Nosotros, los rucailines: Somos un resto y seremos más
Foto: Artemio Guerra Baz / Cuartoscuro
Por Emiliano Pérez Cruz
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 11 de abril de 2019.- Ensimismado, Lucas espera el camión. Anoche llovió. La mañana es fresca. Recibió una llamada de su abogado: necesito firme unos papeles para promover otro amparo, la empresa no quiere reinstalarlo ni pagar su liquidación por despido injustificado. Lucas no confía en las leyes, tampoco en los abogados, ni en los jueces. Pero le recomendaron que demandará, porque en México pocos lo hacen y a cambio reciben ridículas sumas o ninguna por años de servicios prestados.
Nada pierde con demandar y si gana sienta un precedente, le dijeron. Aceptó, por eso aguarda que el camión aparezca: en parte para firmar, en parte para salir de la rutina.
–Qué milagro que se deja ver, don Lucas. ¿Que se ha hecho? Desde que lo jubilaron no nos vemos, desapareció de la cola donde esperábamos el camión. Al que seguido me encuentro es a Sabás, su hijo mayor, pero como que pinta su raya si le hace uno plática; no es muy sociable que digamos…
–No, Sabás es muy reservado. Salió un poco a mí, don Rubén. Como que no le da por las amistades. Mire que ya es cuarentón y sigue soltero.
–Cuando menos está con ustedes, para que les haga compañía. No que mi vieja y yo ai andamos de rogones pa’ que hijos y nueras nos visiten, o que presten a los nietecitos. Pero uno los ve tan ajetreados que mejor le digo a la Aurelina: si tienen ganas de vernos, ya vendrán. Para qué mortificarlos.
–Pues sí, los educamos para que llegado el momento movieran las alas y dejaran el nido. Creo que es la ley de la vida. Sólo Sabás no lo intenta. Los otros cuatro hicieron su vida: dos se fueron a Canadá, las mujeres atienden su trabajo, tienen marido, los chamacos están en la escuela…
La cola de quienes aguardan el camión o la pesera crece. El calor aumenta. Rubén enciende un cigarrillo; advierte el enfado de la muchacha que, a su lado, intenta maquillarse.
–¿Va p’al centro? Yo voy a la Romero Rubio a visitar a mi madre, que gracias a Dios aún vive. Mi papá rindió cuentas hace un año. Lo bueno que ella vive cerca de uno de mis hermanos. La visito cada viernes, veo si algo se le ofrece y la saco a caminar. Miro que cada vez somos más personas mayores que niños.
–Voy p’al centro, sí. No me jubilé, me corrieron para no pensionarme y metí abogado. Voy a preguntarle cómo va mi asunto y de paso arreglo otros pendientes… Ver al médico, porque recordé decires de la gente: que a los viejos se les percibe por su olor a orín. Intenté hacerme pato, pero bien visto acepté: soy un viejo, Rubén. He perdido cabello. Cuesta trabajo concentrarme. Ya casi no camino. Olvido sucesos recientes. Dicen que me deprimo, aunque más bien me invade la tristeza sin saber siquiera por qué.
–Viejos los cerros, don Lucas… Se mira usted muy bien, no que yo: empecé por hacer caso a eso de que más de dos sacudidas ya es chaqueta. Fui a miar y me fijé: echaba un chorrito como regadera. Subí el cierre y lueguito sentí que más orina salía. Ya no aviento chisguete, más bien me mojo los zapatos. Fui al doctor y me dijo que tenía muy inflamada la próstata. Que tenía que checar mi nivel de antígenos, no fuera a ser que tuviera un cáncer, ¿cómo ve? Ya no volví, me recomendaron varios tecitos y aquí me tiene, sin molestias.
–Pero todavía se ven los zapatos salpicados, Rubén. Mejor atiéndase. Gracias a Sabás tengo servicio médico y aunque me pese voy a las consultas, ¿se imagina sin chamba, con gastos y de pilón enfermo? No estamos para esos lujos. Cada vez somos más rucos, yo creo que los pediatras se quedarán pronto sin pacientes y los rucólogos con excesiva carga. ¿Ora donde trabaja, sigue en la maquiladora de zapatos?
