Periodistas Unidos. Ciudad de México. 21 de agosto de 2021.- Hace algo más de un siglo, George Bernard Shaw definió a la Historia como aquello que todo inglés debería aprender y todo irlandés debería olvidar. Estaba hablando de un conflicto imperial largo, en apariencia insoluble, en el que abundaban enviados que seguro que tenían «la» solución y generales llenos de medallas que la entendían como matar a los rebeldes y cooptar a los demás. El conflicto irlandés se resolvía haciendo que los isleños fueran «democráticos», en lo posible anglicanos y súbditos leales. Así les fue, a estos estrategas, como les fue y les sigue yendo a los que pensaron así a los afganos, un pueblo que parece haber construido su identidad nacional con un arma en la mano y que se acaba de cargar a otro imperio.
Esta retirada norteamericana es la tercera humillación internacional que los afganos le regalan a una superpotencia. El último extranjero en dominar, aunque sea por un tiempo, al país fue Alejandro Magno, hace alguno que otro milenio. Probaron todos, los persas y los mugales, los zares y los turcos, y a todos los fue igual. Los ingleses invadieron en tiempos del Raj, cuando eran los Estados Unidos de la era victoriana, para frenar un peligro ruso enteramente imaginario. Fueron masacrados y volvieron a invadir de orgullosos, por los pocos días que necesitaban para recoger cadáveres, izar la bandera y quemar Kabul. La siguiente vez que alguien vio un uniforme británico fue en este siglo joven, cuando la Royal Army iba de comparsa de los americanos.
La actual guerra civil afgana empezó en 1978, cuando el primer presidente más o menos legítimo del país trató se sacarse de encima al poderoso partido comunista. El presidente le había dado un golpe al rey, que entre 1933 y 1973 había piloteado un milagro, cuarenta años en paz. A cinco años del golpe, los comunistas locales le devolvieron la cortesía con un golpe de lo más sangriento: en la toma del palacio, lo mataron a él, a su familia, a sus custodios, a sus ministros y a todo el que encontraron por los pasillos. El nuevo gobierno cayó en una inmediata entropía, con facciones matándose entre si y ejecuciones masivas de presos políticos. Cuando el caos llegó al extremo de que se supo que se había fusilado a 27.000 detenidos en una sola prisión, los soviéticos invadieron, el 24 de diciembre de 1979.
Las fuerzas especiales, en una acción que todavía se enseña en las escuelas militares rusas, tomaron el palacio, mataron a 200 tropas y al presidente. Con un nuevo líder más de confianza en el poder, los soviéticos comenzaron a reorganizar el ejército afgano, desplegaron sus tropas y empezaron una guerra de contrainsurgencia contra prácticamente todo el país. Las facciones eran regionales, políticas o simplemente leales a tal o cual señor de la guerra, y eran colectivamente conocidas como los muyahidín. Estados Unidos empezó a mandar armas, Pakistán a proveer refugio y entrenamiento y las potencias árabes del petrodólar financiaron la guerra.
Los soviéticos mostraron más cordura que sus rivales de Washington, porque en lugar de veinte años se quedaron diez. Se retiraron con un desfile de blindados en el Puente de la Amistad, el mismo en el que en este mismo momento hay un río de refugiados huyendo. El régimen que dejaron se las arregló para sobrevivir tres años y, de hecho, logró construir un ejército muy eficiente. El colapso siguió el de la URSS en 1991 y a la deserción de un general con ambiciones propias en 1992. Después de una sangrienta guerra civil, las facciones aceptaron una mediación paquistaní y crearon el Estado Islámico de Afganistán, un prodigio de inestabilidad.
Irán, los sauditas, los paquistaníes, y por interpósita persona cuanta potencia se pueda pensar, tenía su facción favorita y buscaba «quedarse» con Afganistán. La política se hacía a balazos, los fondos públicos desaparecían en tiempo real y la mayoría de la población ni se daba por enterada de un gobierno que apenas valía en la lejana y bombardeada capital. De este caos y específicamente de la región sur, la más pobre y anarquizada, surgió en 1994 un grupito de puritanos que se hacían llamar los talibanes. Siguieron dos años de duros combates, que incluyeron la demolición a cañonazos de buena parte de Kabul, hasta que los talibanes entraron en la capital y proclamaron el Emirato de Afganistán. Habían ganado con fondos sauditas y armas paquistaníes, dejando que los demás creyeran que iban a ser sus marionetas,
Pero hay algo más que apoyo extranjero detrás del triunfo de los islamistas duros. Afganistán tiene un sistema político que respeta la vieja frase de los kenianos, «ahora nos toca comer a nosotros». Cada uno que llega al poder se queda con todo y la idea de que los fondos nacionales no son del líder y sus aliados, sino de la nación toda, es una novedad medio abstracta. Los talibanes ofrecieron más que honestidad, pureza, con todo lo que esta palabra peligrosa implica cuando se habla de religión. Ascéticos con el dinero, los nuevos poderosos prohibieron todo lo que su versión del Islam rechazaba: la televisión, el cine, la música, la fotografía, los libros que no fueran técnicos o comentarios del Corán. También prohibieron afeitarse, usar ropa occidental y ser algo más que una esposa encerrada en el harén. Como tantísimos grupos puritanos, los talibanes no podían concebir que una mujer estuviera fuera del control de su padre o su marido, que hablara o que decidiera algo.
Y como tantos grupos puritanos, los talibanes no hacían política sino que creaban el reino divino en la tierra. Quien se opusiera, quien no mostrara entusiasmo por construir esta utopía era un traidor, un pecador, un herético. Los talibanes montaron un verdadero archipiélago de centros de tortura, fusilaron a miles y se sirvieron de toda mujer que les interesara, que la recompensa de un yijadista es tener su harén…
Pero no todo el país estaba bajo su control, con lo que la guerra continuaba, con ayuda exterior. Decenas de miles de voluntarios paquistaníes combatieron junto a los talibanes, además de una verdadera Internacional musulmana bajo las banderas de Isis y Al Qaeda, aliados firmes.
Estas alianzas resultaron peligrosas. Al Qaeda organizó desde suelo afganoel ataque a las Torres Gemelas del once de septiembre de 2001 y en apenas más de un mes Estados Unidos estaba bombardeando a los talibanes en apoyo de las facciones que seguían resistiendo. El 27 de octubre de ese año desembarcaban las primeras tropas norteamericanas, que se llevaron puesta a lo que en el fondo era una fuerza miliciana con armas livianas provistas por Pakistán. Los que pudieron, corrieron a las montañas y esperaron veinte años, reconstruyendo sus arsenales y haciendo política mientras Washington gastaba una fortuna fabulosa, perdía miles de soldados, mataba cientos de miles de afganos y pensaba estar construyendo una democracia.
Esta ilusión se acaba de caer en cosa de semanas, a partir de que quedó en claro que los norteamericanos se retiraban realmente. Ahora falta ver si los talibanes aprendieron algo de su propia historia o todo lo que prometieron en las conversaciones de paz era lo que los diplomáticos querían escuchar y después vemos. La cuenta se puede hacer a futuro sumando fusilados y mujeres devueltas a la edad media.