Morir en El Paso o en Michoacán

Foto: Christian Chavez

Por Gregorio Ortega

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 11 de agosto de 2019.- Nada hay más igualitario que la muerte. La diferencia la hace la forma de fallecer, aunque la violencia establece una tabla rasa que nadie desea experimentar -me refiero a los deudos, porque desconocemos la opinión de los decapitados, agujereados, torturados-, debido a las imágenes de pesadilla.


Al rebasarse ciertos límites de moral y ética política, de sordidez, de comportamiento humano, las razones que dan origen a las ejecuciones o demás procedimientos para asesinar por decenas, carecen de importancia en sus resultados, pero no en su prevención.


Lo ocurrido en Michoacán -y en esta patria dolorida- inició en 2006, cuando rodaron cabezas cercenadas en la pista de baile de una discoteca en Uruapan. Hoy, 13 años después, todavía azora, duele, molesta, hiere en lo colectivo, porque lo que se ve, se nota, se siente, es la ausencia del Estado, cuyo declive inició en cuanto decidieron minar al presidencialismo imperial, sin tener un modelo político de repuesto.


Regresar a lo mismo por la vía de hecho con la restauración, además de imposible, terminará con destruir las instituciones todavía indemnes.
El reguero de sangre continuará en tanto no se decidan a conceptuar, proponer y operar la Reforma del Estado. No se trata de asesinar un régimen, sólo es necesario sustituirlo para que, de verdad, el país encuentre las veredas de la paz y recupere la vida en sociedad, ajena a la confrontación suscitada por la narrativa política desde el poder, y por la acción criminal de la delincuencia organizada, adueñada de la agenda nacional.


Morir en El Paso en nada difiere a ser ejecutado en Michoacán, lo que cambia son los orígenes y los resultados de tamaña acción letal. Es la consecuencia lógica del discurso electoral y gubernamental de Donald Trump. El origen de este daño moral a la población estadounidense, primero, y del mundo después, está en el librito de Adolfo Hitler y en otros anteriores y posteriores, pero el más significativo, el que incendió al mundo entre 1939 y 1945, fue Mi lucha.


Los efectos de la guerra ideológica y económica suscitada por Trump, resultarán tanto o más destructores que las guerras tradicionales, incluidas ambas conflagraciones mundiales. El hambre y las epidemias fruto de la pobreza son letales, con una ventaja para el vencedor, las sedes urbanas, las instalaciones productivas y gubernamentales de los vencidos, quedan en condiciones de usarse.


De continuar el discurso político de Trump sin modificaciones, incendiará su país y al nuestro, con un agravante: ¿sabe ya, si sus gobernados están dispuestos a realizar los trabajos que hacen los migrantes, legales e ilegales, por tan míseros salarios? Ni siquiera tendrán a quienes limpien las nalgas de sus inválidos, enfermos y estadounidenses de la tercera edad. De ese tamaño, necesidad y humillación.


Aquí, nos ejecutan los asesinos, allá, del otro lado, nos matan los discursos políticos de odio disfrazados de libertad. Después de todo, sí hay diferencia.

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