Se trata de una pandemia mundial, tratémosla como tal

Foto: Alejandro Meléndez / FotorreporterosMx

Por Adam Hanieh *

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 02 de abril de 2020.- Ante al tsunami del COVID-19, nuestras vidas están cambiando de una manera inconcebible hace apenas unas semanas. Desde el derrumbamiento económico de 2008-2009, el mundo no había visto una experiencia colectiva semejante: una crisis mundial única y que evoluciona rápidamente, estructurando el ritmo de nuestra vida cotidiana en un complejo cálculo de riesgos y probabilidades.

En respuesta a esta crisis, muchos movimientos sociales han presentado demandas que toman en serio las consecuencias potencialmente desastrosas del virus y al mismo tiempo la incapacidad de los gobiernos capitalistas para hacer frente de manera apropiada a la crisis en sí misma. Estas demandas incluyen la seguridad de los trabajadores, la necesidad de organizarse a nivel barrial, los ingresos y la seguridad social, los derechos de las personas con contratos de tipo cero hora [comunes en Alemania y en el Reino Unido] o con empleos precarios, al igual que la necesidad de proteger a los inquilinos y a las personas que viven en la pobreza.

En este sentido, la crisis del COVID-19 ha puesto claramente de relieve el carácter irracional de los sistemas de salud basados en la obtención de beneficios: la reducción casi universal del personal y de las infraestructuras de los hospitales públicos (incluidas las camas de cuidados intensivos y los respiradores artificiales), la falta de servicios de salud pública y el costo prohibitivo de los servicios médicos en muchos países, así como la utilización que hacen las grandes empresas farmacéuticas de los derechos de propiedad (patentes), limitando el acceso generalizado a  los tratamientos  y a las vacunas existentes o por desarrollarse.

Sin embargo, la dimensión mundial del COVID-19 ha sido menos visible en la mayoría de los debates de la izquierda. Mike Davis observó con razón que «el peligro para los pobres del mundo ha sido casi totalmente ignorado por los periodistas y gobiernos occidentales». Los debates de la izquierda se han limitado a menudo a observar las graves crisis de los servicios de salud pública que se están produciendo en Europa y en los Estados Unidos. En Europa, la capacidad de los Estados para hacer frente a esta crisis es sumamente desigual, como lo muestra por ejemplo, la situación en Alemania y en Grecia, pero una catástrofe mucho mayor puede abarcar pronto al resto del mundo. Entonces, nuestra perspectiva sobre esta pandemia debe ser verdaderamente global, basada en la comprensión de la manera en que los aspectos de salud pública cuestionados por este virus se entrelazan con cuestiones más amplias de economía política (incluida la probabilidad de una prolongada y grave recesión económica mundial). Este no es el momento de caer en la trampa (nacional) y de hablar simplemente de la lucha contra el virus dentro de nuestras propias fronteras.

La salud pública en el Sur

Como en todas las crisis llamadas «humanitarias», lo esencial es recordar que las condiciones sociales que prevalecen en la mayoría de los países del Sur son el producto directo de la forma en que esos Estados se integran en las jerarquías del mercado mundial. Históricamente, hubo un largo «encuentro» con el colonialismo occidental, que en la época contemporánea se ha prolongado con la subordinación de los países pobres a los intereses de los Estados más ricos del mundo y de las grandes empresas transnacionales. Desde mediados de la década de 1980, los sucesivos ajustes estructurales [siguiendo las recetas del FMI] -a menudo acompañados de acciones militares occidentales, de sanciones que fragilizan aún más a estos países o del apoyo a dirigentes autoritarios- han destruido sistemáticamente el potencial social y económico de los Estados más pobres, dejándolos mal parados para hacer frente a crisis importantes, como la provocada por la epidemia de COVID-19.

La comprensión de estas dimensiones históricas y mundiales deja claro que la amplitud enorme de la crisis actual no se debe simplemente a una cuestión de epidemiología viral y a una falta de resistencia biológica a un nuevo agente patógeno. La forma en que la mayoría de las personas de África, América Latina, el Medio Oriente y Asia sufrirán la próxima pandemia es consecuencia directa de una economía mundial estructurada sistemáticamente en torno a la explotación de los recursos y los pueblos del Sur. En este sentido, la pandemia es en gran medida una catástrofe social y humana, y no simplemente una calamidad de origen natural o biológico.

