Periodistas Unidos. Ciudad de México. 17 de julio de 2021.- Durante la última semana, pude ver cómo los talibanes recorrían el norte de Afganistán, tomando lugares que había visitado por primera vez en 2001, al comienzo de la guerra iniciada por Estados Unidos. Los combatientes talibanes se apoderaron del principal puente hacia Tayikistán en el Amu Daria, un río que había cruzado en una balsa difícil de manejar pocos meses después de que empezara el conflicto.
El último comando estadounidense de la gigantesca base aérea de Bagram, al norte de Kabul, que había sido el cuartel general de 100.000 soldados estadounidenses en el país, se retiró en plena noche, el pasado fin de semana, sin informar siquiera a su sucesor afgano, quien dijo que se había enterado de la evacuación final de las tropas estadounidenses dos horas después de que se produjera.
La principal causa de la implosión de las fuerzas gubernamentales afganas fue el anuncio del presidente Joe Biden, el 14 de abril de 2021, de que las últimas tropas estadounidenses abandonarían el país el 11 de septiembre. Pero los reclamos de los generales estadounidenses y británicos sobre el carácter precipitado del retiro, lo que no les dejaría tiempo para preparar las fuerzas de seguridad afganas para que puedan valerse por sí mismas, son absurdos, ya que pasaron dos décadas sin conseguirlo.
Ahora que la intervención militar occidental llega a su fin, cabe preguntarse qué hay detrás de esta vergonzosa debacle. ¿Por qué hay tantos talibanes dispuestos a morir por su causa, mientras que los soldados del gobierno afgano huyen o se rinden? ¿Por qué el gobierno afgano de Kabul es tan corrupto e inoperante? ¿Qué pasó con los 2,3 billones de dólares que Estados Unidos lleva gastados en un intento fallido por ganar una guerra en un país que sigue siendo terriblemente pobre?
De una manera más general, ¿por qué la que hace veinte años fue presentada como una victoria decisiva de las fuerzas antitalibanes apoyadas por Estados Unidos se convirtió en la actual derrota?
Una de las respuestas es que en Afganistán -al igual que en el Líbano, Siria e Irak- la palabra “decisiva” no debería utilizarse para describir una victoria o una derrota militar. No hay ganadores ni perdedores, pues hay demasiados actores, dentro y fuera del país, que no pueden admitir una derrota, ni aceptar la victoria del enemigo.
Las analogías simplistas con el Vietnam de 1975 son engañosas. Los talibanes no tienen en absoluto el poderío militar del ejército norvietnamita. Además, Afganistán es un mosaico de comunidades étnicas, tribus y regiones, difícil de gobernar para los talibanes, cualquiera que sea el futuro del gobierno de Kabul.
La desintegración del ejército y de las fuerzas de seguridad afganas precipitó el ataque de los talibanes que, en general, encontraron poca resistencia, lo que les permitió obtener avances territoriales espectaculares. Estos rápidos cambios en la situación del campo de batalla en Afganistán son tradicionalmente alimentados por individuos y comunidades que se pasan rápidamente al bando ganador. Las familias envían a sus jóvenes a luchar tanto por el gobierno como por los talibanes, como una especie de seguro. Las rápidas capitulaciones de ciudades y distritos evitan las represalias, mientras que una resistencia demasiado prolongada desembocaría en una masacre.
En 2001 se produjo una situación similar. Mientras Washington y sus aliados locales de la Alianza del Norte [conocido oficialmente como Frente Islámico Unido por la Salvación de Afganistán] se felicitaban por su fácil victoria contra los talibanes, estos últimos regresaban indemnes a sus pueblos o cruzaban la frontera con Pakistán en espera de tiempos mejores. Y los tiempos mejores llegaron cuatro o cinco años después, cuando el gobierno afgano había hecho todo lo posible para desacreditarse a sí mismo.
La gran fuerza de los talibanes radica en que el movimiento siempre contó con el apoyo de Pakistán, un Estado con armas nucleares, un poderoso ejército, una población de 216 millones de habitantes y una frontera de 2.600 km con Afganistán. Estados Unidos y el Reino Unido nunca lograron realmente entender que si no estaban preparados para enfrentarse a Pakistán, no podrían ganar la guerra.
