Periodistas Unidos. Ciudad de México. 23 de enero de 2022.- Desde hace rato se sabe o por lo menos se intuye que la Iglesia católica latinoamericana está en crisis. Los reiterados y pocas veces penados casos de pederastia, los escándalos financieros del Vaticano y, con honrosas excepciones, el tradicional alineamiento de la jerarquía con las clases pudientes ha derivado en un marcado descenso de la feligresía.
Otro factor, importantísimo, para entender esta sensible reducción devocional —e incluso de vocaciones sacerdotales—, podemos buscarlo en los medios de comunicación, que día a día y momento a momento nos colocan ante un cúmulo de información sobre las desgracias de la tierra, lo que aleja a la humanidad del cielo, cada vez más lejano por efecto de los avances científicos.
A mediados del siglo XX, la Iglesia católica era el centro de la vida social y la suprema rectora de la moral. Había que cumplir con mandamientos y sacramentos, y se ponía el acento en que la formación religiosa debía desfacer los entuertos del laicismo. Casi todas las fechas a celebrar tenían carácter religioso y hoy, aunque subsisten algunas, en muchos casos han perdido todo barniz devocional, como ocurre con la Semana Santa, que se emplea para vacacionar.
Las explicaciones ingenuas o facilonas sobre milagros y otros hechos de tinte divino han perdido terreno ante la educación pública de carácter masivo y la permanente oposición entre ciencia y creencia. Sin embargo, algunas de esas explicaciones subsisten en otras religiones cristianas.
Bernardo Barranco, uno de nuestros mayores especialistas en asuntos religiosos, cita un ensayo de la socióloga Sofía Brahm J. (revista Humanitas de la Universidad Católica de Chile), quien señala que el gran problema para el catolicismo no es sólo la tendencia a la baja en el número de creyentes, “sino las cada vez más debilitadas estructuras religiosas”, ante lo cual no sobra decir que un Estado fuerte necesita de instituciones fuertes, incluso las de carácter confesional.
De acuerdo con fuentes acreditadas, la autora dice que “80 por ciento de la población latinoamericana se identificaba como católica” en 1995, en tanto que en 2018 “esa identificación descendió a 59 por ciento”, lo que contrasta, agreguemos, con el impetuoso crecimiento de la feligresía evangélica (protestante) y de quienes se consideran ateos, agnósticos o sencillamente sin adscripción religiosa. En el mismo lapso, los evangélicos han ido ganando terreno, al extremo de que en Honduras la grey católica difícilmente llega a 30 por ciento del total de población, cifra contundente sobre el descenso de la feligresía.
Otra causa de gran peso en la crisis que vive el catolicismo romano está en el relegamiento de la mujer. Mientras la Iglesia Anglicana y otras instituciones religiosas han ido aceptando mujeres como ministras, en el orbe católico les está vedado oficiar misa y desempeñar otras funciones.
Frente a la secularización de la vida social y los avances de la mujer en casi todos los ámbitos, la Iglesia católica rechaza “la llamada ideología de género” y lo que explica su alejamiento de la realidad es que “no escucha, sino que se enfrenta a organizaciones de la sociedad civil proderechos”.
Por supuesto, se mantiene intocable la norma según la cual la práctica sexual sólo es permitida dentro de matrimonio y el aborto es considerado como un crimen. Tradicionalmente, mal que bien, se toleró la infidelidad del hombre, no la de la mujer, pero esa visión choca frontalmente con la realidad, sometida a una transformación cada vez más acelerada.
Hechos como los citados han significado una pérdida de autoridad para la Iglesia y sus ministros, cuyas normas, en el mejor de los casos, se aceptan de dientes para afuera. En suma, todo indica que asistimos a un cambio de época y a un resquebrajamiento de las certezas.