El mal estado de los sistemas de salud pública en la mayoría de los países del Sur, con tendencia a la falta de financiación e inversión y a la carencia de medicamentos, equipo y personal idóneos, es un ejemplo claro de que este desastre es el resultado de una actividad social determinada. Esto es de particular importancia para comprender la amenaza que representa el COVID-19, debido al aumento rápido y significativo de los casos graves y críticos que requieren a menudo hospitalización a causa del virus (actualmente se estima a alrededor del 15-20% de los casos confirmados). Esto viene siendo ampliamente discutido en  Europa y en los Estados Unidos y es el origen de la estrategia de «aplanamiento de la curva» para aliviar la presión sobre la capacidad de los hospitales a absorber pacientes en cuidados intensivos.

Sin embargo, si bien hay que señalar la falta de camas de cuidados intensivos, ventiladores y personal médico cualificado en muchos estados occidentales, debemos también reconocer que la situación es infinitamente más grave en la mayor parte del resto del mundo. Malawi, por ejemplo, cuenta con unas 25 camas de cuidados intensivos para una población de 17 millones de personas. Hay menos de 2,8 camas de cuidados intensivos por cada 100.000 personas, en promedio, en Asia meridional, y Bangladesh, por su parte, tiene alrededor de 1.100 de estas camas para una población de más de 157 millones (0,7 camas de cuidados intensivos por cada 100.000 habitantes).

Comparativamente, las imágenes impactantes que nos llegan desde Italia corresponden a un sistema de salud avanzado con un promedio de 12,5 camas de cuidados intensivos para 100.000 personas (e incluso, la capacidad para poner más en acción).

La situación es tan grave que muchos países pobres no tienen siquiera información sobre la disponibilidad de camas en las unidades de cuidados  intensivos. Un documento académico de 2015 («Intensive Care Unit Capacity in Low-Income Countries: A Systematic Review») estimaba que «más del 50% de los países [de bajos ingresos] no tienen datos publicados sobre el volumen de cuidados intensivos disponible». Sin esta información, es difícil imaginar cómo estos países podrían llegar a establecer una planificación que permita satisfacer la demanda inevitable de cuidados intensivos provocada por el COVID-19.

Por supuesto que la cuestión de la capacidad de las unidades de cuidados intensivos y de los hospitales forma parte de un conjunto mucho más amplio de problemas, entre los que se cuentan la falta generalizada de recursos básicos (por ejemplo, agua potable, alimentos y electricidad), el acceso adecuado a la atención médica primaria y la eventual presencia de comorbilidad (presencia y efecto de una o más enfermedades, aparte de la principal, como las altas tasas de VIH y tuberculosis). En conjunto, todos estos factores darán lugar, sin duda alguna, una prevalencia significativamente más elevada de pacientes gravemente enfermos (y, por ende, de muertes) en los países más pobres, como consecuencia del COVID-19.

El trabajo y la vivienda son aspectos de la salud pública

Las discusiones sobre la mejor manera de actuar ante el COVID-19 en Europa y en los Estados Unidos ilustraron claramente la relación de refuerzo mutuo que existe entre las medidas eficaces de salud pública y las condiciones de trabajo, la precariedad y la pobreza. Los llamamientos a favor del autoaislamiento en caso de enfermedad – o la aplicación de períodos más largos de reclusión obligatoria – son económicamente imposibles para las numerosas personas que no pueden teletrabajar fácilmente o para las que, en el sector de los servicios, trabajan con contratos de «cero horas» u otros tipos de empleos temporales. Al reconocer las consecuencias fundamentales para la salud pública de estos modelos de trabajo, muchos gobiernos europeos han anunciado promesas radicales sobre la manera de compensar a quienes se han quedado sin trabajo o se han visto obligados a quedarse en casa durante la crisis.

Queda por ver en qué medida esos planes serán eficaces y en qué medida van a poder realmente satisfacer las necesidades de todas las personas que van a perder sus puestos de trabajo como consecuencia de la crisis. No obstante, hay que reconocer que esos programas, para la mayoría de la población mundial, no van a existir.

