Doscientos años del nacimiento de Walt Whitman

Por Martín Palacio Gamboa

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 24 de diciembre de 2019.- Para empezar, digamos que Walter Whitman nació en West Hills, Long Island, el 31 de mayo de 1819, y fue el segundo de nueve hermanos. Su padre fue un carpintero no muy afortunado, y parece que Walt sacó poco de aquel hombre rudo y taciturno. Su madre debió de ser el verdadero sostén de la familia. El poeta se refiere a ella como “la más perfectamente amada”. De atenernos a su vasta correspondencia, quizá ese vínculo sirva para explicar su bisexualidad, tan borroneada de las correcciones que los editores de la época hicieron sobre sus textos más explícitos.

En 1823 lo encontramos en Brooklyn junto con su familia y, por falta de recursos económicos, tiene que dejar la escuela a los 10 años para ponerse a trabajar en algunos periódicos e imprentas. Ese bache de su enseñanza formal es compensado, casi de un modo caníbal, con la lectura de los clásicos y de todo lo que cae en sus manos: la Biblia y Shakespeare, William Blake y los filósofos griegos, los diarios de viaje y las revistas de actualidad. El periodismo se transforma en un impulso constante de exploración verbal y en 1846 ya cuenta con la experiencia suficiente para convertirse en editor del Eagle, un floreciente periódico que servía de expresión al partido demócrata. Eso colaboró a darle cierto prestigio local, aunque poco después fue despedido por atacar la esclavitud. Durante los años inmediatamente anteriores a 1855, su ocupación verdadera fue de orden interior: una gradual evolución creadora, que lo llevó a publicar la primera edición de Hojas de hierba. Si bien se ha conjeturado desde los más diversos puntos de vista para explicar la eclosión de un poeta peculiarísimo, que jamás se podría haber previsto en sus crónicas y artículos, hay una certeza: la lectura de las obras de Ralph Waldo Emerson (“Yo hervía, hervía, hervía. Emerson me llevó a la ebullición”) fue un verdadero caldo de cultivo para su inspiración. Bajo la influencia de la filosofía racionalista y romántica alemana, así como del hinduismo, Emerson proponía el trascendentalismo, una vía intuitiva basada en la capacidad de una conciencia individual que no necesitaba milagros, jerarquías religiosas ni mediaciones. La admiración de Whitman no fue unidireccional; Emerson, que ya contaba con un prestigio nada desdeñable en los más amplios círculos intelectuales y políticos de la época, saludó con efusión y lucidez crítica la aparición del poeta y su libro.

Con todo, esa primera edición de Hojas de hierba no tuvo la repercusión que hoy podríamos creer esperable. Los lectores de los pocos ejemplares que se vendieron se encontraron con 12 poemas (incluido “The song of myself”) y un prefacio en el que el autor explicaba su lineamiento estético. Allí avizoramos que en Whitman resuena, de un modo único, un tópico que se inaugura con él: el del individuo moderno que, siendo testigo de la desdivinización del mundo, lo resignifica a través de una subjetividad que busca abordarlo todo.

Whitman es la encarnación de un paradigma propio del siglo XIX. En ese paradigma está el hombre, el yo que domina la naturaleza y construye su espacio histórico, la ciudad; el hombre que cree en los descubrimientos de las ciencias acerca del mundo y sus orígenes, que vive el presente como progreso hacia el futuro, el verdadero paraíso secularizado; el hombre que se autoproclama el único dios existente. Whitman, poeta épico, nos permite oír este mito hablando por su propia boca, con la serenidad de quien se acuesta en la playa y contempla las olas echado en la arena. A través de un tono expansivo, su escritura en versículos que remiten a los salmos bíblicos es una celebración constante de lo que ese paradigma ofrecía como modelo antropológico y político. En ese yo, que abarca al hombre y a la mujer por igual, se genera un movimiento dialéctico en el que los ecos y las voces múltiples se conjugan, dan paso a la otredad, permiten la filtración del mundo.

El poema largo –innovación formal necesaria para dar cuenta de esa nueva mirada sobre el universo– reúne dos operaciones aparentemente disímiles: contar y cantar. Su origen, sabemos, es la épica, lo narrativo. Sobre ese aspecto, anotaba Octavio Paz que “casi todos los grandes poemas modernos son poemas extensos. Las obras características del siglo XX –pienso, por ejemplo, en las de Eliot y Pound– están animadas por una ambición: ser las divinas comedias y los paraísos perdidos de nuestra época. La creencia que sustenta todos estos poemas es la siguiente: la poesía es una visión total del mundo o del drama del hombre en el tiempo”. Aquí hay algo que resulta obvio, pero que es, finalmente, engañoso: una visión total del mundo necesita de cierta extensión para ser expresada. Tal vez lo que quiere decir Paz es otra cosa: que el poema largo revela una total confianza en la poesía. Y eso, a su vez, nos lleva a otra pregunta: ¿por qué ciertos poetas modernos eligen un formato que de por sí es complejo y presenta innumerables problemas técnicos para expresar esa confianza en la palabra poética como fundamento del ser y la realidad? Volvamos a Paz: “Para el gusto moderno la poesía es, ante todo, concentración verbal, y por eso el poema largo se enfrenta a una dificultad casi insuperable: reunir extensión y concentración, desarrollo e intensidad, unidad y variedad, sin hacer de la obra una colección de fragmentos y sin incurrir tampoco en el grosero recurso de la amplificación”.

