Embajadores
PorTeresa Gurza
Periodistas Unidos. Santiago de Chile. 13 d enero de 2020.- En Chile se sabe mucho de México, tanto de su historia como de la actualidad. Y con cualquier persona salen de inmediato a la conversación López Obrador, de quien la opinión general es pésima, el Chapo, la liberación del Chapito y el embajador que robó un libro y una playera.
Precisamente con motivo de la “renuncia” de ese embajador en Argentina, Ricardo Valero, El Universal publicó otros hechos bochornosos cometidos por diplomáticos mexicanos.
Pero estoy segura que el peor, es el protagonizado por Rafael Eugenio Morales Coello, embajador en Haití en 1977 y cuyo criminal comportamiento tuve que denunciar al entonces secretario de Relaciones Exteriores, Santiago Roel.
Hace 42 años fui enviada a Haití por el periódico El Día, donde era reportera de asuntos especiales; y por la oportunidad que da el caso del embajador Valero, retomo ahora lo sucedido.
Haití era y continúa siendo, uno de los países más pobres del mundo con un pueblo sufrido, noble y victimizado por tormentas, huracanes, terremotos y políticos siniestros y corruptos.
Y es patria también, de personas excepcionales como el comunista Gerard Pierre Charles; que con su esposa Susy y dos hijos, vivía entonces asilado en México, tras ser amenazado de muerte por Francois Duvalier.
Para 1977 el dictador había ya fallecido, dejando el poder a su hijo, Baby Doc; tipo sanguinario y loco que con la complicidad de su esposa, hermanas y madre, unos cuántos blancos y los Tontons Macoutes, reprimía con salvajismo a los pocos que se atrevían a oponérsele, desapareciendo de la noche a la mañana a sus familias y hasta sus casas, para que no quedara rastro de su existencia.
Con los tontons topé a mi llegada al aeropuerto de Puerto Príncipe, donde tenían el control y eran a su vez, vigilados por otra policía aún más represiva y temible, cuyos agentes aventaron mi máquina de escribir y casi me estrellan en la cara, mi maletita de mano.
Conociendo algo de la situación, mi periódico había pedido a la embajada mexicana que fueran a recogerme y me reservaran habitación en algún hotel confiable.
Como nadie acudió, tomé un taxi para ir al consulado; donde el hombre medio zafado que ejercía como cónsul, casado por cierto con una mujer chilena igualmente extraña, me dijo a las primeras de cambio que el embajador Morales Coello no había dado instrucciones de recogerme porque pasaba los días viendo qué podía negociar con el gobierno, que lo compensaba con cemento y otros materiales de construcción que vendía en el mercado negro a precios muy altos; y que frente a la casa de la embajada, había un hotel donde podía quedarme.
El recorrido hacía allá, me confirmó la desolación que había advertido desde el avión. Los cerros estaban pelones y no había nada verde, porque durante siglos se habían talado los bosques para usar la leña como combustible.
Lo que hacía un fuerte contraste, con la belleza y verdor de la República Dominicana; donde había estado semanas antes y con la que Haití, comparte isla. Personas famélicas deambulaban subiendo y bajando las colinas, en busca de algún trabajito o algo para comer o cubrirse.
Y encontraban a veces, pedazos de caña que chupaban con ansias, mientras les caía la basura que aventaban los ricos desde las colinas; porque echar los desperdicios para abajo, era la forma de deshacerse de lo inservible que aprovechaban los que nada tenían. De los delgados brazos de algunos hombres, colgaban hilos de coser de varios colores que vendían por metro.
¿Se imaginan la miseria en que hay que estar para vender, o comprar, hilos de coser por metro?
Y mujeres sin calzones alzaban sus coloridos vestidos para airearse por el calor. La situación contrastaba con el insultante lujo de hoteles y boutiques, asentados en lo alto; y con el palacio presidencial de Duvalier y sus esculturas de leones dorados.
Llegué finalmente al hotel, me registré y atravesé la calle para conocer al embajador. No estaba; y tampoco estuvo cuatro o cinco veces más, que volví a buscarlo.
Con las horas me fui enterando que la pobreza era extrema, la sequía atroz, y se importaba todo; que Estados Unidos había mandado ayuda y decenas de Marines para manejar fuentes portátiles de energía, restos de la guerra de Corea, que daban a Puerto Príncipe y poblados cercanos algo de electricidad en las noches porque no había luz y tampoco agua y que costaba horas y dinerales, comunicarse a México.
Me bañaba con gotas, y me lavaba los dientes con sprite o cocacola; horrible cosa, pero era peor no hacerlo. Cada vez que caminaba a la embajada mexicana, los niños que por ahí vagaban y me seguían a todas partes esperando una moneda, me rodeaban señalando la residencia y gritando “la morte, la morte”, hacìan muecas y torcìan los ojos.
Intrigada, me propuse entrar como fuera; además, Gérard me había contado que una joven había sido asesinada por los tontons, en el mismo jardín de la embajada cuando llegó buscando asilarse.
Pasaban los días y seguía sin conocer al embajador; y una tarde ví que los niños corrían despavoridos y distinguí tras los arbustos, las enormes y negras manos de tres tontons armadas con metralletas.
Decidida a indagar la razón para que en la embajada mexicana hubiera tales guardianes, toqué de nuevo.
Me abrió la sirvienta que ya conocía y siempre negaba que el embajador estuviera; pero como ese día me dijo que no tardaría le dije que lo esperaría; y muy sonriente me pasó a una sala donde había fotos del entonces presidente mexicano José López Portillo, cuya piel por efectos de la luz, se veía bastante obscura.