Los talibanes cuentan además con un núcleo de comandantes y combatientes fanáticos y experimentados, implantados en la comunidad pastún. Los pastunes representan el 40% de la población afgana. Un coronel pakistaní al mando de tropas irregulares pastunes al otro lado de la frontera afgana me preguntó cuáles eran realizados por los esfuerzos de EE.UU. y Gran Bretaña para “ganarse los corazones y las conciencias” en el sur de Afganistán, densamente poblado por pastunes. Para él, las posibilidades de éxito eran mínimas porque la experiencia le había enseñado que un rasgo central de la cultura pastún es el “odio profundo a los extranjeros”.
La propaganda sobre la «construcción de la nación» gracias a los ocupantes extranjeros en Afganistán e Irak ha sido siempre condescendiente e irrealista. La autodeterminación nacional no es algo que pueda ser promovido por fuerzas extranjeras, por muy bien intencionadas que sean. Son fuerzas que siguen, invariablemente y por encima de todo, sus propios intereses. La dependencia del gobierno afgano con respecto a éstas lo descreditó ante los afganos, privándolo de arraigo en su propia sociedad.
Las cantidades enormes de dinero disponibles gracias a los gastos estadounidenses engendraron una élite cleptocrática. Estados Unidos gastó 144.000 millones de dólares en desarrollo y reconstrucción, pero alrededor del 54% de los afganos viven por debajo de la línea de pobreza, con ingresos inferiores a 1,90 dólares por día.
Un amigo afgano que trabajó en el pasado en la Agencia estadounidense para el desarrollo internacional (USAID) me explicó algunos de los mecanismos que permiten que prospere la corrupción. Me dijo, por ejemplo, que los responsables de la ayuda estadounidenses en Kabul pensaban que era demasiado arriesgado para ellos visitar personalmente los proyectos que financiaban. Así, en lugar de verlos directamente, se quedaban en sus oficinas fuertemente protegidas y como toda referencia tenían fotografías y videos que les mostraban el avance de los mismos.
De vez en cuando mandaban a un empleado afgano, como mi amigo, para que viera por sí mismo lo que ocurría. En una visita a Kandahar para supervisar la construcción de una planta de envasado de verduras, descubrió que una empresa local, algo así como un estudio de cine, se dedicaba a filmar imágenes muy convincentes de las obras en curso a cambio de una remuneración. Con extras y un telón de fondo adecuado, mostraban a los supuestos empleados clasificando zanahorias y papas en un depósito, pese a que nada de eso existía en realidad.
En otra oportunidad, el funcionario afgano encargado de la ayuda encontró pruebas de fraude, pero esta vez nadie trató de ocultarlo. Después de buscar en vano un criadero de pollos, cerca de Jalalabad, que había recibido un financiamiento muy importante pero que no existía, ubicó a sus propietarios, los que le indicaron que la ruta hasta Kabul era muy larga. Habiéndolo interpretado como una amenaza de muerte si los denunciaba, guardó silencio y renunció a su puesto poco después.
Es cierto que la ayuda extranjera ha permitido la construcción de verdaderas escuelas y clínicas, pero la corrupción carcome todas las instituciones gubernamentales. En el plano militar, la corrupción se traduce en soldados “fantasmas” y en puestos de avanzada amenazados por la falta de alimentos y de municiones suficientes.
Nada de esto es nuevo. Cuando, a lo largo de los años, visitaba Kabul u otras ciudades, tuve siempre la impresión de que el apoyo a los talibanes era limitado, pero que todo el mundo consideraba a los funcionarios como parásitos a los que había que evitar o, si no, sobornar. En Kabul, un próspero agente inmobiliario –en principio, un sector poco propenso a los cambios radicales- me dijo que era imposible que un sistema tan impregnado de corrupción «pudiera mantenerse sin una revolución».
Tras el fracaso del gobierno, los talibanes confían en que podrán volver al poder dentro de un año. Esta perspectiva aterroriza a mucha gente. ¿Cuál será la reacción de los 4 millones de habitantes de la minoría hazara, por ejemplo, que son chiítas y se sienten cercanos a Irán? A principios de este año, en Kabul, 85 niñas hazaras y sus maestras murieron víctimas de un atentado con bombas a la salida de la escuela. Como en 2001, la guerra eterna en Afganistán está lejos de terminar. (Artículo publicado en Counterpunch, 13-7-2021: https://www.counterpunch.org/)
* Patrick Cockburn es autor de War in the Age of Trump, Verso, 2020.