Playa Bagdad: arena y narcotráfico entre EEUU y México

Foto: Emilio Espejel / AP

Por María Verza

AP. Playa Bagdad, México. 27 de agosto de 2019.- En el extremo más oriental de la frontera entre Estados Unidos y México, el límite entre ambos países es apenas una lengua de arena que entorpece la desembocadura del Río Bravo.

Aquí no hay barras de hierro que se meten en el mar para evitar el cruce ilegal de personas, como ocurre en el extremo opuesto, en el Pacífico, a 3.200 km. No parece necesario.

La mirada internacional está desde hace meses en la frontera de México con Estados Unidos por el aumento del número de migrantes que intentan cruzar y a las enérgicas medidas del presidente Donald Trump para evitarlo. Pero fuera de los puentes fronterizos o los cruces clandestinos, hay puntos donde la migración no es el tema.

Playa Bagdad es uno de ellos.

La zona es un paisaje de dunas, lagunas medio secas y kilómetros de playas salpicadas de viejas casetas de madera o simples palos con lonas que ondean con la brisa que llega del Golfo.

Del lado mexicano, la única carretera desde el interior acaba en un poblado, 15 kilómetros al sur de la frontera, con varias decenas de casas donde conviven turistas deseosos de alcohol y fiesta con pescadores que lo mismo pueden salir a buscar tiburones que a desembarcar cocaína.

Del lado estadounidense, se ven llanuras casi deshabitadas. La ciudad más cercana, a 40 km, es Brownsville. En la carretera a la costa hay un control de la Patrulla Fronteriza, una tienda de venta de armas con campo de tiro incluido y hasta un terreno desde donde esta semana la empresa SpaceX probaba cohetes para intentar, en un futuro, llegar a Marte.

El límite entre los dos países son apenas 25 metros de agua que invitan a pasar caminando cuando la marea está baja, pero pocos lo hacen porque es un lugar remoto y los cárteles destinan ese lugar para el cruce de droga. La agencia antidrogas de Estados Unidos, DEA por sus siglas en inglés, añade otro uso más de estas tierras: el de cementerio clandestino.

A nadie interesa que lleguen aquí migrantes.

“No quieren que se caliente el punto”, dice Marco Antonio Álvarez, un hombre flaco, de piel curtida y barba canosa.

Álvarez se refiere al crimen organizado. Sabe de lo que habla porque fue “coyote”, estuvo en la cárcel en Estados Unidos por tráfico de personas y cruzó droga. Ahora le pagan 300 dólares al mes –no aclara quién– por vigilar dos lanchas varadas delante de él y observar el río a metros de su desembocadura.

“Si empieza a brincar gente, vas a ver patrullas de aquel lado”, agrega a la sombra de un carromato de madera que antes fue puesto de mariscos.

Y lo último que quieren los capos del lugar es ver fuerzas de seguridad que compliquen un negocio, el tráfico de droga, que cambió la vida del lugar.

Playa Bagdad, en la esquina noreste del estado de Tamaulipas, apareció súbitamente en los mapas en 1848, justo cuando se trazó la frontera, explica el historiador Andrés Cuellar. Fue puerto de salida del algodón sureño estadounidense durante la guerra de secesión y resurgió varias veces de sus ruinas después de huracanes.

Además de la pesca, el contrabando siempre estuvo presente: antaño plata, durante la ley seca, alcohol, y desde los años 80 marihuana y cocaína.

Ahora es punto de embarque y desembarque de droga rumbo a Texas, según explica a The Associated Press, Sammy Parks, agente especial de la DEA.

La elección del lugar no sorprende. “Es un paso corto, fácil, abierto y no hay mucha vigilancia”, dice Mike Vigil, exjefe de operaciones de esa agencia. De los 1.215 efectivos de la nueva Guardia Nacional que, según el gobierno mexicano están desplegados en Tamaulipas, no se ve ni rastro.

El porqué del nombre es un cúmulo de mitos: que si las dunas recuerdan los desiertos de Mesopotamia, que si saquearon un barco y aquello parecía “Alí Babá y los 40 ladrones”, que si quien lo bautizó era amante de “Las Mil y una noches”. Vigil cree que es porque por aquí pasaron algunos de los camellos que el ejército estadounidense compró en el siglo XIX en uno de sus experimentos más peculiares para conquistar las zonas desérticas.