“Embajador blanco y malo ¿y presidente?…” balbuceó en español; y para congraciarme con ella, le dije que López Portillo, “era mulato y bueno”.
Sonrió feliz y con la ayuda de un diccionario español-creole
que yo llevaba, sostuvimos una conversación de varios minutos y le conté, que
era periodista.
Me preguntó si estaba yo ahí, por los “refugées”.
Paré orejas y se me erizaron los pelos de miedo, pero le dije que sí; que si ella sabía dónde estaban…
Sin contestar, me llevó de la mano pasando por la cocina, a una escalerita de cemento que daba a un sótano; y por una enrejada ventanita, pude ver las sombras de dos o tres personas.
Pero al oír que un auto paraba frente a la casa, me jaló a la sala justo a tiempo de sentarme, y ver que entraba el embajador Morales Coello dando el brazo a su anciana madre, que recién había recogido en el aeropuerto, y cargando una histérica y ladradora perrita que me pelaba los dientes y a la que él acariciaba y daba besos en el hocico.
Tras su sorpresa al encontrarme en su sala y mis reclamos por no haberme recibido, empezó a contarme que apenas tenía semanas en el cargo; que por ser soltero, debía dedicar tiempo a arreglar la casa “que estaba infame” y que no entendía por qué, pese a haber sido compañeros de escuela, López Portillo lo había mandado “a este infame y repugnante lugar de negros, con los que no se puede hablar de nada; y menos de literatura, que es lo que me interesa”… Lo dejé hablar un rato para que se engolosinara con sus palabras y poder recuperarme yo de las impresiones.
Luego prendí mi grabadora y le pregunté de sopetón, si podía entrevistar a los asilados. Se paró como resorte y moviendo los brazos como si quisiera pegarme, negó a gritos que los hubiera.
Para protección mía y de la sirvienta que me había mostrado el calabozo, inventé que el director de mi periódico Enrique Ramírez y Ramírez, me acababa de hablar para decirme que en México corría esa información y para pedirme le preguntara, por qué no había avisado a Relaciones Exteriores.
Me miró con furia, pero en sus ojos advertí también miedo cuando me respondió que estaba esperando que el gobierno haitiano le dijera “lo que se podía negociar”.
Argumenté que México jamás negociaba el asilo a los
perseguidos; y seguimos discutiendo durante algunos minutos, hasta que en tono
más agudo que los ladridos de su animal, me dijo que me largara y tuviera
cuidado, porque no hablaría más conmigo.
Salí de la embajada y en mi hotel, intenté comunicarme con El
Día.
No quiero a los gringos, pero me gustan más que los tontons y los embajadores corruptos o chiflados, así que fui a la embajada estadounidense a pedir ayuda para hablar al periòdico.
Me recibieron amablemente; me pasaron datos sobre la terrible situación de Haití, las continuas violaciones a los derechos humanos y el interés del presidente Carter y de su embajador especial Andrew Young, en preservarlos.
Me presentaron a corresponsales extranjeros a los que, perdiendo la exclusiva para que no fueran a desaparecerlos, les conté sobre los asilados que había visto. Y me ofrecieron la compañía permanente de tres Marines, que se alojaban en mi hotel.
Con ellos recorrí la isla viendo que eran recibidos con aplausos; y juntos fuimos a la horrible ceremonia del Vudú, cuyos tambores oíamos todas las tardes justo cuando pasaba una viejita diminuta gritando paté, paté, mientras bajaba de su cabeza una mugrosa canasta con unas cuantas galletitas saladas y húmedas, untadas con jamón molido.
Anduve con los Marines casi una semana, y al regresar una
noche al hotel todo mi cuarto estaba en desorden; mi ropa en el suelo, mi
Olivetti destruida, los rollos de mi cámara velados, mis apuntes y grabadora
rotos y la cinta de los casetes de fuera.
Pero por precaución, en el que había grabado la entrevista
con el embajador, lo traía siempre conmigo.
Asustada, volví a la embajada estadounidense y ahí me
comunicaron con el director de El Dìa Enrique Ramírez y Ramírez, quién me dijo
que saliera de Haití lo antes posible.
Los Marines me llevaron al aeropuerto, don Enrique me recogió
en el de México y fuimos directamente a hablar con el entonces Secretario de
Relaciones Exteriores, Santiago Roel.
Escuchó lo que le conté y después de oír mi entrevista con su
embajador, le pidió a Ramírez y Ramírez no publicarla hasta que pudieran rescatar
a las personas del sótano.
Con ayuda norteamericana, México logró liberarlos, darles
protección y encontrarles donde vivir; y por supuesto el embajador, dejó de
serlo; y también el cónsul.
Durante años quise saber más del asunto, sin encontrar nada; el nombre de Morales Coello, no aparece en la lista de diplomáticos mexicanos; y Google solo informa, que recibió permisos del Senado para recibir en 1978 y 79, condecoraciones menores de los gobiernos de España y Venezuela.
Pero un día, encontré un cable oficial de Estados Unidos desclasificado por wikileaks en 2009, que se refería a él como «un tipo raro que esquivaba a sus colegas y no cumplió con una sola de las visitas protocolarias usuales entre diplomáticos».
Agregaba “fue el embajador con el récord de más corta estancia en Haití; volvió a México el 29 de nov. 1977 abruptamente y por razones desconocidas, que nos interesaría saber si algún día salen a la luz”.