Nosotros, los rucailines: Aurora en el metro
Foto: Enrique Ordoñez / Cuartoscuro
Por Emiliano Pérez Cruz
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 03 de mayo de 2019.- Gracias, joven, le agradezco el asiento, pero creo que está más cansado usted que yo; hoy dormí a pierna suelta y no me duelen los huesos como en otros días. Mire, acomode aquí sus libros para que no se los aplasten, yo voy bien en este rinconcito
¿Viera que de la rechinflada es esto de llegar a vieja y con todos los achaques del mundo? Pero m’hijo me dio una buena sobada con pomada de árnica y aquí me ve: enterita. M’hijo tiene manos de Santo Niño, milagrosas. Heredó a su padre, era bueno para eso de sobar contra el empacho, la mollera caída, los huesos mal acomodados. Y también para otros menesteres sobaba bien el hombre.
Prefiero venirme de este lado, el de los hombres, porque: ay diosito me libre, de aquel lado no hay caballeros y a las prójimas les vale que una vaya renqueando o que se le salga el hijo o que trasijada por la pobreza se ande desmayando. Ellas, ¡como si nada, plastotas en su asiento!
Tengo un hijo: sale de madrugada, se ocupa en carga y descarga en la Central de Abastos. Vuelve hecho un Santo Cristo de puro cansancio. Cena y vuelve en sí al otro día. Y usted verá, joven, que hay reservados asientos para embarazadas, para discapacitados, para los ancianos, pero no para los diableros de la Central de Abasto; si no fuera por ellos, ¿qué tragaríamos? Carnes, frutas y verduras de echarían a perder. Las semillas se agorgojarían. Imagine la pestilencia de los pescados sin estibadores.
“Sí hay caballeros, madrecita. Lo que faltan son asientos”. Así llegan a contestar algunos hombres, y deveras que los entiendo. Deberían ampliarse los servicios de transporte, enviar más seguido los convoyes, los metrobuses, los autobuses y trolebuses, en lugar de hacer apartaditos para grupos. Porque entonces faltan los asientos reservados para los albañiles, que qué jodas se ponen en las obras, y por qué no: para las afanadoras, que dejan como espejo los pisos de oficinas y comercios y del mismo transporte. Y otro para los limpiaparabrisas, que se tuestan al son sin bloqueador solar y se exponen al cáncer de piel sin que nos importe su cansancio, joven.
Y para los niños, que vienen oliendo las jediondeces de todo mundo y escuchando pláticas que, a su edad, ni les van ni les vienen. Si tanto se preocupan por ellos, deberían procurarles un vagón especial con juegos creativos y canciones, con adivinanzas y rimas y muchos ejercicios para la imaginación, y que así, prendiditos-prendiditos, llegaran a sus escuelas y no a esas celdas que les llaman aulas, donde lo primero que pierden es la creatividá, joven: dígame que no.
Para los manolargas que van tentaleando, hombres y mujeres con esa necesidad, pues que las autoridades les hagan su reservado y hagan de su cola un papalote, sin que nadie se dé por ofendido, porque muy su gusto y entre ellos y ellas que se apliquen y ni quién se dé por malservido.
Dirá que qué cosas se me ocurren, y mire nomás lo ojotes que todos me echan, como si viniera yo de otro planeta o me les hubiera escapado del manicomio. ¿Se acuerda de una canción que decía “los borrachos son ustedes, ustedes”? Yo diría que, con todo respeto, los locos son ustedes, nosotros, que nos dejamos separar en el transporte como si con eso lograran el respeto al derecho ajeno y la paz.
Una vez, en el vagón de mujeres y de las estaciones La Raza al Metro Hidalgo, entraron unos hombres. Habían quitado ya las barreras de exclusividá para mujeres y niños. No faltó la argüendera y malhablada como yo, que empezó a cuchilear a las demás para que llamaran a los policías y bajaran a los tipos. Parecían pollos espantados. Y había el suficiente espacio para todos viajaran sin siquiera rozarse. Pues no me lo va a creer, joven, pero la tipa ¡se cuelga de la palanca de emergencia! y apenas se abrió el vagón comenzó a chillar: ¡polecíaaas, polecíaaas!
Si el vagón fuera convento de monjas, para mí que hubieran corrido presurosas y alegres: ¿Hombreees? ¡Dónde, dónde! Llegaron las polis del agrupamiento femenil: qué pasa, madrecitas; qué sucede, damitas: pus qué de qué o pus qué pasó, dónde están los actores de la emergencia para que se orillen hacia afuerita, pero así-así de rapidito! N’hombre, esos pobres bajaron pálidos-pálidos y a las prójimas nos urgía llegar puntuales al trabajo, pero muchas que no sabían lo que pasaba ya decían que habían atrapado a unos violadores que venían haciendo de las suyas y que ni a las viejitas como yo respetaban, joven, ¿pasa usted a creer eso?
Si en el metro hubiera un vagón para mascotas, traía mis canarios y a los periquitos australianos, joven. Se quedan tristes cuando salgo, pero al regreso ¿viera qué de trinos y alboroto arman los pajaritos? Sienten, se lo juro que las aves sienten cuando son queridas, y yo les llevaría vaina, jibia, alpiste, nabo y hasta manzana, que hace más cristalinos los trinos; sí joven, se lo juro por mi madrecita santa, que a la derecha del Señor está. Sería hermosísimo un vagón para mascotas, porque podemos malcomer, pero que a los animalitos no les falta su alimento, son ángeles que alegran la existencia.
Sería bueno para todos un vagón para los prójimos y prójimas que gustan de la barra libre y los viernes sociales, joven. Con el papá de m’hijo, antes que la existencia se nos hiciera pesada, nos íbamos a Garibaldi a escuchar mariachis y grupos norteños. No todo en la vida debe ser obligaciones. Pero lo difícil era entrar al metro con aliento a cerveza y cigarro. No alcanzaba para meterse al Tenampa o al mercado a comer pozole, pero con las cervezas envueltas en bolsas de papel de estraza placeábamos y nos entreteníamos a lo pobre, joven, qué remedio.
Me queda muy clarito que “sí hay caballeros, madrecita. Lo que faltan son asientos”. Clarito es que quienes usamos el transporte público lo hacemos por necesidad y no por gusto. Un tiempo rentamos allá por el Valle de Ayotla y créame, joven, que aprendí a dormir de pie, parada, haciendo equilibrio y con mi chamaco en brazos. Entonces no todas las mujeres trabajaban, como ahora, y no faltaba el valiente que cediera el asiento, y una le ayudaba cargando ya su mochila, ya sus libros si el caballero era un estudiante. Y todos viajando como pericos, agarrados del pasamanos y aguantando los frenones y acelerones de los cafres que manejan esos armastotes suburbanos hechos garra, destartalados, con los asientos desgarrados y las tablas con clavos.
Quieren taparle el ojo al macho las autoridades, joven, con asientos para cojitos, para viejitas, para las que esperan bebé porque tuvieron su domingo siete, pero ningún trato especial para quienes se matan de 8 a 14 horas diarias para que el país siga caminando, y con sueldos de hambre que mal alcanzan para tacos de canasta y cocacola: pura energía, nada de proteína, joven. Si a esas vamos, que hagan vagones para cada una de las bestias de carga que somos, y todos contentos rumbo al matadero.
Ay joven, cómo será: ya se durmió. Ni me estaba escuchando. Cuánta insensibilidad hay en el mundo, comienzo ya a creer…