Hace tres décadas, gente como Álvarez compaginaba la pesca con el cruce de migrantes a 20 dólares por persona para llevarlos hasta Brownsville. Cuando entró la cocaína y las cosas cambiaron, “todo lo empezó a controlar la maña”, dice Álvarez refiriéndose al crimen organizado.

El ayuntamiento de Matamoros, al que pertenece Playa Bagdad, lo presenta como destino turístico, pero según Álvarez, hay que pagar extorsión por todo.

El cruce de personas continuó aguas arriba. Aquí se quedó la droga.

Guadalupe Correa, de la Universidad George Mason, dice que los cárteles reparten el territorio basándose en distintos esquemas de corrupción y por eso hay zonas de tráfico de migrantes, otras de trasiego de estupefacientes y áreas de alta corrupción como los puentes por donde pasa todo.

Tamaulipas es desde hace años uno de los estados más violentos, marcado por el miedo y el silencio y donde las autoridades han sido más infiltradas por el narco. Dos exgobernadores están detenidos y con procesos penales abiertos.

Ahora, el gobierno estatal dice estar colaborando con el federal y el estadounidense sobre todo en el intercambio de información. El ejecutivo federal mexicano no respondió a una solicitud de comentario.

El estado fue el feudo del Cartel del Golfo hasta que a principios de los 2000 su brazo armado, Los Zetas, se separó del grupo y comenzó una sangrienta guerra, incrementada después con las divisiones dentro de los mismos Zetas. El Golfo, ahora formado por células más pequeñas, mantiene el control de Playa Bagdad y todos sus alrededores.

Actualmente, explica el agente Parks, lanchas de pescadores cargan droga en estas playas para llevarla hasta Isla del Padre o Corpus Christi, en Texas. Otras entran por el río o por las lagunas y llegan a Estados Unidos por carretera a través de los puentes internacionales.

El gobierno federal reconoció recientemente que algunas aduanas están en manos del narco y uno de los lugares donde ese control de facto se siente es donde termina el Río Bravo.

Un hombre que pesca con unos amigos y que pide no dar su nombre, pone como ejemplo cuando vio cómo personas armadas amenazaron a uno que intentó llegar a la orilla estadounidense frente a él. “Le encañonaron y le trajeron de vuelta”, susurra. “Si quieres cruzar, es con ellos”.

Es de los pocos que se atreve a hacer algún comentario mientras pone más carnaza en su anzuelo, aunque la conversación se detiene cada vez que acerca una lancha. “Nunca sabes quién vigila”, asegura.

“Es un lugar muy peligroso”, dice Parks. “Se han encontrado fosas clandestinas en el área y una amenaza local es que alguien quiera ‘llevarte a la playa’, lo que implica que desapareces”. Tamaulipas tiene más de 6.000 desaparecidos.

Desde su silla bajo la sombra del carromato, Álvarez explica que la zona es controlada por “la guardia” pero no la Guardia Nacional, sino “exoficiales –policías, militares, marinos– que reportan para la maña”.

Los únicos uniformados que la AP vio en la desembocadura del río fueron cuatro policías estatales a bordo de dos cuatrimotos que dieron una vuelta rápida a la lengua de arena y se regresaron.

Miembros de ese mismo cuerpo estaban tras unos sacos de arena colocados en el lateral de la carretera que une Playa Bagdad con Matamoros, un control contra el que pobladores se manifestaron a principios de agosto porque, según decían, solo valía para extorsionarles.

En el poblado, la música de banda de los pequeños comedores levantados en la playa sobre pilotes de madera se mezcla con los gritos de los vendedores de ostiones, camarones o cerveza.

Ahí, a la entrada, hay un puesto de la Marina. Según el pescador, es para proteger a los turistas, pero algunos tienen miedo de llegar. Otros afirman que es una playa tranquila, lo único es no meterse en problemas.

En algún momento, un hombre corpulento y de pelo rapado se baja de una camioneta de pollos rostizados en la desembocadura del río para preguntar a los periodistas de AP qué hacen en el lugar.

“Cómo turistas pueden grabar lo quieran”, dice el hombre que enfatizó la palabra “turistas”. “Aquí hay libertad de expresión”. La ironía era tan obvia como la invitación a marcharse.

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