El 68 mexicano, 50 años después

Por Manuel Aguilar Mora

¿Por qué si los Estados Unidos prosiguen la bárbara

guerra de Vietnam y la URSS invade Checoeslovaquia

con el mayor descaro, sin importarle a ninguno

las censuras ni la indignación de la opinión pública mundial,

no se iba permitir el gobierno de Díaz Ordaz consumar

la espantosa matanza de Tlatelolco,

sin cuidarse para nada

del honor de México en el extranjero?

 

José Revueltas, “Carta abierta a los estudiantes presos”,

escrita en octubre de 1968,

un poco antes que su autor fuera detenido

por la policía diazordacista y encarcelado

en Lecumberri

con los estudiantes a los que

había dirigido la carta.

 

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 31 de julio de 2018.- Las conmemoraciones, más cuando son centenarias o cincuentenarias como ésta de los acontecimientos de 1968, son rituales complejos. Pueden ser irrelevantes, incluso vacíos pero también hay ocasiones en que desempeñan momentos de reflexión importante. En este caso se trata de uno de los momentos estelares del siglo XX, un año en el que surgió a la superficie ese proceso de revolución mundial que, subterráneo, se viene preparando y realizando desde la irrupción de la sociedad globalizada del capitalismo y cuya codificación fue proclamada en el texto político revolucionario más influyente y leído de la historia, el Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels.

 

A diferencia de otros países en los que la celebración del cincuenta aniversario de los acontecimientos de 1968 puede carecer de relevancia, en México es muy previsible que el próximo 2 de octubre se realicen actos y manifestaciones masivas importantes en todo el país. De hecho durante los cincuenta años transcurridos desde entonces el “¡2 de octubre no se olvida!” como han coreado ese día todas las generaciones de jóvenes que se han manifestado anualmente llenando con su brío la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco para rendir tributo a los mártires de la masacre de hace cincuenta años.

 

Precisamente hace cincuenta años, el 26 de julio de 1968 estalló en pleno centro histórico de la Ciudad de México el conflicto político que cimbró al país y lo puso en sintonía con los conmocionantes acontecimientos internacionales. El ’68 mexicano, en especial su sangrienta tragedia final en Tlatelolco, fue en realidad el último gran jalón de la serie de sucesos que estremecieron al mundo en ese año cúspide de los agitados años de la década de los sesenta.

 

La dimensión internacionalista

El año se había iniciado en enero y febrero con un hecho que produjo un choque político de dimensiones planetarias. El combate que arrasaba Vietnam con la ocupación de medio millón de tropas del ejército de Estados Unidos llegó a un momento crucial que pareció incendiar al mundo. A pesar de la parafernalia de su armamento y del salvajismo de sus métodos (en el conflicto murieron un millón de vietnamitas y se arrojó un caudal de bombas sobre Vietnam equivalente al de todas las bombas arrojadas en el Segunda Guerra Mundial), el gobierno de Washington no lograba apagar el incendio de la guerra de liberación nacional del pueblo vietnamita y en esos días se confrontó con una ofensiva militar de tales  dimensiones (la ofensiva del Tet, nuevo año vietnamita) que, a pesar de las apocalípticas bajas de los combatientes que llegaron incluso a ocupar durante varias horas la embajada estadounidense en Saigón, constituyó una contundente victoria política de las fuerzas insurgentes. Ese mensaje fue recibido y así se inició la serie de hechos que marcaron a 1968 como el año en que el mundo pudo cambiar de base.

 

En Estados Unidos las escenas tremendas de la guerra del sureste de Asia fueron presenciadas en las pantallas de televisión. El sentimiento antibélico estadounidense escaló niveles inauditos que se reflejaron en multitudinarias protestas en las principales ciudades que obligaron a Lyndon Johnson a cambiar al general de sus tropas y a renunciar a su reelección como presidente. La lucha de la población negra se recrudeció con motivo del asesinato de Martin Luther King y el país se confrontó a su peor crisis política desde la guerra civil de la época de Lincoln.

