¡Feliz Navidad!
Foto: Especial
Por Teresa Gurza
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 18 de diciembre de 2019.- Santiago de Chile. Como seguramente saben, Chile está ubicado en el Hemisferio Sur; lo que entre otras muchas cuestiones implica, que sus estaciones sean al revés de las nuestras y su mar muy frío, por la Corriente de Humboldt.
De modo que acaba de entrar el verano y las fiestas navideñas, que los chilenos llaman Pascua, son calurosas.
Los mexicanos vamos a nuestras playas buscando calorcito, pero los chilenos van a refrescarse y aunque pocos son los que nadan, muchos se remojan los pies o se sientan donde rompen las olas.
Por ignorar que las aguas eran tan heladas hace 51 años, en diciembre de 1968, me eché un clavado desde una roquita de un lugar precioso llamado Punta Pite; y por poco se me paraliza el corazón al caer en ese mar que un rato después, nos sirvió para enfriar botellas de vino blanco; y el dolor de cabeza me duró, días.
Fue esa la primera de muchas veces que pasé estas fiestas en Chile, donde décadas después viví casada con Matías y dónde estoy hoy, visitando familia y amigos.
A fines de los 60s y principios de los 70s, las celebraciones eran más religiosas y austeras; no había malls ni las actuales lujosas boutiques; casi toda la gente andaba vestida de colores obscuros y no se veían fachadas de casas adornadas con foquitos, árboles de Navidad o santacloses; pero sí «pesebres»; como les dicen a los Nacimientos.
En Santiago, las tiendas eran pocas y chicas, pero con linda ropa; y al igual que los buenos restaurantes, se concentraban en el centro.
Y para recibir el año desde entonces eran importantes, los fuegos artificiales; sobre todo los de Valparaíso.
Ahora y debido a la destrucción causada por vándalos infiltrados en las recientes protestas y que según indicios patrocinó Venezuela, y a que más de cien mil personas quedaron sin empleo, no hay mucho entusiasmo por festejar y el comercio calcula que el Viejito Pascuero traerá menos regalos.
Aunque los que pueden, han seguido la tradición de ir al Correo Central por cartas que surtir, a niños de pocos recursos.
La noche del 24, las familias se congregan en asados de carne al aire libre o en cenas, que acá llaman comidas, y en las que el principal agasajo son los riquísimos mariscos que les aportan, sus cuatro mil quinientos kilómetros de litorales.
Jaibas, locos -parecidos a abulón- erizos, ostiones que no son como los nuestros que aquí se llaman ostras, almejas y machas, suelen guisarse con crema y queso parmesano, o al horno en una especie de suflé que se llama chupe, o usarse como relleno de empanadas; y no en cocteles con cebolla, cátsup y aguacate como nosotros.
Lugar especial ocupan las langostas de Juan Fernández, las centollas del sur, las algas de todos lados y los ceviches, llegados a la cocina chilena por influencia de empleadas domésticas peruanas.
Pero lo más delicioso son los picorocos, que parecen pajaritos salidos de rocas marcianas y me encantan, pero no puedo comer desde que los oí llorar como gatitos tristes, cuando los echaron vivos a un caldero de agua hirviendo.
Si alguno de ustedes viene a Chile, le recomiendo comer en las picadas, que sin unas como fonditas, ubicadas entre Con-Con y Viña del Mar.
Otras ricuras de la temporada son los porotos granados o frijoles tiernos en vaina que comen con jitomate, mucha albaca, y calabaza de la de Halloween y el pastel de merengue con lúcuma; fruta de sabor entre chicozapote y mamey.
Pero se coma lo que se coma y se beba lo que se beba, no falta el «pan de pascua» con frutos secos y especias, que es como un fruitcake pero no tan rico y más reseco y el colaemono.
Hay muchas versiones sobre el nacimiento de esta bebida helada, parecida al eggnog, que hacía mi papá para Año Nuevo.
La mejor es la que leí en la divertida «Una loca historia de Chile», del periodista Hernán Millas (1921-2016) que relata que el Presidente Pedro Montt, perteneciente a una influyente familia de la política chilena del siglo XIX y tan feo que sus amigos lo llamaban «el mono Montt», era muy aficionado a ir casas de muchachas; donde se acostumbraba que los caballeros entregaran a la madame sus pistolas, para que si al calor de las copas había alguna discusión, no pasara de palabras.
En una de esas idas y luego de entregar su Colt y pasar horas bebiendo, como se terminaron el whisky y el ron que a Montt le gustaban, las niñas echaron aguardiente a una jarra de café con leche y se la ofrecieron; le gustó y quedó bautizada como Colt de Montt.
Con el tiempo se le fue añadiendo nuez moscada, canela y vainilla y se popularizó como cola de mono; pero como los chilenos se comen las letras, se volvió colaemono.
¡Salud!