En los países en que la mayoría de la fuerza de trabajo se dedica al trabajo informal o depende de salarios diarios inseguros -gran parte del Medio Oriente, África, América Latina y Asia- será muy difícil que las personas puedan quedarse en casa o aislarse voluntariamente; lo que debe verse en paralelo con el hecho de que con mucha seguridad habrá un aumento muy importante de la  cantidad de «trabajadores pobres» como resultado directo de la crisis. La OIT (Organización Internacional del Trabajo) ha estimado [el 18 de marzo de 2020] que, en el peor de los casos (24,7 millones de pérdidas de puestos de trabajo en todo el mundo), la cantidad de personas de los países en los que los ingresos son bajos y medios, y que ganan menos de 3,20 dólares diarios en PPA (paridad de poder adquisitivo), aumentará en alrededor de 20 millones.

Una vez más, estas cifras son importantes no sólo en lo que tiene que ver con la supervivencia económica diaria. Sin los efectos atenuantes de la cuarentena y la contención, la progresión real de la enfermedad en el resto del mundo será sin dudas mucho más devastadora que lo visto hasta la fecha en China, Europa y en los Estados Unidos.

Además, aquellos que sólo tienen trabajos informales y precarios viven en barrios marginales y en viviendas superpobladas, condiciones ideales para la propagación explosiva del virus. Como dijo recientemente un entrevistado al Washington Post en Brasil: «Más de 1,4 millones de personas – casi un cuarto de la población de Río – viven en una de las favelas de la ciudad. Muchos no pueden permitirse perder un solo día de trabajo, y mucho menos semanas. La gente seguirá saliendo de sus casas… La tormenta va a llegar pronto.»

Los millones de personas desplazadas por guerras y conflictos viven actualmente situaciones desastrosas. El Medio Oriente, por ejemplo, es la región que se caracteriza por tener el mayor índice de desplazamiento forzado de poblaciones desde la Segunda Guerra Mundial, con un gran número de refugiados y desplazados internos debido a las guerras actuales en países como Siria, Yemen, Libia o Iraq. La mayoría de esas personas viven en campamentos de refugiados o en zonas urbanas superpobladas, sin tener acceso a los derechos más básicos de salud, los que suelen asociarse con la ciudadanía. La malnutrición generalizada y otras enfermedades (como el resurgimiento del cólera en el Yemen) hacen que estas comunidades desplazadas sean sumamente vulnerables al coronavirus.

En la Franja de Gaza, donde más del 70% de la población son refugiados y viven en una de las zonas más densamente pobladas del mundo, se puede ver una muestra, un microcosmos de esta situación. Los dos primeros casos de COVID-19 fueron señalados en Gaza el 20 de marzo (sin embargo, debido a la falta de equipos de pruebas, sólo 92 personas, en una población de 2 millones, fueron sometidas a tests de detección del virus). Después de 13 años de sitio israelí y de una destrucción sistemática de la infraestructura esencial, las condiciones de vida en la Franja de Gaza se caracterizan por la extrema pobreza, las malas condiciones sanitarias y la falta crónica de medicamentos y de equipo médico (por ejemplo, en Gaza sólo hay 62 ventiladores, de los cuales sólo 15 aptos para ser utilizados). Como consecuencia del bloqueo y del cierre durante la mayor parte de la última década, Gaza quedó aislada del mundo mucho antes de la actual pandemia. La región podría ser como el canario de las minas de carbón COVID-19, anunciando la evolución de la enfermedad entre las comunidades de refugiados del Medio Oriente y de otras partes del mundo. [En las minas, el canario servía como señal por ser muy sensible a las emisiones de gases tóxicos, imposibles de detectar por los humanos sin un equipo moderno, : cuando el pájaro moría o se desmayaba, los mineros se apresuraban a salir de la mina para evitar una inminente explosión o intoxicación].

Crisis simultáneas

La inminente crisis de salud pública a la que se verán enfrentados los países más pobres como consecuencia del COVID-19 va a ser agravada aún por la consiguiente recesión económica mundial. Con seguridad, superará la escala de la de 2008. Aún es demasiado pronto para predecir el alcance de la recesión, pero muchas instituciones financieras importantes suponen que será la peor recesión de la que se tenga memoria. Una de las razones es el cierre casi simultáneo de los sectores de la industria, el transporte y los servicios en los Estados Unidos, Europa y China, un acontecimiento sin precedentes históricos desde la Segunda Guerra Mundial. Con una quinta parte de la población mundial bajo reglas de contención, las cadenas de suministro y el comercio mundial se derrumbaron y los índices de las bolsas de valores se desplomaron – con una pérdida de valor en la mayoría de las principales plazas bursátiles de entre el 30 y el 40% de su valor entre el 17 de febrero y el 17 de marzo.

