¿Crisis en la educación superior?

Foto: Victoria Valtierra / Cuartoscuro

Por Humberto Musacchio

Periodistas Unidos, Ciudad de México. 30 de diciembre de 2019.- Los numerosos movimientos estudiantiles vividos en 2019, los problemas presupuestales de las universidades públicas y hasta los inauditos paros y protestas en las universidades privadas, entre otros hechos, muestran que algo no funciona en la educación superior.

Hasta los años sesenta del siglo XX, obtener una licenciatura representaba una especie de pasaporte a una vida sin apreturas. Los movimientos de ese decenio mostraron que esa idea no encajaba del todo con la realidad, pues la masificación de la enseñanza superior no necesariamente permitía mejorar el estatus social de los egresados.

La culpa de ese desfasamiento radicaba en planes y programas de estudio anticuados, ajenos a la evolución tecnológica y las necesidades que surgían de una economía en expansión y una profunda transformación social, la que se expresaba, entre otras cosas, en el éxodo del campo a las ciudades, que creó nuevas necesidades que se expresaban en forma masiva, tales como empleo, seguridad social, vivienda, etcétera.

Entre la segunda mitad de los sesenta y la primera de la siguiente década se produjeron numerosos experimentos de reforma en las universidades. Además de las carreras tradicionales como derecho y medicina, el país necesitaba personal calificado en diversas ingenierías, especialidades médicas y, en general, en las llamadas ciencias duras. Paralelamente, las carreras humanísticas se multiplicaron para responder a la nueva demanda social.

Los intentos de responder a lo que exigía la situación, salvo las excepciones del caso, no fueron especialmente exitosos. El explosivo crecimiento de la matrícula en esos años empujó a la creación de nuevos centros de estudios y a la expansión de los existentes, lo que significó también la improvisación de un profesorado que dudosamente tenía vocación y capacidad para las tareas académicas.

Los resultados estuvieron muy lejos de lo planeado, pues la mediocridad se apoderó de las más antiguas y prestigiosas universidades públicas, lo que tuvo como consecuencia la proliferación de instituciones privadas de educación superior. Mientras que, a fines de los años sesenta, las universidades particulares representaban apenas poco más de 3%, hoy son más de 40% del total. Desde luego, la abrumadora mayoría de las universidades privadas ha sido calificada de patito, esto es, de negocios educativos de bajo nivel, fraudulentos incluso.

Desde hace décadas, los egresados de las universidades públicas se enfrentan a grandes dificultades para colocarse en un empleo más o menos digno y medianamente pagado. Lo que abunda es la presencia de licenciados en los puestos inferiores de la escala laboral, por supuesto, con salarios míseros. El sueño de convertirse en profesional independiente se extinguió en la inmensa mayoría de los egresados.

Ese triste futuro es un factor de desaliento en los jóvenes y afecta no sólo a los muchachos de las universidades públicas o de las privadas patito, que reciben una educación insuficiente para competir con éxito en el mundo laboral. Lo curioso es que la desazón alcanza también a los alumnos de las más prestigiosas instituciones privadas, pero a estos por razones opuestas, pues su queja fundamental es que les exigen demasiado, que los profesores son demasiado estrictos y hasta abusivos y que la carga de trabajo les impide disfrutar de la juventud.

Quienes así se quejan son los estudiantes que llegan a las aulas bien comidos, que disponen de todos los elementos didácticos necesarios, que en gran parte cuentan con automóvil propio y dinero suficiente para cubrir sus necesidades. Son los bendecidos por el neoliberalismo, los que en las últimas décadas han salido de la escuela para ocupar los mejores empleos públicos y privados.

La crítica de esos estudiantes, muchos de los cuales se proponen llegar a las mejores universidades europeas o estadunidenses, no tiene en el radar que si llegan a esas instituciones tendrán una carga de trabajo muy superior a la actual y que sin un buen entrenamiento previo no podrán salir airosos de la maestría o el doctorado que emprendan.

Pues sí, quien aspire a los más altos títulos tendrá que adaptarse a un mundo cada vez más exigente… o dedicarse a otra cosa.

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