Un Día Sin Mujeres, inhumación de esperanzas

Fotografías: Jesús Yañez Orozco

Por Jesús Yañez Orozco

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 10 de marzo de 2020.- Día atípico en la historia nacional. Huérfana ciudad. Semivacía. Fantasmal. Muda. Sorda.  Aborto fugaz de sí misma. Estruendosamente callada bajo un sol abrasador. Pelota redonda en el firmamento que parece ruborizarse por la pandemia de feminicidios.

Trino fugaz de pájaros. Réquiem involuntario por ellas… por todos.  

Frente a la emblemática Catedral Metropolitana –incurable resaca de la víspera, domingo,  Día Internacional de la Mujer, cuando marcharon unas 100 mil personas— cimbra una pinta de seis palabras, en morado, sobre una barda metálica oscura que protegió el inmueble de actos vandálicos:

“Saquen el rosario de nuestros ovarios”. 

Calles desiertas. Transporte colectivo semivacío: microbuses, combis, camiones, metro y metrobús. Un recorrido de casi 150 kilómetros por ciudad de México y zona conurbada constata cómo los varones son asaeteados por el látigo del inconmensurable vacío sin ellas.     

Su mormorea ausencia pesa. 

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Soledad balsámica para un país roto, hecho jirones. Se observan pocas mujeres. No hay sonrisas en sus labios carmesí. Mirada huérfana. Buriladas por un vació profundo hace décadas. Nadie las oye. Ni escucha. 

Convocado por la colectiva feminista Brujas del Mar, este lunes 9 de marzo se activó el paro nacional de mujeres. Participan estudiantes, trabajadoras, burócratas, vendedoras ambulantes, amas de casa… Suspenden sus actividades a manera de protesta contra la violencia de género en México bajo la arenga Un Día sin Nosotras. Se calcula que pararon 20 millones en todo el país.

Motivos de su hartazgo, sobran. Sólo un dato descorazonador: 10 feminicidios al día, 3 mil 650 anuales. Que, al final del sexenio –si el presidente de la República no modifica su postura de reconocer la violencia letal e impunidad hacia las mujeres — ascenderían a 18 mil 250 feminicidios… o más.

Las mexicanas, según el diario estadounidense The New York Times, están entre las mujeres que más trabajo hacen sin cobrar: destinan seis horas al día a labores no remuneradas. Como alimentar a los bebés, lavar la ropa o conseguir agua para la casa, mientras que los hombres del país trabajan menos de 3 horas sin recibir pago. 

Un Día Sin Nosotras no era contra el presidente de México. Que él volvió contra sí mismo. Porque piensa, en su irrefrenable discurso de odio –de contrapuntear al pueblo– que hay mano negra en estas expresiones colectivas: fifís, conservadores y neoliberales, como él llama.

AMLO, eterna víctima de los malos. Porque él es bueno. Casi santo, está obsesionado con “purificar” la vida pública.  Desconoce, como dicen en redes sociales, que no hay peor villano que quien se hace la víctima. Porque los malos siempre son los otros.  

Durante la mañanera –charla informal con reporteros—, en Palacio Nacional, el presidente López Obrador fue interrogado sobre qué medidas implementará su gobierno para atemperar la corrosiva violencia contra las mujeres.

Respondió con la irremediable sonrisa de sorna que suele colgar, casi imperceptible, en sus labios y una pátina de hartazgo en su voz:

“Pues estamos trabajando todos los días. Sostengo que lo principal es garantizar el bienestar de la gente: combatir la desigualdad económica y social, combatir la pobreza, combatir la desintegración de las familias y eso es lo que estamos haciendo”.

Mortuoria receta para todos los males del país.

Un post en Facebook llama la atención:

“Luego de escuchar la mañanera hoy, hago responsable al presidente Andres Manuel López Obrador, de los feminicidios durante su gobierno.”   

Advierte una psicóloga de de la UNAM, que está por finalizar maestría en psicoanálisis, que pide el anonimato:

“Es una lucha por reconocer el lugar que tienen las mujeres como personas. No como hijas, ni mamás, ni esposas.”

Eco del día anterior, resuena en calles fantásmicas durante este lunes:

“¡Ni una más, ni una más… Ni una ase-si-nada más!  

Y:

“¡El violador eres tú!”

Es casi mediodía. Solitarias un par de prostitutas ofrecen sus servicios afuera del metro Revolución. Zona de cotidiano mercado sexual. Cuesta 300 pesos el servicio, más hotel. Total: 500 pesos. Una, enfundada en sensual vestido negro corto, abajo de los glúteos. La otra, en pantalón entallado blanco moteado. Blusa clara. Cuerpos que alguna vez fueron divinos. Deteriorados por el tiempo. Estómagos protuberantes.  

Ambas calzan zapatos negros de tacón bajo el sol inclemente. Buscan refugio bajo la pálida sombra de un árbol enclenque. Sostienen una breve charla. Miran de soslayo a los varones. Lenguaje corporal para vender sus caricias.

A 20 metros de distancia, un bolero, rostro contrito, charla por su celular:

“Hoy es un día sin mujeres. Tienes que solidarizarte con el movimiento.”

Remata:


“¡Eso sí, mañana tienes que chingarle, mamacita!”

Cobra 20 pesos la boleada.

Completa el panorama, con pinceladas surrealistas, un pequeño ejército de indigentes andrajosos. En su fantasmal miseria duermen a la entrada del metro. Tirados en el piso, mientras estiran la mano implorando limosna. Semejan estatuas negras de sal.