 

Las erupciones del volcán vietnamita se esparcieron por todo el mundo. Un amplísimo y poderoso sentimiento antiimperialista contra la política estadounidense prendió, en especial entre la juventud. De Japón a Alemania, de Inglaterra a Brasil, cientos de miles de jóvenes, en especial estudiantes, ocuparon las calles y se solidarizaron con el combate épico de los campesinos y trabajadores vietnamitas. Esa fue la primera fuente de la internacionalización de las luchas de 1968, su matriz antiimperialista. A partir de allí escalaron otros niveles y en mayo sobrevino el ejemplo más espectacular que nadie había previsto ni de lejos: el mayo francés. A principios de mayo, varias huelgas universitarias en París y sus alrededores confrontaron a los estudiantes con los granaderos y súbitamente después de varios días transcurridos de enfrentamientos de diverso tipo, una noche los estudiantes tomaron los adoquines de las calles del barrio universitario y construyeron barricadas para impedir el paso a la policía a sus escuelas y facultades. La noche de las barricadas incendió París y de inmediato estalló el 14 de mayo la huelga más grande de la historia del capitalismo: 10 millones de trabajadores pusieron al gobierno de Charles de Gaulle al borde del precipicio. Con el mayo francés se inició en Europa occidental una auténtica renovación de las perspectivas revolucionarias que se proyectaron hasta bien entrada la década de los años setenta: Italia, Portugal, España, surgimiento de nuevas vanguardias y recomposición del movimiento de los trabajadores.

 

La historia se escribía no sólo en el “bloque capitalista”. También se movían las aguas en lo que entonces era “el bloque socialista” dividido entre la Unión Soviética y la República Popular de China. Sólo semanas antes en 1967, el país más populoso del mundo había experimentado una convulsión revolucionaria con repercusiones internacionales, la llamada “revolución cultural china” y ya en 1968 los movimientos democratizadores de trabajadores en los países europeos dominados por las burocracias de origen estalinista también se hicieron sentir, en especial con el despertar de la Primavera de Praga en Checoeslovaquia. Por último y de ningún modo menos importante en octubre de 1967 había sido asesinado por órdenes de la CIA en Bolivia Ernesto Che Guevara, posiblemente el líder revolucionario más influyente en esos días cuya convocatoria a “crear uno, dos, tres muchos Vietnam” había repercutido en los rincones más apartados. Este y oeste, sur y norte el mundo giraba enfebrecido.

 

La dictadura perfecta

Ese 26 de julio de 1968, como en los últimos diez años, la izquierda estudiantil mexicana había organizado las manifestaciones conmemorativas del inicio de la Revolución cubana. En la Ciudad de México, un conjunto de dos mil personas partió en la tarde de ese día hacia la Alameda en pleno centro histórico de la ciudad. Allí se unieron a su mitin otros tres mil estudiantes que habían sido brutalmente repelidos por granaderos que les impidieron llegar a la plaza del Zócalo en donde habían decidido protestar frente al Palacio Nacional sede del presidente Díaz Ordaz. Se trataba de estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN) quienes habían sido objeto días antes de una embestida represiva de la policía capitalina con motivo de un pleito intranscendente entre pandillas juveniles. La represión se había escalado de tal manera que las bandas policíacas invadieron las instalaciones escolares y arremetieron incluso contra los profesores. Por supuesto, estas acciones prendieron en el IPN y la reacción no se hizo esperar. Precisamente esa manifestación repelida en el Zócalo ese viernes 26 de julio era la culminación de protestas realizadas los días anteriores. Así la respuesta a las protestas contra la represión fue más represión, la cual se extendió a todo el centro de la ciudad tocando a las preparatorias de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) las cuales seguían allí instaladas en el viejo barrio universitario, a sólo una cuadra del Zócalo.

