Estado Propietario

Por Teresa Gurza

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 11 de febrero de 2023.- En 1917, cuando la revolución bolchevique dio fin al régimen zarista, Lenin abolió la propiedad privada; lo que consolidó Stalin años después.

Y cuando viví en la Unión Soviética el Estado era dueño de todo, con excepción de las embajadas de países extranjeros, koljoses y dachas.

Le pertenecían las palas con las que viejitas quitaban la nieve fuera de las estaciones del Metro, las básculas callejeras para pesarse por un kopek (centavo) y las grandes fábricas de materiales de construcción, aviones y armamento.

Las casetitas donde cambiaban suelas de zapatos y vendían agujetas, los baños públicos y los carros de madera que en verano llegaban a los parques con Kvass, bebida de pan de centeno fermentado, cuyo sabor me recordó a la cebadina de Uruapan, Michoacán.

Los asadores callejeros para vender shazlik (brochetas de carne) y las expendedoras de helados y de mineralni o frutobaya vada, ricas aguas a las que me resistía por no usar el vaso común, que apenas si se enjuagaba antes de dejarlo en su lugar para el siguiente cliente; por fortuna no había Covid.

El mercado de animales con ganado, pájaros, peces, gatos y no sé si perros, porque no recuerdo haberlos visto en mi edificio o deambulando por las calles.

La piscina moscovita al aire libre, donde podía nadar a temperaturas bajo cero protegida por una nube de vapor de medio metro; campos, estadios, clubes deportivos y campamentos vacacionales infantiles, que ganaron justamente buena fama.

Las stolóvaias (comedores populares) con infame comida y restaurantes de exquisitos platillos, peluquerías y parimaxerskoi (salones de belleza), teatros grupos de ballet, circos, templos y cines.

Las panaderías, con rico pan que nunca escaseaba.

Los expendios de vodka siempre con borrachos en la puerta indicando con uno o dos dedos sobre el pecho, los que faltaban para comprar una botella y dividirla entre tres.

Institutos, medios de comunicación, editoriales, escuelas, universidades, academias, librerías, bibliotecas, hospitales, sanatorios, clínicas, ferrocarriles, el Metro y los autobuses.

Kioskos de diarios, todos oficiales, que también vendían, escuditos y estampitas con la imagen de Lenin a distintas edades.

Almacenes de abarrotes y cosas nuevas o usadas y el taller de alta costura que fabricaba lindos abrigos de pieles y ropa femenina carísima y llena de velos, sin nada que ver con la vida diaria y las apreturas del Metro.

Las funerarias que maquillaban a difuntos y enviaban mujeres a dirigir el sepelio, fotógrafos para el recuerdo final y un paquete de bebidas, alimentos, cristalería y manteles para despedirlos como corresponde.

Y hasta los ábacos de madera con los que en todos lados se hacían cuentas y se cobraba.

Era el Estado responsable de todos los servicios: urbanos, religiosos, políticos, médicos, sanitarios, culturales, educativos, recreativos, sociales, o de transporte.

Desempeñaba muy bien lo relativo a seguridad; se podía caminar donde fuera y a cualquier hora sin peligro.

Dejaba impecables y almidonaditos manteles y sábanas y conservaba bien avenidas, calles, parques y plazas; tarea difícil y costosa porque cuando no nevaba, llovía.

Se lucía en las grandes celebraciones civiles, como desfiles, aniversarios patrios y sepelios de jerarcas.

Y en las fiestas ortodoxas, como la procesión del domingo de Resurrección, Voskresenie, a la que mandaba muchachos de la Kommunisticheski Soyuz Molodiozhi, (Unión Comunista de la Juventud) a cuidar nadie molestara a los cientos de asistentes.

Pero era malo para producir y distribuir alimentos y atender al público, con frecuencia maltratado en dependencias oficiales y comercios.

En la tintorería de mi barrio, por ejemplo, antes de dejar una prenda, había que leer la pravilna (instrucción) pegada en la puerta, escrita en letras chiquitas y con tantos artículos, que parecía constitución de algún país.