Otra patética estampa cotidiana se observa en el acceso al metro, de norte a sur, antes de descender las escaleras. Arrodillada, en su regazo, una mujer de pelo plateado tiene tendido a su hijo –quizá nieto– adolescente.

Clama, con tono cansino, una y otra vez, tapándose el rostro con recetas médicas dentro de un plástico, que a nadie parece condoler:

“Ayuda para llevar mi niño al hospital.”

El adolescente impasible, sin abrir los ojos, con tapabocas, sólo mueve la cabeza. Ella cubre su rostro con los documentos para que no la tome la cámara del celular.

De acuerdo con estimaciones financieras, las afectaciones económicas como consecuencia del paro femenil de este lunes se estiman entre 34 mil 500 y 43 mil 500 de pesos.

Un joven veinteañero en el metrorobús –que cruza de punta a punta Avenida Insurgentes, del Caminero a Indios Verdes– porta dos celulares. Por uno chatea y con el otro habla, simultáneamente. 

Pregunta, enfundado en lustrosos jeans azul marino:

–¿Yo o tú?

La respuesta a rajatabla.

Pellizca la entraña:

-¡Porque yo soy hombre!

Sobre Avenida Insurgentes hay edificios con las huellas del sismo del 19 de septiembre de 2017. Parecen gigantes de concreto sin vida. Rostro cicatrizado por cuarteaduras.

“Favor se no ingerir alimentos a bordo de la unidad”, advierte, amenazante, una tenebrosa voz femenina grabada que emiten las bocinas de la unidad, casi vacía el área reservada para ellas.

Que insiste, tiránica, una y otra vez, en cada una de las estaciones próximas:

“Puerta abierta. Cuidado al salir. Destino: Indios Verdes”.

Ahora es una voz varonil la que se oye.

Ordena:

“¡Si eres hombre no importa a viajas acompañado. Viaja en el área mixta!”

“Ojalá pase algo bueno de todo”, termina el joven del celular, refiriéndose al paro de mujeres.

De nuevo en el metro. Parada abrupta a medio camino, de una parada a otra, que desata irá de usuarios. Algunos a punto de caer.

“¡Seguro es mujer!”, exclama un varón, con ácida sorna, refiriéndose a quien conduce el tren. Porta gorra negra de beisbolista con el logo de una cabeza de toro enfrente.  Algunas miradas de mujeres son afiladas dagas de recriminación. Ninguna lo reprocha.

Por el sonido interno de los vagones una voz de hombre pide calma. Porque hay una avería a la entrada de la estación Bellas Artes. Y que en un par de minutos sigue su viaje. No hay aire acondicionado. Se enrarece el ambiente. Los viajantes comienzan a sudar.

Más tarde por la noticias se sabe que una mujer se arrojó, suicidándose, en esa parada.

A unos 500 metros de Palacio Nacional, sobre la calle de Tacuba una mujer rolliza, hijo en brazos, vende diminutos pájaros hechos de verde palma: Colibríes a 15 y 20 pesos. Ronda los 30 años. Tiene voz dulce y cara de luna llena.

Ya en el Zócalo capitalino, aparecen pintas multicolores en el piso. Herencia de la marcha del día anterior, rosario de consignas:

“A mi no se me olvida Marcial Maciel”, “Mata a tu violador”, “vivas!”,  “Muerte al macho”, “Ya basta”, “Neta ya no puedo con tanta pinche locura ¿cuándo nos van a dejar de matar?” –acompañada con una caricatura de AMLO. 

Pero la que más llama la atención es la que aparece en la valla perimetral que protegió de la marcha de ayer a la Catedral Metropolitana:

“Saquen sus rosarios de nuestros ovarios”.

Incluso, una mujer insiste a su acompañante que le tome una foto con esa leyenda, pese a la peligrosa afluencia vehicular. 

También hay frases de hartazgo en la fachada de Palacio Nacional. La más común, en letras negras, comienza a ser borrada por un trabajador, manguera en mano, con líquido especial desde  una pipa:

“Nos queremos vivas”.

Frente a Palacio Nacional, fantasmales, dos escenarios sobre el ardiente asfalto: centenares de pares de zapatos de mujeres, niñas asesinadas y desaparecidas. Rojos, negros y plateados.

Decenas de cruces de cartón rosa se convierten en cementerio virtual que lacera el alma. Simbolizan la sepultura de cientos de víctimas de feminicidio. 

Contrasta con las ropas de mayoría de las mujeres que deambulan por el zócalo las de una joven veinteañera, cerca del asta bandera. Diosa encarnada.  Enfundada en diminuto short de mezclilla clara. Resaltan sus exuberantes piernas de roble blanco. Diminuta. Mide menos de 1.60. Calza sandalias blancas y playera rosa. Intercambia palabras en inglés con una mexicana. Seguro desconoce la plaga de feminicidios en México. De saber, quizá, no vestiría así. 

Un testimonio en otra red social, Linkedin, de una madre que asistió a la marcha de ayer, es espejo de la impotencia y desamparo femenil de una nación hecha jirones:

“… fui de la mano de mi pequeña deseando que esto fuera un grito de valentía para que no se vuelva un grito de dolor”.

Porque hay riesgo de que siga escuchándose la frase letal del joven del celular en el metrobús:

“Porque soy hombre”.  

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