El derrumbe económico que se avecina no es la consecuencia del COVID-19. Más bien, el virus ha presentado la «chispa o detonante» [como de costumbre] de una crisis más profunda que se ha venido gestando desde hace ya algunos años. Las medidas adoptadas por los gobiernos y los bancos centrales desde 2008, incluidas las políticas de flexibilización cuantitativa y los repetidos recortes de los tipos de interés, están vinculadas estrechamente con esta crisis. Esas políticas estaban destinadas a apuntalar los precios de las acciones mediante el aumento masivo de la oferta de dinero ultra barato en los mercados financieros. Como resultado, hubo un crecimiento significativo de todas las formas de endeudamiento – de las empresas, gubernamental y doméstico. En los Estados Unidos, por ejemplo, la deuda no financiera de las grandes empresas alcanzó los 10 billones de dólares a mediados de 2019 (alrededor del 48% del PIB), lo que supone un aumento considerable con respecto al pico máximo anterior, alcanzado en 2008 (cuando se situaba en torno al 44%). En general, esta deuda no se utilizaba para inversiones productivas, sino para actividades financieras (como la financiación de dividendos, la compra de acciones y las fusiones y adquisiciones). Ahí tenemos el bien observado fenómeno de la explosión de los mercados de valores, por un lado, y del estancamiento de la inversión y la caída de los beneficios, por otro.

Es importante destacar que el crecimiento de la deuda de las empresas se ha concentrado en gran medida en bonos de menor calidad que los de las inversiones (los llamados bonos basura), o en bonos  calificados como BBB, a un nivel más alto que los bonos basura [junk bonds]. De hecho, según Blackrock, el mayor gestor de activos del mundo, la deuda de BBB representaba una parte muy importante, alrededor del 50%, del mercado mundial de obligaciones en 2019, mientras que en 2001, representaba solamente el 17%.

Esto significa que el derrumbe sincronizado de la producción mundial, de la demanda y de los precios de los activos financieros plantea un problema fundamental a las empresas que necesitan refinanciar su deuda. Mientras que la actividad económica se paraliza en sectores clave, las empresas cuya deuda debe ser refinanciada se enfrentan ahora a un mercado crediticio en gran parte bloqueado. Nadie está dispuesto a prestar en las actuales condiciones y muchas empresas sobre endeudadas (en particular las que se dedican a sectores como las líneas aéreas, el comercio minorista, la energía, el turismo, la industria automotriz y el sector del ocio) pueden no generar prácticamente ningún ingreso en el próximo período.

Es muy probable que se produzca una oleada importante de quiebras, de impagos y de pérdida del valor de ciertas empresas. No sólo en los Estados Unidos. Los analistas financieros han advertido recientemente de una «crisis de liquidez» y una «ola de quiebras» en la región de Asia y del Pacífico, donde los niveles de endeudamiento de las empresas se han duplicado hasta llegar a los 32 billones de dólares en la última década.

Todo esto constituye un peligro muy grave para el resto del mundo, con desaceleración en los países y poblaciones más pobres. Como en el 2008, se trata de una probable caída de las exportaciones, una fuerte disminución de los flujos de inversión extranjera directa y de los ingresos por concepto de turismo, así como una disminución de las remesas de los trabajadores emigrados. Este último factor suele pasarse por alto en el debate sobre la crisis actual, pero es clave recordar que una de las principales características de la globalización neoliberal ha sido la integración de una gran parte de la población mundial en el capitalismo mundial mediante las remesas de los familiares que trabajan en el extranjero.

En 1999, sólo 11 países del mundo recibían remesas superiores al 10% del PIB; en 2016, eran ya 30 países. En 2016, poco más del 30% de los 179 países sobre los que se disponía de datos registraron niveles de remesas superiores al 5% del PIB, proporción que se ha duplicado desde 2000. Sorprendentemente, alrededor de 1.000 millones de personas -o una de cada siete personas en todo el mundo- participan directamente en las corrientes de remesas como remitentes o receptores. El cierre de las fronteras a causa de COVID-19, junto con la interrupción de la actividad económica en sectores clave en los que los migrantes tienden a predominar, significa que podríamos estar enfrentándonos a una caída precipitada de las remesas en todo el mundo, lo que tendría repercusiones muy graves en los países del Sur.

