56.800 migrantes muertos o desaparecidos en cuatro años en el mundo

Foto: Bram Janssen / AP

Por Lori Hinnant y Bram Jassen

AP. Johannesburgo, Sudáfrica. 01 de noviembre de 2018.- Uno por uno, de a cinco por tumba, los ataúdes eran enterrados en la tierra roja de este rincón de un cementerio sudafricano mal mantenido. La inscripción en la madera barata revela la anonimidad de estos muertos: “Desconocido B/Hombre”.

Estos hombres eran migrantes de algún país africano que no tenían nada y que trataban de sobrevivir en la pujante economía informal de la provincia de Gauteng, un nombre que quiere decir “tierra del oro”. En lugar de una vida mejor, muchos encontraron la muerte. Sus cadáveres no tienen nombre y nadie los recoge. Son más de 4.300 tan solo en Gauteng, entre el 2014 y el 2017.

Algunas de esas vidas terminaron en el cementerio de Olifantsvlei, en silencio, entre mechones de césped que crece sobre delgados letreros que dicen: la cuadra de los pobres. Son ataúdes tan pequeños que se puede pensar son para niños.

En todo el mundo la gente le escapa a las guerras, el hambre y el desempleo, y las migraciones mundiales han alcanzado niveles sin precedentes, llegando a 258 millones de migrantes en el 2017. Eso representa un aumento del 49% respecto a comienzos del siglo, según Naciones Unidas.

Menos visible es otro aspecto de estas grandes migraciones: las decenas de miles de personas que mueren o simplemente desaparecen en la empresa, que nunca son vistas de nuevo. Una gran cantidad se han ahogado, murió en un desierto o fue víctima de traficantes de personas, y sus familias no saben qué pasó con ellas. Al mismo tiempo, cadáveres anónimos llenan cementerios como el de Gauteng en todo el mundo.

En la mayoría de los, casos, nadie lleva la cuenta. Si no se preocupaban por ellos en vida, menos lo hacen ya muertos, como si nunca hubiesen existido.

La Associated Press ha documentado la muerte o desaparición de al menos 56.800 migrantes en todo el mundo desde el 2014, el doble de la única cuenta oficial que hay, la de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas. La OIM contabilizaba más de 28.500 muertos y desaparecidos hasta el 1ro de octubre. La AP encontró otros 28.000 al recabar información de otros organismos internacionales, archivos forenses, denuncias de personas desaparecidas y certificados de defunción, y de analizar miles de entrevistas con migrantes.

La cuenta de AP es baja. Hay cadáveres de migrantes enterrados bajo la arena del desierto o en el fondo del mar. Y a menudo las familias no quieren reportar las desapariciones de sus seres queridos porque estaban en otro país sin permiso o porque se fueron sin decir hacia dónde se dirigían.

El conteo oficial de la ONU se enfoca mayormente en Europa, pero incluso allí hay muchos casos que no son tenidos en cuenta. Los vientos políticos están soplando en contra de los migrantes que procuran llegar a Europa y a Estados Unidos, donde el gobierno se resiste a recibir una caravana de centroamericanos que avanza hacia el norte. Como consecuencia de este giro, cada vez hay menos dinero para proyectos que llevan la cuenta de los movimientos migratorios y sus costos.

Por ejemplo, cuando más de 800 personas fallecieron en abril del 2015 al accidentarse un barco frente a la costa italiana, en el desastre de este tipo más grande de Europa, los investigadores italianos se comprometieron a identificar a las víctimas y encontrar a sus familias. Más de tres años después, bajo un nuevo gobierno populista, se están eliminando los fondos para esa tarea.

Fuera de Europa la información es más escasa todavía. Se sabe poco de los migrantes muertos o desaparecidos en América del Sur, donde Venezuela registra uno de los movimientos migratorios más grandes del mundo en la actualidad, y en Asia, la región que más migrantes genera.

El resultado de todo esto es que los gobiernos llevan una cuenta incompleta de las bajas asociadas con las migraciones.

