Sembrar odios II/II
Foto: Galo Cañas / Cuartoscuro
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 16 de mayo de 2019.- El presidente constitucional de todos los mexicanos sueña en convertirse como esos presidentes priistas que tanto abomina. Su meta es acumular poder, aunque con esa búsqueda lo comparta con quien menos debe, pues ahora somos testigos de los compromisos adquiridos con Estados Unidos: la frontera sur, los migrantes, la nueva ley laboral, para consolidar la política económica de sus adversarios. ¿O no?
Medito en el tema y encuentro respuestas en el texto de Sergio Ramírez, nicaragüense, escritor, premio Cervantes. Su opinión es autorizada. El artículo se titula El poder y la locura, apareció en la sección de opinión de El País del 30 de abril último, y, entre otros motivos de reflexión, destaca: “El poder entorpece la razón de quienes lo ejercen con desmesura, y entonces terminan llamando la atención de los dioses, que, según recuerda Herodoto, nunca se ocupan de las acciones de los pequeños e insignificantes, porque éstos, alejados del ruido, no suelen despertar sus iras, puesto que la divinidad sólo tiende a abatir a aquellos que descuellan en demasía. Para eso tienen a su disposición a Némesis, la deidad de la venganza, presta a lanzarse contra el demonio de la hubris, esa enfermedad que pierde a los mortales encumbrados en su vanidad y en su orgullo destructivo cuando son dueños del mando absoluto”.
Hay un problema serio de ausencia de reflexión en las consecuencias de las decisiones políticas y económicas que toman a mano alzada y sin consultar con nadie. Lo que incuban es el odio, porque si bien los empresarios se benefician, la clase media es aplanada y, tarde o temprano el México bueno y sabio se percatará del tamaño de la faramalla que le jugaron en sus narices.
Abunda Sergio Ramírez: “El poder que enajena los sentidos y altera radicalmente la conducta es aquel que llega a tener carácter de absoluto, y que ha sido conseguido gracias a un éxito aplastante, por ejemplo una revolución armada, un golpe de estado, un triunfo electoral avasallador que como consecuencia favorece la supresión de las reglas del juego democrático.
“El predestinado obedece a su propia obsesión y se quedará por largos años, las más de la veces sin plazo definido, y sin controles ni contenciones, porque todo el aparato de Estado llega a funcionar bajo su arbitrio único. El tiempo desaparece de su mente, y aún la idea de la muerte le llega a parecer extraña”.
Ajena diría yo. La noción de inmortalidad se adueña de la voluntad y los deseos de todo ser humano que se sabe llamado a modificar la historia, aunque hay de huellas a huellas, porque nadie en su sano juicio desea seguir las de José Stalin o las de Adolfo Hitler, pero andar los pasos de Hidalgo, Madero o Cárdenas, requiere de un temple especial: dejar de ser para que el Estado sea servido, y no el gobierno.
@OrtegaGregorio