 

Ese fin de semana el centro histórico permaneció como campo de batalla. La policía se demostró incapaz de vencer a los estudiantes atrincherados en los edificios escolares ya no sólo del centro histórico sino de otros lugares de la ciudad. Las labores represivas se extendieron y para el fin de semana habían sido detenidos y encarcelados una mayoría de los miembros de comité central del Partido Comunista mexicano que los reflejos simples del anticomunismo reinante culpaban, sin fundamento alguno, de la subversión en marcha. En la noche del lunes y la madrugada del martes siguiente tuvo lugar el acontecimiento que con su estallido expandió nacionalmente el conflicto y lo convirtió en una movilización masiva: a petición de las autoridades federales intervino el ejército que con un bazukazo derribó el viejo portón del antiguo edificio de la Rectoria en donde se encontraban los recintos de las Preparatoria 1 y 3 de la UNAM. Fue la señal para salir a las calles, la de la primera gran manifestación del Movimiento estudiantil-popular el 2 de agosto desde la Ciudad Universitaria de san Ángel, dirigida por las propias autoridades universitarias con el rector Javier Barros Sierra a la cabeza pero que no pudo llegar al centro histórico por la muralla del ejército que se interpuso en su recorrido.

 

Los caminos de la historia fueron tejiéndose esa tarde del 26 de julio y los días siguientes y la unión de esas dos marchas estudiantiles con objetivos distintos fue el detonador de un movimiento masivo que se desencadenó hasta convertirse en el Movimiento estudiantil-popular mexicano. Pero la historia no es gratuita. La palabra represión ha sido escrita varias veces en  las líneas anteriores. Y para entender los acontecimientos que siguieron es necesario un breve recordatorio histórico.

 

Cada proceso nacional inmerso en ese inmenso crisol del estallido global que fue el del 1968, forjaba su dinámica en una combinación específica de los determinantes mundiales con las especificidades y peculiaridades nacionales. Y las peculiaridades mexicanas eran bien evidentes. Se trataba del determinante fundamental de la política mexicana que constituía la “dictadura perfecta”, el imperio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la cúspide de un sistema de partido único de facto, casi totalitario, que sin embargo se cubría con los ropajes usurpados de una revolución que de 1910-19 había desafiado y derrotado a una de las dictaduras oligárquicas latinoamericanas más poderosas y feroces, la de Porfirio Díaz. Pero el PRI, cuyo antecesor fue fundado como Partido Nacional Revolucionario en 1929, se había perpetuado en el poder recurriendo cada seis años a la farsa de unas jornadas electorales en las que era imposible diluir el hecho de que cada nuevo elegido a la silla presidencial en la práctica tenía un único y gran elector: el dedo del presidente en turno que lo designaba como su sucesor.

 

Precisamente en 1968 el imperio del PRI se encontraba en uno de sus momentos dorados. Desde el punto de vista económico, el capitalismo mexicano disfrutaba de un auge considerable que desde entonces ya no ha repetido: altos índices de crecimiento en la industria y en la agricultura, estabilidad financiera, mínimo endeudamiento, en síntesis, se trataba de lo que los apologistas del régimen llamaban con orgullo “el milagro mexicano”. El PRI-gobierno como se decía entonces, contaba con enormes acervos de estabilidad también política: controlaba corporativamente sin desafíos importantes al movimiento obrero y manipulaba a los campesinos con los acervos de una reforma agraria que a pesar de ser cada vez más insuficiente mantenía márgenes de maniobra considerable.

 

Con el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) la prepotencia priista llegó a niveles muy altos. Como secretario de Gobernación del gobierno del presidente anterior, Adolfo López Mateos (1958-1964) y después él mismo como presidente, Díaz Ordaz fue el cerebro ejecutor de una de las ofensivas reaccionarias más feroces de América Latina en plena temporada de la guerra fría anticomunista llevada a su paroxismo por los ocupantes de la Casa Blanca Kennedy, Johnson y Nixon. Bajo el pretexto de la lucha contra el comunismo la represión a las luchas populares había cobrado muchas víctimas (el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo, su esposa embarazada y familiares), la terrible ruptura de la huelga de los trabajadores del riel en 1959 con miles de despedidos, decenas de dirigentes encarcelados durante años. El famoso penal de Lecumberri era el sombrío símbolo de ese momento albergando a decenas de trabajadores, estudiantes, médicos, periodistas, profesores, intelectuales y en la cárcel de mujeres, también había presas políticas. Precisamente Demetrio Vallejo, el líder ferrocarrilero que llevaba casi diez años entre rejas se convertiría en el símbolo de los presos políticos cuya libertad se convirtió en la principal demanda del Movimiento estudiantil-popular.

