¿Un soldado en cada hijo..?

Foto: Cuartoscuro

Por Humberto Musacchio

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 15 de mayo de 2020.- Esta semana apareció en el Diario Oficial un acuerdo presidencial que dispone el uso de “la Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”, según reza el documento.

Como es obvio, se procede a una aparente formalización de lo que existía de facto. El Ejército y la Marina están en las calles desde los estertores del sexenio foxista, pues a Felipe Calderón le urgía legitimarse por cualquier vía y, a lo largo de su gobierno, las Fuerzas Armadas, con casi 50 mil elementos en las calles, cumplieron funciones meramente policiacas y lo mismo hizo Enrique Peña Nieto.

Con tales antecedentes, resulta por lo menos superfluo que se pretenda dar estatus legal al empleo anticonstitucional de las Fuerzas Armadas. Por supuesto, el crimen organizado sigue en auge y, ante la crisis económica que se nos vino encima, es previsible que también se multiplique la delincuencia “desorganizada”.

Se sabe que sacar a los soldados de los cuarteles es, generalmente, muy fácil. El problema es hacerlos regresar, y no tanto por la gana de disipar el riesgo de un golpe de Estado, sino porque resulta muy cómodo el uso de las corporaciones militares para afrontar los problemas que los políticos no saben o no pueden resolver.

Echar mano de las Fuerzas Armadas es siempre resultado de un mal cálculo, porque, como lo hemos visto en los últimos sexenios, la presencia militar en las calles no resuelve el problema de la delincuencia ni puede garantizar el orden público, pues las Fuerzas Armadas cuentan con una capacitación que tiene otros fines y diferentes medios.

Pese a los elementos corruptos —una ínfima minoría—, la Guardia Nacional desempeña sus funciones hasta donde lo permiten el número de sus efectivos y las condiciones técnicas y sociales. Lo mismo puede decirse de otras corporaciones que, como la policía capitalina, tienen orden de la más alta superioridad (YSQ) de no responder a las agresiones, como lo hemos visto en manifestaciones en las que grupos de enmascarados atacan y humillan a los uniformados. Para colmo, cuando, gracias a sus labores de inteligencia, la Secretaría de Seguridad Pública logra dar importantes golpes a las bandas criminales, jueces ineptos, blandengues o corruptos los ponen en libertad.

De modo que si algo está mal no puede culparse a corporaciones como las citadas, sino a la ausencia de una estrategia que requiere de la fuerza pública, sí, pero que debe estar regida por una política capaz de impedir que la delincuencia se desborde, como ahora sucede, y se haga incontrolable.

El reparto de despensas que realizan algunas mafias incomoda a las autoridades, pero despierta simpatía entre la población más depauperada. Lo peor es que resulta una evidencia incontrastable de políticas fallidas o de la falta de políticas para adelantarse a las pandillas y atender las necesidades de la población. Por si hiciera falta, muestra también el fracaso o, al menos, la insuficiencia de las políticas asistenciales del presente gobierno.

Y mientras las mafias ganan legitimidad social, las autoridades se muestran impotentes para afrontar exitosamente el reto —los retos— que plantea la delincuencia. En el fondo, y también en la superficie, la causa de tan rotunda ineficiencia radica en la política, pues, una y otra vez, el Ejecutivo ha saboteado los intentos de despenalizar y reglamentar debidamente la producción, distribución y consumo de drogas, que, hasta ahora, constituye el principal negocio de las bandas delictivas.

El actual gobierno ha hecho suya la guerra contra las drogas de Felipe Calderón, pese a los nefastos resultados de esa cruzada que se presenta como moralista, pero que, en el fondo, resulta profundamente perversa, pues ha llevado a la muerte de centenares de miles de mexicanos. Insistir en esa estrategia fallida puede ser la tumba de la 4T.

El camino no es disponer de más policías ni de más soldados. Tampoco es aconsejable elevar el gasto en el rubro de seguridad, cuando las necesidades de los mexicanos, que nunca han sido pocas, se verán incrementadas con la pandemia y con lo que siga. Insistir en lo mismo es inhumano, suicida incluso.

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