“No importa de qué lado esté uno en el debate en torno al manejo de las migraciones… son seres humanos”, comentó Bram Frouws, director del Centro de Migraciones Mixtas, con sede en Ginebra, que ha estudiado los casos de 20.000 migrantes en su proyecto 4Mi desde el 2014. ”Ya sean refugiados o gente que se va en busca de trabajo, son seres humanos”.

Dejan atrás familias que se debaten entre la esperanza y el duelo, como la de Safi al-Bahri. Su hijo Majdi Barhoumi se fue de Ras Jebel, en Túnez, el 27 de mayo del 2011, rumbo a Europa en un pequeño bote con una docena de personas. El bote se hundió y no se tiene noticias de Barhoumi desde entonces. Su familia no pierde la esperanza de que esté con vida y ha construido un gallinero y comprado algunas vacas y un perro para cuando vuelva.

“Sigo esperándolo. Siempre me lo imagino detrás de mí en la casa, en el mercado, en todos lados”, expresó al-Bahari. “Cuando escucho a alguien de noche, pienso que ha regresado. Cuando oigo el ruido de una motocicleta, creo que es mi hijo que está de vuelta”.

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EUROPA: LOS BARCOS QUE NUNCA LLEGAN

De las crisis asociadas con la migración, la de Europa es la más visible en toda su crueldad. Abundan las imágenes como la del cadáver de un niñito curdo en una playa, campamentos congelados en Europa oriental y una sucesión abrumadora de accidentes navales mortales.

En el Mediterráneo, cantidades de buques tanque, cargueros, cruceros y naves militares arrastran pequeñas balsas llenas de gente, impulsadas por un motor fuera de borda. Barcos más grandes que transportan cientos de personas se hunden cuando brisas suaves dan paso a fuertes vientos o cuando son azotados por el oleaje lejos de la costa.

Dos accidentes en altamar y la muerte de al menos 368 personas frente a la costa italiana en octubre del 2013 impulsaron a la OIM a investigar el tema de los migrantes fallecidos. La organización se concentra mayormente en el Mediterráneo, aunque sus investigadores piden información de otras regiones del mundo. Este año tan solo la OIM contabilizó más de 1.700 muertes en las aguas que dividan África y Europa.

Igual que los tunecinos de Ras Jebel, la mayoría de los migrantes parten en busca de trabajo.

Mounir Aguida, de 30 años, quien ya lo había intentado una vez, en una barcaza que estuvo deambulando por el mar 19 horas antes de que se fundiera el motor. A fines de agosto de este año, se subió a otra balsa con siete amigos y notó que las olas sacudían con demasiado fuerza la barcaza. A último momento él y otro migrante decidieron bajarse y regresar a la costa.

“No me gustó lo que pasaba”, explicó.

No se tiene noticias de los seis amigos, que no son tomados en cuenta por ninguna organización que lleva el registro de migrantes muertos.

Además de ver partir muchos de sus jóvenes, Túnez, y en menor escala Argelia, son una escala en el tránsito de los africanos que procuran llegar a Europa. Tiene su propio cementerio de migrantes no identificados, lo mismo que Gracia, Italia y Turquía.

De los 400 cadáveres enterrados en el cementerio tunecino desde que abrió en el 2005, solo uno ha sido identificado.

“Sus familias tal vez piensan que los demás siguen vivos, que algún día los visitarán”, expresó Chamseddin Marzou, quien atiende el cementerio. “No saben que esas personas que siguen esperando están enterradas aquí”.

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ÁFRICA: DESAPARECEN SIN DEJAR RASTROS

Se habla mucho de las “olas” de migrantes africanos que tratan de cruzar el Mediterráneo, pero también hay una cantidad similar de 16 millones de personas que buscan una vida mejor en otros países africanos. Desde el 2014, al menos 18.400 africanos ha muerto cuando se desplazaban por África, según cifras de la AP y de la OIM.

