¿Impunidad a los corruptos?
Foto: Saúl López / Cuartoscuro
Por Humberto Musacchio
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 23 de noviembre de 2018.- A Carmen Aristegui le dijo que “todo está podrido” y que no conviene abrir expedientes contra los corruptos, lo que, a su juicio, sería “conspirar contra la estabilidad política del país”, porque “desatamos (a los demonios), nos empantanamos, se suelta la confrontación entre los mexicanos” y porque “tendríamos que enjuiciar a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto, y habría demasiado escándalo, y no podría hacer lo que quiero hacer para acabar con la corrupción”.
En su encuentro del 20 de noviembre con los reporteros, atrás de Lecumberri, declaró: “Punto final, que se acabe la historia trágica, horrenda, de corrupción, de impunidad. Que se acabe la política antipopular, entreguista, y que comencemos una etapa nueva, que ya (se) inicie una historia y que hacia adelante no haya perdón para ningún corrupto”.
Andrés Manuel López Obrador pronunció lo anterior en el mismo lugar donde fueron asesinados Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, en el jardín que está atrás de Lecumberri, hasta donde acudió para rendir homenaje a los próceres y aprovechó para darle un machucón a los gobiernos neoliberales que dejaron de celebrar o conmemorar la Revolución Mexicana y convirtieron la fecha en un fin de semana para el consumismo.
Leídas sin cuidado, las declaraciones de López Obrador parecen ofrecer una amnistía a los gobernantes y otros funcionarios ladrones, por lo que muchos de sus seguidores le reclamarán que haya abandonado una de sus banderas de campaña, que era precisamente acabar con la corrupción, no para un futuro indefinido, sino para ya, pronto, pues somos un pueblo agraviado que ha contemplado, impotente, el surgimiento de inmensas fortunas mal habidas.
Sin embargo, AMLO vuelve a mostrar el larguísimo colmillo con el que abrió el camino que lo llevó a ganar la elección presidencial, pues en la misma ocasión declaró que él no dará órdenes a los poderes Judicial y Legislativo, “que son independientes, para que detengan procesos iniciados”. Igualmente, suponemos, tampoco instruirá al procurador general de la República, que formalmente tampoco es un subordinado del presidente.
“Le haríamos más daño al país que beneficios si desatamos una cacería de corruptos”, porque eso, a su entender, “generaría un conflicto peor que en Brasil”, si bien no aclaró por qué. Pues sí y no, porque, en esa ambigüedad, debemos entender que no será él quien persiga corruptos, pero que no evitará que lo hagan las instituciones a las que toca ese papel.
La sagaz Carmen Aristegui le disparó a quemarropa una pregunta con jiribilla: “¿Crees que el presidente debe promover que se juzgue para que haya justicia y no se persiga a chivos expiatorios y se revisen responsabilidades por corrupción a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña?”. A lo que el hombre de Macuspana contestó que sometería el asunto a otra de sus controvertidas consultas, lo que resultaría, eso sí, altamente peligroso, pues implicaría que la inocencia o culpabilidad se depositaría en el voto popular o, más precisamente, en el porcentaje de quienes acuden a llenar su papeleta en tales consultas. “¡Que los crucifiquen!”, gritarían los fariseos, exactamente como lo sufrió el propio López Obrador cuando el desafuero.
Un problema adicional es que, si hay impunidad para los sinvergüenzas del pasado, difícilmente se conseguirá honestidad en el futuro cercano. Cualquiera se preguntará por qué a unos sí y a otros no. Por otra parte, no es un asunto de borrón y cuenta nueva ni de la emisión de una constitución moral o de un catecismo de buenas intenciones.
Los mecanismos de la corrupción están altamente afinados y metidos en todos los intersticios del aparato público. Tienen el respaldo del berenjenal jurídico creado a lo largo de muchas décadas de aprobar leyes y contraleyes para que todo, al final, acabe beneficiando a la burocracia rapaz. Se trata, como sabiamente lo dijo Peña Nieto, de una “cultura”, sí, de la cultura priista del latrocinio que obliga al ciudadano a soltar dinero para evitar una sanción o para obtener algún beneficio.
Limpiar el sector público no es un asunto de buenas intenciones, sino de voluntad y capacidad política. ¿Se podrá?