del Istmo de Tehuantepec, permanece aún de pie la desvencijada casa de adobe de don Colón Álvarez, quien murió hace un año esperando el apoyo para reconstruir su hogar, que solo se sostiene por vigas de madera que se resisten a ceder.
El temporal de este mes le recuerda a su hija Rocío la lluvia de 1.800 noches atrás y la esperanza que mantuvo su padre en un censo que nunca lo incluyó en la reconstrucción a cargo de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu).
“Vinieron a supervisar y después mandaron apoyos, unas despensitas nada más, luego vinieron a censar y dice (mi papá): ay, ya van a hacer mi casa. Pero le digo: quién sabe porque a veces nomás vienen y engañan. Pero él decía que sí y pues se murió”, cuenta Rocío a Efe con las palabras entrecortadas por el llanto.
VESTIGIOS DE LA DESTRUCCIÓN
Como esta vivienda hay más de ochenta en San Lorenzo Jilotepequillo, en la región de la Sierra Sur, del sureño estado de Oaxaca.
El sismo, considerado por el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) como “el sismo de mayor magnitud en casi cien años en México”, dejó hace cinco años 99 muertos en tres estados: 79 en Oaxaca, 16 en Chiapas y cuatro en Tabasco, según su conteo oficial.
Pero en este pueblo parece que el sismo acaba de ocurrir: vigas derrumbadas, cascajos, puertas que quedaron abiertas desde la noche en la que sus habitantes escaparon y bardas colapsadas de adobe.
Hermenegildo Rodríguez, el secretario municipal de Jilotepequillo, supone que la lejanía de su pueblo, ubicado a 210 kilómetros de Oaxaca capital, una distancia que en temporada de lluvias se recorre en hasta seis horas, fue la razón por la que los ignoraron.
“Como somos una región alejada, pues ya no pudieron llegar los apoyos, Protección Civil ya no pudo subir porque nunca llegaron acá a verificar todos los daños, sino que nosotros bajamos a buscar la ayuda a las dependencias», menciona.
«Fuimos a Tehuantepec, fuimos a Oaxaca, estuvimos tocando puertas pero desafortunadamente se hicieron de oídos sordos y nunca vinieron a visitarnos», añade.
El funcionario precisa que insistieron ante el Gobierno de Oaxaca hasta 2019, cuando comenzó la pandemia de covid.
“Hace como tres años dejamos de insistir, dijimos que ya no teníamos por qué seguir insistiendo si nunca nos iban a hacer caso”, manifiesta.
ENTRE POBREZA Y DESTRUCCIÓN
El señor Palermo Olivero y su esposa Alejandra Morelos, ambos de más de 80 años, también se quedaron esperando el dinero de la reconstrucción sin fuerzas ya para trabajar.
«Decían que sí lo van a arreglar, decían que de por ahí venían a componer, pero hasta ahora nada”, cuenta el campesino mientras sostiene un vaso de plástico que se llena con una de las goteras del techo que debilitó el temblor.
En uno de los estados más pobres de México, sin apoyos, duermen ahora en el espacio donde estaba la cocina, y ahí siguen esperando que una autoridad les ayude a reconstruir sus techos y paredes.
Prueba del asolamiento en Jilotepequillo es su templo colonial, que permanece sin techo, sostenido con vigas y apuntalado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) para dar paso a una reconstrucción que todavía no empieza.
Otras de las casas caídas quedaron abandonadas mientras que sus moradores se fueron con sus familiares.
Amada Aragón, de 85 años, ahora vive en la casa de tabiques y lámina de su hija Austreberta, quien afirma que la preocupación de haber perdido su casa hace cinco años agravó la salud de su madre.
“Yo creo que de la preocupación le dio parálisis, ya no pudo caminar, ya no pudo valerse por sí misma, no podía hacerse sus alimentos y no recibió apoyo para reconstruir su casita», denuncia.
Postrada en su cama, que deja para sentarse en una silla de ruedas, doña Amada retoma su voz para narrar un dolor ya asimilado.
«Pues es el más fuerte, por eso cayó mi casa, yo me levanté, si no, me toca el palo (viga). Me senté y se estaba cayendo el repello”, finaliza.