Hoy más que nunca ¡Oid a Radio Educación!
Foto: Cuartoscuro
Por Emiliano Buenfil
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 22 de octubre de 2020.- Las mañanas de los años ochenta eran frías; tirado en mi cama, entre sueños y con los ojos cerrados, lo primero que sucedía era el sonido de la radio, la voz de terciopelo de Emilio Ebergenyi por el 1060 era un ratón que se metía en mis cobijas para hacerme cosquillas, y despertarme en los días de escuela, haciendo mis mañanas mágicas, llenas de fábulas y duendes, que me daban vuelta todo el día en la escuela; con mi amigo Rudy y mi Amigo Carlo comentábamos los episodios y reíamos durante el recreo, pero para ellos la magia terminaba ahí, en mi caso, gozaba de un privilegio que me hacía vivir la radio desde otra perspectiva y Radio Educación no solo me acompañaba por las mañanas en mi casa, era mi casa por las tardes y mi campo de juegos, el escenario perfecto para mis aventuras infantiles.
Salía de la escuela primaria Tlacoquemecatl en la calle Patricio Sáenz en la colonia Del Valle, la niñez era otra cosa entre los 8 y los 12 años, yo caminaba acompañado de mi amiga Noemí por esa calle hasta encontrar Ángel Urraza, donde mi amiga vivía y yo doblaba a la derecha para caminar otras 2 cuadras y cruzar para encontrar el gran edificio donde está aún Radio Educación.
A pesar de la seguridad yo podía entrar por la puerta de atrás entre los barrotes de las rejas, pero algunas veces pasaba civilizadamente por la puerta principal, el poli me saludaba y cotorreaba, entraba corriendo a la estación, Ángel chocaba los 5 conmigo, el señor Montañez me recordaba no correr en los pasillos, pasaba junto a la cabina de transmisión y me asomaba para verlo… ahí estaba, detrás de la ventana que decía “Silencio”, enfundado en su overol, Emilio Ebergenyi, junto a Marcial Alejandro, sus voces retumbaban por los parlantes, poderosas y críticas, reían y bromeaban con los escuchas, yo esperaba ese saludo de ellos pues cuando me descubrían en la ventana, Emilio sacudía la mano y hacía algún gesto estrábico en complicidad conmigo, eso me llenaba de gozo, entonces ya podía ir al otro piso a buscar la oficina de mi mamá.
La oficina de Clasificación Musical estaba en el segundo piso, pegada a la escalera de atrás, con una ventana que daba a la calle, mi madre frente a una consola cantaba y bailaba desde su silla, se quitaba los audífonos para recibirme, pasábamos horas escuchando toda la música que tenía que clasificar, ahí escuché por primera vez a John Coltrane, a Miles Davis y al mítico Parker, le ayudaba a identificar los instrumentos y nos gustaba aprendernos los nombres de los músicos y tratar de identificarlos de oreja antes de corroborar los créditos en la pasta de los discos, yo escuchaba atentamente, mientras gastaba los plumones rayando hojas recicladas de guiones o de oficios, tirado en la alfombra; no exagero si digo que pasó por mis oídos toda la fonoteca de Radio Educación, música celta, folclor, música latina, tropical, trova, jazz, blues, rock, folk rock, brasileña y demás clasificaciones que en ese tiempo lograba identificar con el color que mi jefa le asignaba a cada uno, lo que me permitía entrar a la fonoteca y buscar rápidamente lo que quisiera escuchar.
En esa ventana que daba a la calle, cuando mi mamá se salía de su oficina, sus compañeros Sergio y Alejandra me invitaban a molestar a los niños de secundaria que pasaban por ahí a la hora de la salida, le quitaban el tubo de tinta a una pluma bic cualquiera y hacían bolitas de papel mojadas con baba, las metíamos en la pluma y a jugar a ver quién le daba a los estudiantes, mi mamá nos regañaba mucho a los tres.