Otro mecanismo clave mediante el cual la crisis económica, que evoluciona rápidamente, podría afectar a los países del Sur es la importante acumulación de deuda por parte de los países más pobres en los últimos años. Entre ellos figuran tanto los países menos adelantados del mundo como los «mercados emergentes». A finales de 2019, el Instituto de Finanzas Internacionales estimó que la deuda de los mercados emergentes ascendía a 72 billones de dólares, un monto que se ha duplicado desde 2010. Gran parte de esta deuda está en dólares USA, dejando a sus titulares expuestos a las fluctuaciones del valor de la moneda estadounidense. En las últimas semanas, el dólar estadounidense se ha fortalecido considerablemente, ya que los inversores buscan un refugio seguro como respuesta a la crisis. Por eso, otras monedas nacionales han disminuido y el peso de los intereses y del reembolso de la deuda contraída en dólares ha aumentado. Ya en 2018, 46 países gastaban más en el servicio de la deuda pública que en sus sistemas de salud, en porcentaje del PIB. Y hoy estamos entrando en una situación alarmante en la que muchos países pobres se enfrentarán a un aumento de los reembolsos de la deuda mientras que por otra parte intentan hacer frente a una crisis de salud pública sin precedentes, todo ello en el contexto de una recesión mundial muy profunda.

Estas crisis cruzadas no van a poner fin a los ajustes estructurales o al surgimiento de una especie de «social democracia global». Como hemos visto reiteradas veces en la última década, el capital suele aprovechar los momentos de crisis como una oportunidad, una posibilidad de efectuar un cambio radical bloqueado antes o que parecía imposible. Esto es lo que sugirió el Presidente del Banco Mundial, David Malpass [desde abril de 2019], cuando lo reconoció en la reunión (virtual) de Ministros de Finanzas del G20 hace unos días: «Los países tendrán que aplicar reformas estructurales para ayudar a reducir el plazo de la recuperación… Con aquellos países que tienen regulaciones excesivas, subsidios, regímenes de autorizaciones, una protección comercial o de litigios excesivamente complicada, trabajaremos especialmente con el objetivo de favorecer los mercados, las diferentes opciones y las perspectivas de un crecimiento más rápido durante la recuperación».

Hay que poner todas estas dimensiones internacionales en el centro de los debates relacionados con el COVID-19 dentro de la izquierda, vinculando la lucha contra el virus con temas como el de la abolición de la deuda del «Tercer Mundo», el fin de los planes de ajustes estructurales neoliberales del FMI y del Banco Mundial, las debidas reparaciones por el colonialismo, el fin del comercio mundial de armas, el fin de los regímenes de sanciones, etc.

Todas estas campañas son un asunto de salud pública mundial; tienen un impacto directo en la capacidad de los países más pobres para reducir los efectos de la pandemia y la consiguiente recesión económica. No basta con hablar de solidaridad y de apoyo mutuo en nuestros propios barrios o comunidades y dentro de nuestras fronteras nacionales, si no mencionamos la amenaza mucho mayor que representa este virus  para el resto del mundo.

También está claro que, los altos niveles de pobreza, las condiciones precarias de trabajo y vivienda y la falta de una infraestructura sanitaria adecuada también amenazan la capacidad de los habitantes de Europa y los Estados Unidos para frenar la contaminación. Pero las campañas unitarias desde la base en los países del Sur están construyendo coaliciones y encarando estos problemas de manera interesante e internacionalista. Sin una orientación global, la retórica política discursiva de los movimientos supremacistas blancos y xenófobos, con una política profundamente arraigada en el autoritarismo y la obsesión por los controles fronterizos y el patriotismo nacional de «mi país primero», puede verse reforzada, alimentándose con el pretexto del virus.   

* Adam Hanieh es profesor en el SOAS, University of London. Es autor, entre otros títulos, de Money, Markets, and Monarchies: The Gulf Cooperation Council and the Political Economy of the Contemporary Middle East, Cambridge University Press, 2018 y Lineages of Revolt. Issues of Contemporary Capitalism in the Middle East, Haymarket Books, 2013. Artículo publicado originalmente en Verso, 27-3-2020: https://www.versobooks.com/blogs/4623-this-is-a-global-pandemic-let-s-treat-it-as-such

1 comentario
  1. Tomoko dice

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