La poesía moderna se caracteriza por una violenta ruptura con la tradición, lo que no deja de ser paradójico: el espíritu transgresor necesita de una de las formas más antiguas de la poesía –la que proviene de la épica– para desarrollarse. Además, esta visión totalizante de la realidad busca ser fundacional: el poema largo va a encarnarse en la forma de poéticas o manifiestos estéticos. Antes de Pound y Eliot, Walt Whitman, con el poderoso saludo optimista de Hojas de hierba, se transforma en el primer poeta en presentar una visión totalizante de la realidad. De su trabajo vienen no sólo las Odas de Alberto Caeiro y los versos largos de Aullido, de Ginsberg, sino también el Neruda del Canto general. Con todo, es interesante notar que, aunque el poeta estadounidense no está preocupado por seguir las normas clásicas del género épico, reitera detalles fundamentales de su estructura, como la comparación con civilizaciones antiguas, exhibiendo el propósito de excederlas, o la presentación de los ideales y los valores que alimentan el orgullo de pertenecer a su patria y que son olvidados por un instante, pero sólo para admirar a los hombres totales o a un hombre total e ideal, que es exactamente el poseedor de tales valores.

El hecho es que, frente a la escasa respuesta, Whitman insistió con una segunda edición en 1856. Allí aparecieron 20 nuevos poemas y la cita de una alabanza de Emerson. Pero esta edición apenas gozó de mejor éxito que la del año anterior, y el poeta volvió a su labor periodística como editor del Times de Brooklyn. Sin embargo, no se dio por vencido: en 1860, con 124 poemas nuevos, Hojas de hierba logró, al fin, una enormísima popularidad. A partir de entonces, el libro pareció responder a una suerte de plan: una llamada universal a todos los individuos libres de Estados Unidos para que se unieran en la gran democracia, en la solidaridad de la fraternidad común y en el renacimiento de un paganismo que sacralizara, sin culpa, el cuerpo y sus pulsiones eróticas. Los poemas “Calamus” y “Out of the Craddle” pueden interpretarse como un canto fúnebre a un amor perdido, e inducen a suponer que Whitman había hallado y perdido un amante masculino y que esa pérdida fue para él una tragedia, cuya contrapartida fue dar rienda suelta a un verso de gran imaginería y con períodos más largos y sostenidos, que logra diferenciarse de los de “Song of Myself”. En diciembre de 1862, Whitman se marchó a Virginia para encontrarse con su hermano George, que se encontraba herido en Fredericksburg, en el frente de guerra. Allí sufrió tanto por los soldados de la Unión como por los Confederados. Regresó a Washington y consiguió un puesto como empleado en la Oficina de Paga del Ejército. Buena parte de su tiempo la dedicó a visitar soldados heridos y enfermos. La impresión que le dejó el tétrico espectáculo de los cuerpos mutilados quedó reflejada en la edición definitiva de Hojas de hierba, de 1871. Ya en 1865 el autor había publicado Drum‑Taps (Redobles de tambor), que, aunque carece del osado autodescubrimiento de sus versos más tempranos, es considerado, junto con Escenas de batalla (1866), de Herman Melville, una de las respuestas más crudas e inspiradas al panorama que dejó la guerra civil.

Tras ese episodio histórico, el poeta regresó a la prosa y publicó Democratic Vistas, en 1871, Memoranda During the War, en 1873, y Specimen Days, en 1882. Pese a que su reputación como escritor se había vuelto algo más que indiscutida, Whitman fue considerado el proverbial profeta sin honor en su tierra. Sólo en Europa recibió la atención crítica que merecía, especialmente en Inglaterra, Alemania y Dinamarca. El reconocimiento entre los suyos –que no surgió de su círculo de allegados– se dio en 1880 con una nota de Edmund Clarence Stedman, considerado uno de los críticos literarios más agudos de la escena estadounidense. Sin aprobar las alusiones sexuales de Hojas de hierba, Stedman no regateó alabanzas a una obra que había ido creciendo en cada edición. Pero, para ese entonces, el poeta se encontraba enclaustrado en la casa de su hermano, en Candem, después de haber sufrido, en 1873, una apoplejía que lo obligó a jubilarse del trabajo que había tenido en Washington desde el final de la guerra. Sufrió al menos otro ataque y nunca recuperó la buena salud que había celebrado en clave poética. En 1884 se trasladó a una pequeña casa de su propiedad en la calle Mickle, donde se entregó de nuevo a escribir y planificar nuevas ediciones de Hojas de hierba, y donde lo visitaban algunos amigos ilustres, entre ellos, Oscar Wilde.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.

Easysoftonic