 

La dinámica del movimiento

Los movimientos sindicales se habían topado con el muro represivo implacable: ferrocarrileros, electricistas, petroleros, maestros, telegrafistas, médicos y antes de 1968 también los estudiantes habían sido reprimidos en Michoacán, Puebla, Chihuahua, Sonora y la propia Ciudad de México. El despotismo diazordacista parecía invencible.

La represión iba mostrarse con toda su crudeza: la cuenta macabra de los caídos se inició desde el mismo 26 de julio y culminó en la masacre del 2 de octubre. No se sabe exactamente cuántos cayeron en Tlatelolco: el vocero del gobierno de Díaz Ordaz declaró el 3 de octubre que “en los disturbios de ayer hubo cerca [sic] de 20 muertos, 75 heridos y más de 400 detenidos”, sin embargo “se garantiza la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos”. Hubo otras estimaciones. El periodista del diario británico The Guardian, presente en el país, como muchos otros periodistas internacionales con motivo de la proximidad de la realización en la Ciudad de México de los Juegos Olímpicos, escribió en su reportaje de la noche de Tlatelolco que los caídos llegaban a 350. Esta cifra es la que, por ejemplo, consideró Octavio Paz adecuada y la citó en su libro sobre Tlatelolco, Postdata. Debe considerarse que en ese año, a excepción de Vietnam en donde se desarrollaba una guerra, sólo en México se contaron por centenas las víctimas de la represión en el transcurso de los dos meses y días que duró el movimiento. Ni la huelga de 10 millones de trabajadores en Francia tuvo una sola víctima, a excepción de un ahogado en el Sena, ni la invasión militar soviética en Checoeslovaquia provocó víctimas a excepción del joven que se inmoló con un galón de gasolina.

 

En el México antidemocrático de los sesenta, los campus de la educación superior, en especial los universitarios y politécnicos, eran islas rebeldes donde pululaban las ideas y polémicas ideológicas. La rebeldía juvenil se expresaba incluso en las melenas, en la introducción del rock, en las costumbres sexuales más liberales, todo ello adobado con crecimiento gigantesco de la matrícula. La UNAM, el IPN y atrás de ellas las demás instituciones universitarias se masificaron rápidamente.

 

El caldo de cultivo surgió para la acción de los grupúsculos, como despectivamente calificó en ese entonces el Partido Comunista francés a los sectores politizados y radicalizados que desafiaban al capitalismo, al imperialismo y, cada vez más, también al estalinismo. Estos grupos abundaban en la Ciudad Universitaria, en santo Tomás, en Zacatenco, en Chapingo y se extendían a las preparatorias y vocacionales. De estos grupúsculos curtidos desde principios de la década en polémicas y luchas incesantes con los “reformistas” del Partido Comunista mexicano y las autoridades salieron una gran parte de los dirigentes de los comités de lucha e incluso de Consejo Nacional de Huelga (CNH).

 

Desde un principio el movimiento estudiantil fue político revolucionario. En el pliego petitorio que enarboló la dirección del movimiento acuerpada en el Consejo Nacional de Huelga, las dos demandas principales que encabezaban sus peticiones eran: la libertad de los presos políticos y la derogación del delito de disolución social del Código Penal, utilizado como instrumento de represión por el estado contra los opositores. La huelga que se extendió por todos los planteles de educación media y superior de la Ciudad de México y de muchas otras ciudades, no se hizo contra las autoridades universitarias o politécnicas, sino contra las de la Ciudad de México y ante todo contra el propio presidente Díaz Ordaz, quien recogió el guante y decidió que la insolencia sería pagada con creces por los estudiantes.