Especificaba que debían quitarse los botones con navajitas que colgaban de cordones; de no hacerlo, la máquina los achicharraría y no aceptarían reclamos.

Y señalar las características de la mugre, circulando las manchas con tiza blanca y precisando, si eran de mostaza, mayonesa, salmuera, postres, verduras o aceite.

Como nunca pude leerla completa, no supe si aclaraba que trajes y abrigos cambiarían de color y tamaño y solo quedaba regalarlos a un niño o venderlos en la comitzia (segunda mano).

Como dueño de casas y edificios, el Estado cobraba a sus inquilinos un alquiler que no excedía del 25 por ciento de las entradas familiares y que incluía luz, agua, calefacción, gas, mantenimiento anual de las tuberías.

Y el remont, que cada cuatro años hacían eficientes trabajadores que, cambiaban el mismo día y a velocidades increíbles, el papel tapiz de las paredes de todas las casas de la cuadra.

Yo vivía en el departamento 56, que en ruso sonaba kuartira pidiziat shest, de un bonito edificio en la calle Waltera Ulbricht a pocas cuadras de la Estación Sokol del Metro y frente a un parque, arbolado y con ardillas.

Equipado totalmente, tenía tres amplias recámaras con armarios y piso de madera, baño, enorme cocina y balcones donde en invierno ponía pollo y carnes a congelar.

El manejo de los elevadores dependía de oficinas centrales y si olvidaba la llave, debía marcar un número de identificación para que desde quien sabe dónde, abrieran.

La basura no orgánica la echaba al sótano, por una rendija de la cocina.

La orgánica la ponía en cubetas frente al elevador, con permanente peste en pasillos y escalera; era recogida semanalmente y juntada con otros desperdicios, para alimentar animales de los sovjoses; seguramente por eso, su carne tenía feo color y peor sabor.

Koljoses y sovjoses fueron resultado de la Kollektivizátsiya (Colectivización Forzosa) impuesta por Stalin entre 1928 y 1933, para aumentar la producción mediante cooperativas campesinas y granjas estatales que empleaban asalariados.

Esta política económica y el primer plan quinquenal, que estableció que los propietarios debían aportar sus posesiones agrícolas y ganaderas a la colectividad, tuvieron parcos resultados económicos y grandes costos sociales.

Alrededor de 5 millones de kulaks (campesinos ricos) en su mayoría ucranianos, se negaron a acatar la orden y fueron tachados de antisocialistas y asesinados o deportados a campos de trabajo en Siberia, donde cientos de miles murieron.

El gobierno fijó precios bajos para los agricultores y altos para el consumo, pensando invertir los excedentes en la industria.

No lo logró y modificó para mal la vida de millones que, para no morir de hambre, debieron emigrar a las ciudades.

Y algunos solo pudieron regresar al campo y producir, aunque fuera para autoconsumo, gracias a las dachas.

La palabra viene del verbo dat (dar) y en su origen, fueron cabañas que los zares regalaban a miembros de la corte.

Eran de madera y poco confortables y por las duras condiciones climáticas, se usaban solo en verano; pero tenían la ventaja de que podían heredarse.

Como ha sucedido siempre y casi en todas partes con los del poder, los gobernantes soviéticos aprovechaban sus cargos para tener dachas grandes y lujosas.

Stalin tuvo varias y vivió en la de Kútsevo, en las afueras de Moscú, de 1934 hasta su muerte en marzo de 1953.

Grandes o pequeñas, humildes o ricas, en todas había huertas y los 30 millones de soviéticos que eran dueños de alguna, dedicaban los veranos a salar y ahumar pescados y carnes y a cosechar frutas y verduras, para encurtidos y mermeladas que consumían durante el año.

Y mis amigas decían, que valía la pena la lata de trasladar anualmente desde y hacia Moscú, muebles, colchones y utensilios, con tal de gozar sus cabañas veraniegas.

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