Cuba: el estallido social como crimen político

Por Rafael Rojas

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 24 de julio de 2021.- La lógica excepcionalista del sistema cubano tiende a considerar cualquier protesta como una provocación al servicio de la agresión foránea. Y ese discurso se repite frente a protestas inéditas en la isla.

El pasado 12 julio, al día siguiente de la mayor protesta popular contra el gobierno cubano que se haya producido en décadas, el presidente Miguel Díaz-Canel envió un mensaje a la nación acompañado de varios miembros de su gabinete. Allí estaba el primer ministro Manuel Marrero y el ministro de energía y minas Liván Arronte Cruz. Cada uno de estos funcionarios, sin reconocer nunca el sentido ni la magnitud de la protesta, intentó explicar las razones del descontento popular: cortes de electricidad, desabastecimiento de medicinas y alimentos, rebrotes de contagios por la endemia de covid-19.

Aquella mañana habló otro funcionario cubano que, más que explicar las causas de las protestas, expuso la lógica política y jurídica con que serían enfrentadas. Rogelio Polanco, Jefe del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, fue presentado por el presidente Díaz-Canel como la persona indicada para conceptualizar «los sucesos» ya que había sido por muchos años embajador de La Habana en Caracas. De hecho, fue embajador cuando se desataron las más intensas protestas de amplios sectores de la sociedad venezolana entre 2017 y 2019.

Polanco señaló que lo que había sucedido en Cuba era un intento más de «golpe continuado» o «revolución de colores», organizado por los enemigos de la Revolución, como parte de la «guerra no convencional de Estados Unidos contra Cuba». En Venezuela, dijo, le tocó vivir algo similar cuando, tras el desconocimiento oficial de la legitimidad de la Asamblea Nacional, de mayoría opositora, y la creación de una Asamblea Constituyente paralela, muchos venezolanos salieron a las calles para protestar contra el régimen de Nicolás Maduro.

Según Polanco, aquellas protestas, que se agudizaron en 2019 y desataron choques violentos entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad, son antecedentes a tomar en cuenta en la situación cubana. Aunque en Cuba no se vieron fenómenos como las «guarimbas» venezolanas, hubo actos violentos como asaltos a tiendas y agresiones contra la policía. Las manifestaciones, sin embargo, fueron mayoritariamente pacíficas y no estuvieron convocadas o lideradas por la oposición, como en Venezuela.

La confirmación de que las protestas fueron asumidas por el gobierno cubano como un ataque del «enemigo» –categoría difusa donde las haya, ya que eventualmente incluye actores tan disímiles como el gobierno de Estados Unidos, toda la dirigencia política republicana o demócrata cubanoestadounidense, el exilio, la oposición interna, el activisimo cívico o artístico y buena parte de la comunidad internacional- llegó con los primeros editoriales de Granma y Juventud Rebelde, que anunciaron que el «odio no quedará impune» y que «se llegaría al fondo» en una investigación sobre la protesta, que identificaría a sus responsables.

La criminalización del estallido se completó con el posicionamiento de diversos funcionarios como el canciller Bruno Rodríguez y el presidente de Casa de las Américas, Abel Prieto, en medios oficiales y redes sociales, a propósito de que los ejecutores de las protestas eran «vándalos, delincuentes, marginales e indecentes». A la acusación de que eran actores manipulados por campañas adversas al gobierno en medios alternativos y redes sociales se sumó un perfil sociológico de los manifestantes como parte del lumpen proletariado.

Decenas, tal vez cientos de jóvenes cubanos han permanecido presos desde el 11 de julio. Funcionarios del poder judicial de la isla han explicado que se les abrirá procesos por el cargo de desorden público. Dado que el estallido no se entiende como estallido si no como intento de golpe de Estado, otra línea de la investigación buscará establecer vínculos de esos jóvenes con grupos del exterior de la isla, especialmente de Miami, a los que el gobierno responsabiliza por las manifestaciones.

