Periodistas Unidos. Ciudad de México. 11 de agosto de 2023.- Toda competencia por un puesto de poder es un proceso político. Es el caso de la actual carrera por la sucesión en la rectoría universitaria, pues se requiere un talento especial para encabezar una comunidad de 350 mil estudiantes, 40 mil profesores y, por lo menos, 20 mil trabajadores administrativos.
En la UNAM, las voces que se refieren a la sucesión rectoril omiten abordar este aspecto y centran sus proyectos, críticas, análisis y diferencias en los aspectos académicos, los que, con ser importantes, cobran fuerza y viabilidad cuando se abordan y se aplican con los recursos de la política.
Nuestra Universidad mayor no es un convento ni una colección de santos. Su comunidad académica la integran seres humanos con el afán de adquirir conocimientos y, con ellos, una posición sólida en la comunidad misma, en la sociedad mexicana y, si es factible, en el plano internacional.
El conglomerado administrativo, por su parte, se propone mejorar sus condiciones laborales mediante su organización sindical, lo que es completamente legítimo. Lamentablemente, en la UNAM se ha confundido, en muchos casos, el derecho que asiste a los asalariados con la impunidad, lo que ha ocasionado paros locos, tortuguismo, faltas de puntualidad, ausentismo, cierres arbitrarios de centros de trabajo e, incluso, daños materiales, lo que, de entrada, representa un cúmulo de problemas para la institución.
El afán de superación en busca de un mejor ingreso, de reconocimiento o de ascenso social, actualmente es condenado llamándolo “aspiracionismo”, pero lo cierto es que, por fortuna, sigue presente. Ése deseo de progreso genera competencia y puede derivar en conflicto, pero resulta inevitable cuando se persigue el mejoramiento personal o colectivo, o bien, la aceptación de las novedades científicas.
Esos problemas deberían estarse discutiendo hoy entre la comunidad universitaria, pues se requiere saber cuáles candidatos al cargo de rector cuentan con el indispensable conocimiento de la situación por la que atraviesa la casa de estudios, si disponen de proyecto y de medidas para mejorar en todos sentidos la vida y la función de la universidad. Desgraciadamente, esto no ocurre, como tampoco lo vemos en la actual competencia de las llamadas corcholatas y ni en la de los aspirantes de la oposición. Las campañas son un amplio repertorio de lugares comunes, de inofensivas generalidades, de cuidadosas tomas de posición que procuran no herir susceptibilidades ni llegar a la ruptura con los reales o eventuales aliados.
A muchos universitarios les gustaría conocer el proyecto de cada candidato, pero han renunciado a esa aspiración porque de nada serviría, pues profesores, investigadores y estudiantes no tienen mayor peso en la elección de rector, asunto que decide un pequeño cuerpo de apenas 15 personas, en su mayoría de reconocida trayectoria académica, pero casi invariablemente ligadas a la alta burocracia de la casa de estudios o al poder político externo, como es el caso del señor Enrique Cabrero Mendoza, que no es exalumno de la UNAM ni ha sido profesor en ella.
La Junta de Gobierno la integran 15 personas. Son, según se dice, los guardianes del orden institucional, pero sus decisiones han sido, en varias ocasiones, motivo de enormes problemas para la institución, como ocurrió cuando designaron rector al autoritario Guillermo Soberón.
Un problema para la UNAM es que la Junta de Gobierno, no el rector, es formalmente la máxima autoridad de ese centro de estudios, aunque las propuestas para nombrar a sus integrantes salen de la Rectoría o convocar a sesión a los miembros de la Junta es facultad que comparten el presidente de ese órgano con el rector, que, de hecho, es quien manda.
Varias veces se ha levantado la demanda de que la elección de rector no recaiga en un puñado de personas, la mayoría de las cuales pertenecen a una u otra cofradía o tienen intereses no siempre plausibles. Hubo un tiempo en que profesores y alumnos participaban de ese nombramiento, aunque sus resultados no fueron los mejores. Quizá haya que pensar en la instauración de un voto ponderado o diferenciado por sectores. El método no sería perfecto, pero, desde luego, sería menos antidemocrático que el actual.