Rubén carraspea y escupe hacia el pavimento. La muchacha pone cara de «viejo cerdo, asqueroso», pero el la ignora y sorbe la nariz con fuerza para escupir de nuevo, mirando retador a la muchacha, quien lo ve con ojos de pistola para topar con la indiferencia de Rubén, con más ganas de platicar que de entablar una guerra de miradas:
–Sigo en eso, don Lucas, que de algo hay que vivir. Ni modo que me dedique a otra cosa, si coser zapatos es lo que sé. Tanto tiempo sentado es lo que me ha inflamado la próstata. Se acumula la calor y de ahí, creo yo, vienen esas enfermedades. Dichoso usted que se jubiló, yo no ni qué esperanzas: el patrón dice que hace milagros para no cerrar y ni de broma espera uno que le suban el sueldo: antes di que no te corro; chingo de gente quiere tu puesto, así que no jodas: agradece que te aguanto, tu edad ya no rindes lo mismo, dice. Y aléguenle al ampayer.
–Le dijo que no me jubile, Rubén: me corrieron, que no es lo mismo –aclara Lucas con resignación–. A eso se atienen los patrones: a que con tanto desempleado cualquiera llega y acepta el trabajo por mucho menos de lo que uno gana. Si no fuera por mi hijo Sabás, mi mujer y yo hubiéramos reventado de hambre. A ella le resultó cáncer de mama y gracias a que m’hijo nos aseguró vive, pero luego de la operación le cayó la depre, y no es cosa que a nadie se le desee. Y en Conciliación y Arbitraje los jueces reciben su lanita por debajo del agua y alargan los juicios o de plano fallan a favor de la patronal, y chíngose uno, disculpando la expresión, Rubén.
–Pues si ya sabe uno que es la de ahí, don Lucas. De pilón el abogado lo despluma. Mejor no meterse en broncas y negociar aunque sea una miseria. Como dice el dicho: vale más un mal arreglo que un buen pleito… Ya ve a los profes, lews van a dar sus patadas voladoras… Pero ai cada quien lo que decida.
–Pues qué le puedo decir, Rubén –suspira resignado Lucas–: pienso que es mejor dar la batalla que doblar las manos a la primera. Lo mismo me dice m’hijo Sabás, pero aunque pierda sé que por mí no quedó. Cuando menos me quedara la satisfacción: manco no era y di la batalla.
Rubén jala humo del cigarrillo, hasta que la colilla casi quema sus yemas amarillentas. A lo lejos se dibuja la silueta del autobús. De súbito Lucas lleva las manos a los bolsillos y muestra contrariedad.
–¿Qué se le perdió, don Lucas? Búsquese bien, por ai debe traerlo; pero luego quién sabe por qué no halla uno las cosas. Ha de ser la bola… de años.
–Eso ha de ser –responde Lucas–. Tendré que regresarme. Lástima, ai viene ya el camión. Gusto en verlo, Rubén, por favor salude de mi parte a Aurelina, a ver cuándo se dan una vuelta por la casa y nos echamos una cervecita. Pero deveras, yo invito.
–Se agradece, don Lucas, pero la mera verdad me da cisca su hijo Sabás; mejor nos ponemos de acuerdo y van a la casa, hacemos una bisteciza acompañada con frijolitos de la olla. Y yo pongo la primera tanda de helodias y echamos la platicada, ¿cómo la ve?
–Lo busco, Rubén. Y póngase vivo, que el viaje es largo: que alcance asiento. Luego nos vemos.
–Ándele sí, como de que no. Del asiento ni me preocupo, con tantas horas culiatornillado en la chamba, mejor que se me oree el cicirisco…
–Suerte, Rubén. Buen viaje. La cola avanza. Lucas se forma nuevamente. Ah, ese Rubén tan agachón: por eso estamos como estamos, piensa y se encierra e