Cuando la gente desaparece desplazándose por África, rara vez deja rastros. La OIM dice que el desierto del Sahara bien puede haber matado más gente que el Mediterráneo. Pero nunca se sabrá a ciencia cierta en una región en la que las fronteras no significan nada y los gobiernos no buscan a los desaparecidos. El sol ardiente y los vientos del desierto descomponen rápidamente los cadáveres y los entierran bajo la arena. Cuando son encontrados, es imposible identificarlos.

Con una economía próspera y un gobierno estable, Sudáfrica atrae más migrantes que ninguna otra nación africana. También tiene una de las tasas de delitos violentos más altas del mundo y la policía se preocupa más de resolver crímenes que de identificar migrantes.

“Es triste, pero tiene su lógica. Un policía quiere encontrar al asesino, porque puede matar más gente”, señaló Jeanine Vellema, supervisora de ocho cementerios. La identificación de los migrantes es una tarea que corresponde mayormente a sus familias, que son siempre pobres y están distantes.

Los cadáveres van a parar a cementerios como el de Olifantsvlei y otros parecidos, a tumbas sin nombres. Hay al menos 180 tumbas anónimas, con varios cadáveres en cada una.

El Comité Internacional de la Cruz Roja ha comenzado un programa piloto en una de las morgues de Gauteng, en el que se toman fotos, huellas digitales, información dental y muestras del ADN de los cadáveres no identificados. La información es guardada en un banco de datos y tal vez pueda ayudar a identificar algún cadáver.

“Toda persona tiene derecho a su dignidad. Y a su identidad”, dice Stephen Fonseca, director forense regional del Comité de la Cruz Roja.

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ESTADOS UNIDOS: “ASÍ DORMÍA MI HERMANO”

A más de 9.000 kilómetros (casi 6.000 millas), en los desiertos a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, yacen los cadáveres de migrantes que fallecen tratando de cruzar territorios tan despiadados como las aguas del Mediterráneo. Muchos le escapaban a la violencia y la pobreza de Guatemala, Honduras, El Salvador e incluso México. Algunos son hallados meses o años después, cuando solo quedan los esqueletos. Otros logran hacer una última, desesperada llamada y no se vuelve a tener noticias de ellos.

En el 2010, el Equipo Argentino de Antropología Forense y la morgue local de Pima County, en Arizona, comenzaron un esfuerzo para identificar a los cadáveres encontrados a ambos lados de la frontera. Desde entonces, el «Border Project», o “Proyecto Frontera” ha identificado a 183 cadáveres, pero quedan muchos más sin identificar.

Al menos 3.861 personas murieron o desaparecieron en la frontera desde el 2014, según un recuento de los totales de la AP y la OIM, que incluye denuncias de desaparición de personas del Centro Colibrí para Derechos Humanos del lado estadounidense y del grupo argentino del lado mexicano, así como con datos centroamericanos. El meticuloso trabajo de identificación puede tomar años y se ve afectado por la escasez de recursos, de información oficial y de coordinación no sólo entre países, sino también entre los distintos estados de una misma nación.

Para las familias de los desaparecidos, es su única esperanza. Aunque para los familiares de Juan Lorenzo Luna y Armando Reyes esa esperanza se está diluyendo.

Luna, de 27 años, y Reyes, de 22, eran cuñados que partieron de una pequeña localidad del norte de México, llamada Gómez Palacio, en agosto del 2016. Habían tratado de cruzar la frontera cuatro meses antes, pero se entregaron exhaustos a los agentes de la Patrulla de Fronteras para que les deportaran.

Sabían que arriesgaban sus vidas. Después de todo, el padre de Reyes murió intentando el cruce en 1995 y un tío desapareció en el 2004. Pero Luna, un hombre de familia tranquilo, quería ganar suficiente dinero para comprar una camioneta y volver luego con su esposa y dos hijos. Reyes quería un trabajo mejor que le permitiese darle una buena vida a su hija recién nacida.

De los cinco que partieron de Gómez Palacio, dos consiguieron cruzar y uno regresó. La única información que dieron sobre los cuñados fue que dejaron de caminar y planeaban entregarse de nuevo. No se supo nada de ellos después de eso.