Algunas veces bajaba a la oficina de Toño, eso era otra historia, bajar hasta el oscuro sótano y recorrer el pasillo hasta la última puerta, ahí guardaban cintas de carrete, algunas colecciones de radionovelas de todo tipo; Toño, siempre cálido y amable me abría la puerta, platicábamos de libros de misterio y novelas de Conan Doyle y Ágatha Christie, él siempre encontraba algún pretexto para ponerme alguna joya radiofónica que yo devoraba entregado a la imaginación de los misterios que ahí me contaban; crecí con Toño y la confianza llegó al punto de que me enseñó a poner los carretes, yo llegaba y como en maratón de netflix, escuchaba capítulo tras capítulo radionovelas de misterio y terror, acercándome también a la literatura, me sentía como Bastian Balthazar Bux entrando ahí.
Algunas niñas y niños también visitaban de vez en cuando las instalaciones de la radio y entonces el patio se convertía en una isla pirata, ocultos entre los bambús encontrábamos tesoros y nos batíamos en batallas épicas y en lodo por supuesto, algunas veces viajábamos al futuro en el tanque espacial, cambiábamos de dimensión en el patio de atrás, en la bodega de las máquinas descompuestas viajábamos en el tiempo y nos volvíamos momias de cinta en desuso, molestábamos al señor Montañez y nunca pero nunca subíamos a la torre a molestar a los magos que sabían escuchar los colores y mirar la oscuridad, ellos habitaban en lo más alto de la torre, cuenta la leyenda que volaban en un bastón; Mundo y Cruz, los encargados de la magia radiofónica.
Cuando jugaba en solitario, me gustaba meterme a las cabinas de noticieros, unas pequeñas cabinas tubulares, de puerta corrediza con una pequeña ventana redonda, adentro una había máquina con luces y botones como de película del Santo, donde llegaban grandes tiras de papel tipo fax con la información más reciente, con una tinta de un color extraño; pero claro que también podía viajar al espacio en esas cabinas y a los confines del tiempo y el fax de noticias se convertía en las instrucciones que el viajero debía seguir.
El 19 de septiembre de 1985, exactamente hace 35 años de hoy que escribo estas líneas; después del histórico terremoto de las 7:19, me fui a la escuela, pero las maestras de la primaria nos mandaron a nuestra casa. Yo fui a Radio Educación. La estación era una verdadera locura; era mi primer apocalipsis, todos corrían, contestaban teléfonos, lloraban, gritaban y entre esa demencia me fui a meter a las cabinas de noticias, pero para mi sorpresa, la lengua de la máquina salía de la cabina y crecía ante su ruido infernal, arrastrando por la alfombra como una serpiente, le arrancaban las hojas y corrían con ellas, pero la maquina seguía vomitando su lengua de papel; me acerqué y comencé a leer, mi cabeza no daba crédito de lo que ahí leía, de pronto el brazo de mi madre me sacó de ahí y todo lo demás fue muy confuso, todo era miedo ese día, pero yo me sentía seguro y en casa en la estación.
Crecí y dejé de ir tan seguido a la radio, pero la seguí escuchando, ahí estaba mi raíz, mi alma mater, me hice músico por supuesto, sin duda crecer en una fonoteca me influenció mucho, viví la huelga de hambre pegado a Isidro, marché con el sindicato y ahora soy activista; mi música busca un contenido diferente, esa radio empoderó y educó mi oído para discernir a la hora de escuchar, a la hora de crear y a la hora de decir, aún conservo amistad con aquellas niñas y aquellos niños, mis hijas escuchan el programa De Puntitas y yo lo disfruto como entonces, Radio Educación es mi territorio y lo voy a defender con los dientes, es mi casa, mi niñez, mis cimientos, mi escuela, hoy hago podcast con mis compañeras de militancia y amo profundamente hacer radio, así, con ética, con contenido, con postura, con huevos, con un chingo de huevos, así, como aprendí de los que sin duda son la goma de la radio pública en México, los compañeros trabajadores de Radio Educación.