Por Humberto Musacchio
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 30 de marzo de 2024.- Es mal negocio hacerla de profeta, pero los políticos y muchos observadores electorales practican ese juego. En los dos meses que vienen se intensificarán los sondeos, reales o supuestos, y las declaraciones triunfalistas, pero será el primer domingo de junio cuando los ciudadanos tendrán la última palabra, la que decide.
Las encuestas nacieron como fórmulas que aportaban elementos de cálculo para fines comerciales o políticos. Para los profesionales de la mercadotecnia eran y es importante saber qué quiere el consumidor para que las empresas establezcan metas y medios para cumplirlas. Para la política, los estudios demoscópicos aportan elementos de análisis para trazar la estrategia más adecuada en busca de la victoria en las urnas.
Sí, las encuestas pueden ser altamente útiles, pero no son profecías. Sus números no necesariamente reflejan los resultados de un proceso, aunque, por supuesto, orientan e indican el camino a quienes marchan en busca del éxito.
Lamentablemente, la pugna por el poder ha hecho de muchas encuestas meros recursos de propaganda, cuando no de simple engaño. Hoy se emplean los resultados, ciertos o no, para que el ciudadano suponga que el éxito de unos o el fracaso de otros es inevitable, pues los números dicen —o eso quieren que supongamos— quién tiene más o menos carisma y eso lo dan como determinante para los resultados.
Incluso, se emplea la popularidad de un presidente para aventurar quién ganará una elección, o todas, pero en estos casos los números distan de ser garantía de una u otra cosa. En su quinto año de gobierno, cuando para Carlos Salinas de Gortari todo navegaba viento en popa, su popularidad anduvo cerca del 80%, pero su sexto año le fue desastroso, pues estalló el movimiento zapatista, asesinaron a su candidato, mataron a su excuñado y futuro líder del Congreso, se vio obligado a crear un consejo ciudadano y ponerlo al frente del proceso electoral. Cualquiera diría que todo estaba a punto para que, por fin, ocurriera la primera gran derrota del PRI y, sin embargo, resultó presidente un político gris e inepto, Ernesto Zedillo, quien, pese a todo, acabó su sexenio con una alta tasa de popularidad.
El real o aparente éxito de Zedillo hubiera supuesto una garantía de triunfo para Francisco Labastida, quien fue el candidato del PRI, pero perdió esa elección y abrió paso a la llegada de Vicente Fox a la Presidencia, quien encabezó la batida contra Andrés Manuel López Obrador al promover su desafuero como gobernante de la capital, pese a la inmensa popularidad del tabasqueño, quien, pese a todo, fue candidato presidencial y, en una contienda sucia, desigual y tramposa, apareció como derrotado.
El sexenio de Felipe Calderón quedó marcado por la militarización y no pocos actos irresponsables que le ganaron el mote de CaldeRón, lo que no impidió que terminara con cerca de 70 puntos en el promedio de las encuestas, lo que para sus simpatizantes era una garantía de triunfo del candidato panista. Pero no hubo tal y se impuso el priista Enrique Peña Nieto.
Con Peña Nieto todo transcurrió en forma más previsible, pues su sexenio fue una cadena de ineptitudes y acabó con un bajísimo porcentaje de popularidad, lo que llevó a la derrota del PRI, que, además, llevó como abanderado a un personaje ajeno a ese partido, todo lo cual tuvo como resultado el triunfo de AMLO en 2018.
El actual Ejecutivo llegó hasta los 80 puntos de popularidad y después ha mantenido entre 50 y 60% en promedio, lo que, para sus seguidores, asegura el triunfo de Claudia Sheinbaum. Tal vez, pero como está visto, la popularidad no es hereditaria ni contagiosa.
Los candidatos de Morena a los diversos cargos en juego tendrán que trabajar cada uno por su triunfo, poniendo talento individual, cohesión de sus seguidores, recursos económicos, propaganda eficaz y otros medios.
Todo eso está en juego, pero, a fin de cuentas, una elección expresa la inteligencia colectiva, las necesidades de la ciudadanía, sus simpatías, sus decepciones y sus coincidencias. Pero, en todo caso, hay algo que, para bien y para mal, no puede ignorarse, y es que una elección también expresa la irracionalidad social, que suele ser imprevisible, pero habrá que tomarla en cuenta.