Etnia en México lucha por mantener vivo el espíritu volador de sus antepasados
Foto: Rodrigo Arangua / AFP
Por Natalia Cano
AFP. Ciudad de México. 24 de marzo de 2019.- Una de las danzas más fascinantes de México sucede en los cielos, alrededor de un enorme tronco al que suben cuatro jóvenes intrépidos para descender dando vueltas sujetados de los pies con una cuerda mientras un quinto, desde lo alto, toca la flauta para acompañar este ritual místico.
En el rito de los Voladores de Papantla, el cuarteto desciende desde casi 30 metros de altura para representar a los cuatro puntos cardinales y pedir por la fertilidad de la tierra, en un acto que también simboliza una lucha por preservar esta tradición milenaria.
Un grupo de voladores de la región del Totonacapan, entre los estados de Veracruz y Puebla (este), ha modernizado la tradición con el establecimiento de una escuela y la obtención de protección legal y laboral para los voladores.
«A la escuela de voladores, los jóvenes vienen a revalorar el ritual, como algo que es para la vida, para la integración espiritual, mental y emocional», explicó a la AFP Francisco Hernández, uno de los maestros voladores del centro educativo ubicado en el Parque Takilhsukut, en el pueblo de Papantla.
Historiadores creen que este ritual se originó con las etnias nahuas, otomíes y huastecas en el centro de México y luego se extendió a la mayor parte de Mesoamérica.
«La danza es una ofrenda que los habitantes del Totonacapan organizaron para terminar con la enorme sequía. Esa tarea fue encomendada a cinco jóvenes castos, quienes cortaron y subieron al árbol más alto, y se lanzaron como pájaros», contó Cruz Ramírez, abuelo volador de 58 años.
Rememoró que los primeros hombres-pájaro vestían plumas de guacamayas, águilas y cuervos. Hoy se visten con manta blanca y un gorro cónico que alude al quetzal, con listones que representan el arcoíris y flores tejidas que simbolizan la fertilidad.
Nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2009, el ritual tiene su máxima festividad en la Cumbre Tajín, celebración de la cultura de los indígenas totonaca cuya 20a edición se realiza esta semana hasta el domingo en Papantla.
Gracias a la escuela, se perpetúa esta tradición que expertos creen data de 600 a. C. «La idea de crear una escuela de voladores surge hace 15 años pensando en a quién dejarle esa herencia y buscando que la ceremonia no se pierda», dijo Ramírez, también coordinador de la escuela.
Uno de los mayores cambios para los voladores son laborales pues han ganado derechos, como un seguro de riesgo que los cubre dentro de México y en giras internacionales.
«Hace 10 años, no teníamos ni seguro de vida, ni seguro de riesgo, no teníamos absolutamente nada», contó Ramírez.
El maestro volador dijo que fue en 2009 cuando se firmó un convenio para la protección del legado, incluido el seguro.
Al tratarse de una ofrenda milenaria, los voladores del Centro de las Artes Indígenas, en el Parque Takilhsukut, no cobran por realizar la danza, a diferencia de aquellos que se establecen en otros centros turísticos para intentar ganarse la vida con el espectáculo.
En lugares como la Riviera Maya (sureste) o el Museo de Antropología de Ciudad de México, Voladores de Papantla viven de las propinas de los visitantes que observan el descenso en 13 vueltas, como dicta la tradición prehispánica.
Según la leyenda, al multiplicar las 13 vueltas por cuatro, resultan 52 giros, que es el número de años del Xiuhmolpilli, un calendario de 365 días usado por los mexicas y otros pueblos nahuas en el centro de México.
– Don de hombre-pájaro –
Eugenio San Martín, de 14 años, heredó la tradición de volador de su padre y abuelos, quienes lo inspiraron a estudiar para Caporal, el danzante que mantiene el equilibrio en un pie encima del tronco y toca la flauta de carrizo mientras sus compañeros vuelan.
«Empecé a los siete años porque me gustaba», contó tímido el adolescente. «La primera vez que me subí tenía mucho miedo, así que me acompañó un maestro atrás para cuidarme»
El centro ceremonial recibe anualmente hasta 100 niños de entre ocho y 10 años que buscan conocer todo sobre el máximo ritual de la cultura totonaca. Pero solo unos 20 tendrán las habilidades para sortear las pruebas y convertirse en voladores profesionales.
«No todos tienen el don», señaló Hernández, de 51 años. «Cuando el niño tiene ese poder se ve en su mirada, hace lo que el maestro hace (…) Decide en qué momento se sube al tronco, pero una vez llegando hasta arriba tienen que volar».
Según los maestros voladores, no hay un tiempo establecido para el aprendizaje, pero lo mínimo son 10 años.
«Nunca se termina de aprender. Irónicamente lo más fácil es el vuelo. Pero no se trata de eso, sino de aprender el simbolismo de nuestra tradición», dijo Hernández.