Las autoridades les dijeron a sus familias que habían investigado prisiones y centros de detención, pero no había noticias de ellos. Cesaria Orona incluso consultó con un vidente, que le dijo que su hijo Armando había fallecido en el desierto.

Un fin de semana de junio del 2017, voluntarios encontraron ocho cadáveres cerca de una zona militar en el desierto de Arizona y colocaron imágenes en las redes sociales con la esperanza de encontrar a sus familiares. María Elena Luna quedó impactada por una de las fotos que vio en Facebook, la de un cadáver en descomposición en un paisaje árido lleno de cactus y arbustos, boca abajo, con una pierna doblada hacia afuera. La pose le resultó familiar.

“Así dormía mi hermano”, dijo en voz baja.

Junto a los cadáveres los voluntarios hallaron una identificación de un muchacho de Guatemala, una foto y un pedazo de papel con un número de teléfono. La foto era de Juan Lorenzo Luna y el teléfono el de primos de la familia. Los investigadores, no obstante, dijeron que la billetera y la identificación no pueden confirmar una identidad porque a los migrantes les roban a menudo.

“Todos lloramos”, recuerda Luna. “Pero no podemos estar seguros hasta que se haga el análisis de ADN. Hay que esperar”.

Luna y Orona dieron muestras de ADN al gobierno mexicano y al grupo argentino. En noviembre del 2017 Orona recibió una carta del gobierno mexicano diciendo que había posibilidades de que unos huesos encontrados en Nuevo León, estado fronterizo con Texas, fuesen los de Armando. Pero el análisis dio negativo.

Las mujeres siguen esperando los resultados de los análisis de los forenses argentinos.

Orona no pierde la esperanza de que los cuñados estén presos o retenidos por “gente mala”. Y cada vez que Luna oye hablar de tumbas clandestinas o de cadáveres no identificados, se angustia.

“Se me vuelven todos los recuerdos”, dijo. “No quiero pensar”.

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AMÉRICA DEL SUR: “NADIE QUIERE ADMITIR QUE ESTA ES LA REALIDAD”

Los conteos de muertos y desaparecidos ignoraban totalmente uno de los desplazamientos de gente más grandes del mundo en la actualidad: los casi 2 millones de venezolanos que le escapan al derrumbe social y económico de su nación. Estos migrantes se suben a autobuses para cruzar la frontera por tierra, abordan modestas embarcaciones en la esperanza de llegar al Caribe y, cuando todo lo demás falla, caminan por días bajo el sol por carreteras o con temperaturas heladas por las montañas. Vulnerables a la violencia del narcotráfico, el hambre y las enfermedades, desaparecen o mueren de a cientos.

“No soportan un viaje tan duro, porque son recorridos muy largos”, dijo Carlos Valdés, director del Instituto Nacional Forense de la vecina Colombia. “Muchas veces comen una sola vez al día. O no comen. Y se mueren”.

Valdés dijo que las autoridades no siempre recuperan los cadáveres de los muertos porque muchos migrantes que ingresaron al país ilegalmente tienen miedo de pedir ayuda.

Valdés cree que la hipotermia ha matado a algunas personas en las montañas, pero no tiene idea de cuántas. Un migrante le dijo a la AP que durante su trayecto vio una familia que enterraba a alguien envuelto en una manta blanca, con flores rojas.

Marta Duque, de 55 años, observa la emigración venezolana desde su casa en Pamplona, Colombia. De noche abre sus puertas y les da amparo a las familias con niños pequeños. Pamplona es una de las últimas ciudades por las que pasan antes de internarse en las montañas heladas, uno de los tramos más peligrosos para los migrantes que viajan a pie. Las temperaturas están por debajo del nivel de congelación.

Dice que la pasividad de las autoridades obliga a los ciudadanos como ella a intervenir.

“Se pasan la pelota de uno a otro”, se quejó. “Nadie quiere admitir que esta es la realidad”.

Esas muertes no las cuenta nadie, lo mismo que decenas de decesos en el mar. Tampoco nadie lleva la cuenta de las denuncias de desapariciones en Colombia, Perú y Ecuador. En total, al menos 3.410 venezolanos ha sido dados por desaparecidos o muertos en una migración entre países latinoamericanos cuyos peligros han pasado casi inadvertidos. Muchos de los muertos sucumbieron a enfermedades que eran fácilmente tratables.