La criminalización de la protesta adquiere, así, su más completo esbozo. Manifestarse es criminal porque formaría parte de un acto de agresión foránea, contra el régimen político, y porque recurriría a delitos comunes contra el orden público. Tanto en gobiernos de izquierda como de derecha, en América Latina, hemos visto este tipo de criminalización. El sistema político cubano, que constantemente se legitima a partir de un discurso excepcionalista, no se aparta un milímetro del modus operandi regional cuando se trata de judicializar una protesta.

En Cuba existe, desde los años 90, un dispositivo jurídico de criminalización de la oposición política, como contrapartida de la enmienda Helms-Burton (1996) del Congreso de Estados Unidos, que reforzó el embargo comercial. La Ley de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba, o Ley 88, de 1999, aprobada por el parlamento de la isla, establece una serie de figuras delictivas a partir del posible respaldo a las sanciones económicas de Estados Unidos contra Cuba en que puedan incurrir los ciudadanos al ejercer sus derechos de expresión, reunión o manifestación.

La ley está pensada en un rango de discrecionalidad interpretativa tan amplio que una crítica al sistema político de partido único o al desempeño de un gobernante puede ser asumida como suscripción a la Ley Helms-Burton. Comúnmente llamada «Ley Mordaza», este mecanismo jurídico fue utilizado en los procesos contra 75 opositores pacíficos en la denominada «Primavera Negra» de 2003. Aunque muchos de aquellos opositores, especialmente los afiliados al Movimiento Cristiano de Liberación y varios medios de prensa independientes, se oponían públicamente al embargo comercial de Estados Unidos, fueron juzgados y encarcelados como cómplices de esa política punitiva por ejercer la crítica al gobierno.

En los últimos meses, a raíz de las acciones del Movimiento San Isidro y el «27-N», el Estado cubano y los medios oficiales han rescatado la Ley 88 de 1999. Se ha dicho que algunos activistas de ambas organizaciones podrían ser procesados de acuerdo con esa norma jurídica. De por sí es irregular y arbitraria la existencia de una ley que está ahí, no para ser aplicada al pie de la letra, sino para ser utilizada como amenaza contra el ejercicio de las libertades públicas garantizadas y relativamente ampliadas en la última Constitución de 2019.

En los dos gobiernos latinoamericanos más unidos geopolíticamente a Cuba, el venezolano de Nicolás Maduro y el nicaragüense de Daniel Ortega, se han adoptado dispositivos jurídicos muy similares. Toda la ofensiva contra la oposición venezolana, desde 2019, ha seguido la misma premisa. Los arrestos de activistas, periodistas y líderes políticos en Nicaragua, en los últimos meses, se han basado en una ley que copia la letra y el espíritu de la cubana: Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz o Ley 1055 de 2020.

¿Estaría dispuesto el gobierno cubano a aplicar la Ley 88 de 1999 a cientos o miles de personas involucradas las manifestaciones del 11 y el 12 de julio? ¿Cómo avanzará ese gobierno en el procesamiento criminal y político de un grupo tan amplio de manifestantes? Cualquiera que sea la vía escogida, es evidente que de querer hacerlo, nada impediría a la máxima dirigencia cubana armar un caso de justicia masiva y proyectarlo, una vez más, sobre el conflicto bilateral con Estados Unidos.

Como en 2003, la justicia sería ejercida contra un grupo de cubanos que el gobierno ve como peones del imperialismo. Procesarlos como cómplices de la hostilidad de Washington permitiría focalizar el conflicto cubano, no en la acumulación de agravios internos (aumento de contagios de covid-19, desabastecimiento de medicinas y alimentos, cortes de electricidad, represión y privaciones de los jóvenes de menores recursos, como gran parte de los afrocubanos) que provocó el estallido, sino en las sanciones de Estados Unidos.

Esas sanciones, que deberían ser levantadas por su injusticia implícita, acaban siendo convertidas en la excusa perfecta para ejercer la represión en la isla. A todas las objeciones posibles al embargo comercial de Estados Unidos podría sumarse la de formar parte de la estructura jurídica del estado de excepción en Cuba. El embargo ya es un componente orgánico de la maquinaria represiva del Estado cubano y un argumento a favor de la criminalización de la protesta en la isla.

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