 

Por supuesto que era una lucha por la democracia en México pero efectuada de modo plebeyo. La ausencia de los organismos políticos de la sociedad burguesa, en especial de sus partidos, era evidente. El impulso no tenía nada de conciliador y negociador con las instituciones de la dictadura: se exigía un diálogo público, la disolución del cuerpo de granaderos, la indemnización de los familiares de las víctimas de la represión y la democracia reinante en el CNH era la directa, representantes sólo de las escuelas y facultades en huelga (primero tres y después dos por plantel). Y abajo el músculo del movimiento lo constituían los cientos de brigadas que se desparramaron por toda la ciudad a las plazas, los parques, los mercados, los centros comerciales, los cines, los teatros y todo lugar público en donde se pudiera oír la voz y repartir los volantes explicando al pueblo las razones de la rebeldía. De varias tumultuosas manifestaciones que se apoderaron de las grandes avenidas e impusieron su entrada al Zócalo, destacaron dos que sin duda fueron las más grandes. La del 27 de agosto, realizada dos días después de la invasión soviética a Checoeslovaquia, en la que la manta que encabezaba a la vanguardia decía: “Los estudiantes mexicanos repudiamos la invasión de Estados Unidos en Vietnam y la de los tanques soviéticos a Checoeslovaquia”. Y la “Manifestación del silencio” del 13 de septiembre en la que el movimiento “contestó” elocuentemente las amenazas de la terrible represión que anunció Díaz Ordaz en su Informe Presidencial al Congreso de la Unión el 1° de septiembre.

 

Y en efecto después vino el 2 de octubre, el macabro acontecimiento que de inmediato acaparó la atención mundial pues en la Ciudad de México se encontraban ya decenas de periodistas de todos los países venidos. El gobierno manipuló lo que más pudo pero el hecho no pudo difuminarse ante las cataratas de información que lo difundieron. Ni siquiera se pudo diez días después blindar a los juegos olímpicos del escándalo cuando los dos atletas negros estadounidenses parados en el podio de honor de las medallas, al iniciarse las notas del himno de su país, en lugar de oírlo con respeto, lo desafiaron alzando sus puños al aire con el saludo del poder negro. A su manera rendían tributo a todo lo que había ocurrido y ocurría ese año en México y en el mundo.

 

Esquizofrenia y masacre

La dimensión profunda del Movimiento estudiantil-popular mexicano de 1968 se explica en última instancia por la reacción terrible que desató y que culminó criminal y espantosamente en la noche de Tlatelolco. Finalmente la masacre del 2 de octubre descubre todos los enigmas que pudieran parecer escondidos. La crudeza de los métodos utilizados por el gobierno de Díaz Ordaz para dar fin al movimiento costará lo que costará sigue sorprendiendo por su crueldad y violencia. Ciertamente no seremos quienes le quitemos un ápice de su responsabilidad criminal a Díaz Ordaz pero las versiones que consideran que la masacre fue la típica respuesta de la personalidad psicótica del presidente se quedan cortas ante la magnitud del conflicto. Más correcto es considerar que aparatos estatales que llegan por la dinámica de la lucha política a niveles de represión fascista o cuasi fascista moldean a sus dirigentes: Hitler se curtió como líder durante años en la extrema derecha alemana y en 1933 ya era el hombre apropiado para la tarea que le asignaba la historia al capitalismo alemán. Pinochet surgió de las filas de un militarismo chileno profundamente enraizado en las tradiciones oligárquicas seculares de ese país. Igualmente el hecho represivo mayúsculo de Tlatelolco se inscribió en la dinámica de los actos que durante años lo precedieron: asesinatos, desapariciones, encarcelamientos, ocupaciones militares de talleres y campus, una propaganda anticomunista vil y calumniosa, etc. No era sólo el odio sin límites de Díaz Ordaz a quienes se atrevieron a desafiarlo, en Tlatelolco se expresó ante todo el terror de la camarilla priista ante lo que consideraba el peligro mortal de los contactos y la influencia cada vez mayores que el Movimiento estudiantil estaba anudando y expandiendo en los sectores populares, en especial obreros, un temor a que en México se reeditara una experiencia similar a la del mayo francés. Y si De Gaulle pudo superar el desafío, Díaz Ordaz y su camarilla sabían que no podrían.