Entre los desaparecidos está Randy Javier Gutiérrez, quien cruzaba Colombia a pie con un hermano y una tía en la esperanza de llegar a Perú, donde estaba su madre.

La madre de Gutiérrez, Mariela Gamboa, dijo que un individuo se ofreció a llevar en su auto a las dos mujeres, pero no a su hijo. Las mujeres dijeron que lo esperarían en la estación de autobuses de Cali, a unos 257 kilómetros (160 millas), pero él nunca llegó. Los mensajes que le han enviado a su teléfono desde ese día, hace cuatro meses, no han sido vistos.

“Estoy muy preocupada”, dice la madre. “No sé qué hacer”.

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ASIA: UNA GRAN INCÓGNITA

La región con más migrantes del mundo, Asia, es también la que menos información tiene sobre los desaparecidos tras dejar sus patrias. Los gobiernos no están dispuestos o no están en condiciones de dar cuenta de las personas que emigran a otros países de la región o al Medio Oriente, los dos destinos más comunes.

Los asiáticos representan el 40% de los migrantes del mundo y más de la mitad de ellos nunca se van de la región. La Associated Press pudo documentar más de 8.200 desapariciones o muertes de migrantes.

Hay numerosas tendencias: indios que se van a los Emiratos Árabes Unidos, bangladesíes que quieren llegar a la India, musulmanes rohinyas que les escapan a la persecución en Myanmar, afganos que le huyen a la guerra. En una región donde abunda el tráfico de personas y los desplazamientos por la fuerza, las bajas cifras de muertos y desaparecidos no indican que los peligros son escasos, sino que no hay buena información.

Almass tenía apenas 14 años cuando su madre viuda decidió alejarlo del Talibán y enviarlos a él y a su hermano de 11 años de su casa en Khost, Afganistán, hacia Alemania, usando traficantes. Los niños se subieron primero a una camioneta con unas 40 personas, caminaron por días en la frontera, se treparon a otro vehículo, esperaron un tiempo en Teherán y caminaron más días.

Su hermano Murtaza estaba agotado para cuando llegaron a la frontera entre Irán y Turquía. Pero el contrabandista dijo que no había tiempo para descansar, que había dos puestos fronterizos en las inmediaciones y que temía que niños menores más pequeños hiciesen ruido y los delatasen.

Almass llevaba un bebé en sus brazos y tenía tomado de la mano a su hermano cuando escucharon gritos de guardias iraníes y sonaron disparos. Se tiró por un barranco y perdió el conocimiento.

Al despertarse, pasó dos días solo, hasta que se topó con otros tres niños que también se habían separado del grupo, y luego con un cuarto. Nadie había visto a su hermano. Y aunque el niño tenía una identificación, solo Almass había aprendido de memoria la información que debían darle al contrabandista.

Cuando Almass logró llamar a su casa desde Turquía, no fue capaz de decirle a su madre lo que había pasado. Le dijo que Murtaza no podía hablar en ese momento pero la mandaba muchos cariños.

Eso fue a principios del 2014. Almass, quien ahora tiene 18 años, no ha hablado con su familia desde entonces.

Cuenta que buscó a su hermano entre los 2.773 niños que la Cruz Roja da por desaparecidos mientras intentaban llegar a Europa. También se buscó a sí mismo entre los 2.097 adultos cuya desaparición reportaron menores. No estaban en ninguna de esas listas.

Almass pudo llegar a Europa y habla un francés entrecortado con una mujer que le dio albergue en una granja de 400 años en la región de Limouisin. Pero perdió su familia. El teléfono de su casa en Afganistán ya no funciona, su pueblo fue tomado por el Talibán y no sabe cómo encontrarla. Ni al hermano que se le escapó de entre las manos hace cuatro años.

“No sé dónde están”, dijo angustiado. “Y ellos no saben dónde estoy yo”.

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