 

Fue una señal imposible de ignorar. El régimen priista registró su primera gran sacudida que anunció el inicio de su larguísima y truculenta decadencia. Los siguientes presidentes Luis Echeverría y José López Portillo se encargaron de garantizar en las nuevas circunstancias la sobrevivencia del régimen. Contando con la inteligencia de muchos funcionarios e intelectuales reformistas, Echeverría delineó la llamada “apertura democrática” consistente en mantener firmes las riendas de la represión, ahora ante todo frente a los numerosos grupos guerrilleros que surgieron en especial en el sur del país y la concesión de ciertas demandas a los sectores universitarios, todo ello adobado con una cruda demagogia “tercermundista”. Se forjó así la estrafalaria imagen de un gobierno con una cara internacional “progresista”, supuestamente opuesto a las dictaduras militares del cono sur, hospitalario con los refugiados de esas dictaduras pero que en su política interna desplegaba una “guerra sucia” implacable contra los grupos guerrilleros, tan cruel y terrible como la de las primeras. A López Portillo le tocó administrar el auge petrolero que se dio a fines de los años setenta y principios de los ochenta y que le dotó con el margen de maniobra necesario para poner en práctica una “reforma política” que mantuvo la presión democratizadora bajo control durante más de una década, canalizando hacia vías parlamentarias a gran parte de la oposición.

 

Cincuenta años después

En los cincuenta años que han transcurrido ciertamente el país ha cambiado mucho. Precisamente en estos días en que se celebra el cincuentenario del inicio del Movimiento estudiantil-popular, tuvo lugar otro hito de la lucha del pueblo mexicano: en las elecciones generales del 1° de julio un tsunami de más de 30 millones de votos de mexicanos y mexicanas propinaron su peor derrota histórica a la mancuerna partidaria representante de los amos de México: lo que la vox populi llama el PRIAN, la unión de los principales partidos de la derecha, el PRI y el PAN, que constituyeron durante los últimos treinta años el reciclamiento del régimen presidencialista. Tanto el PAN como el PRI se han derrumbado cayendo el segundo a una situación de irrelevancia política. El imperio del PRI finalmente ha sido sepultado.

 

La victoria electoral aplastante de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no significa todavía la desaparición del régimen. El régimen se encuentra en crisis con sus dos principales partidos sostenedores y apoyadores de los capitalistas seriamente dañados, tal vez sin remedio. El Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) no es todavía un partido estructurado y en él se han refugiado muchos antiguos priistas y panistas, así como grupos heterogéneos provenientes de otras orientaciones. Constituye un gran conglomerado cuyo único común denominador es el caudillo dirigente. AMLO, el gran arbitro, se enfrenta a la tarea colosal de, al mismo tiempo, tener muy en cuenta a la por él mismo definida “mafia del poder”, que desde el mismo 2 de julio lo ha rodeado y aceptado como su nuevo guía, y a los millones de trabajadores y pueblo oprimido que le ha dado la victoria con inmensas esperanzas de que la situación del país va experimentar un giro decisivo en favor del bienestar popular.

 

Cincuenta años después de 1968 se ha producido una situación nueva de la lucha política cuyos enigmas complejos y profundos son evidentes desde el primer mes de sucedido el giro electoral del 1° de julio pasado. Se ha abierto un nuevo capítulo de la historia de México.

 

No es exagerado concluir que verdaderamente mucho de lo que sucede hoy tiene sus raíces en las alegres y audaces jornadas de las masas juveniles que recorrieron las calles de la capital de México y de otras ciudades del país, cimbrando los palacios y convocando al pueblo a unirse a su lucha por un México democrático y libertario. Fueron los héroes populares que se ganaron para siempre un lugar de honor en la memoria colectiva del pueblo mexicano.

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