Trabajadores funerarios soportan un rastro de muerte diario + Fotografías
Por Emilio Morenatti
Fotografias: Emilio Morenatti / AP
AP. Barcelona, España- 24 de noviembre de 2020.- Cuando Marina Gómez y su compañero en la funeraria entran a la habitación de una residencia de ancianos para retirar el cuerpo de una víctima del COVID-19, trabajan de forma metódica y en silencio.
Desinfectan la boca, la nariz y los ojos para reducir el riesgo de contaminación. Envuelven el cuerpo en las sábanas de la cama. Luego emplean dos bolsas blancas para cadáveres, una dentro de la otra, cerrando sus cremalleras en direcciones opuestas: la primera bolsa se cierra de la cabeza a los pies, y la segunda de los pies a la cabeza.
El único sonido en la sala es el zumbido de las cremalleras que impiden que nadie más vuelva a ver a los fallecidos.
Gómez y sus compañeros trabajan para Mémora, el principal proveedor de servicios funerarios de Barcelona, que tiene sedes en toda España y en Portugal. Forman parte de un grupo de trabajadores esenciales. Como las enfermeras y los médicos, han visto y tocado el rastro de muerte que deja tras de sí un virus que se ha cobrado la vida de alrededor de 1,4 millones de personas en todo el mundo.
Cuando llegan a un hogar de ancianos o a un centro de rehabilitación, Gómez y su compañero, Manel Rivera, instan a los cuidadores a sacar al compañero sobreviviente de la habitación mientras ellos preparan el cuerpo.
Muchas veces, sin embargo, solo una cortina blanca separa a los vivos de los muertos, y esa dura realidad y falta de decencia molesta a Gómez.
“El simple hecho de que vas a hacer la recogida y está la otra persona al lado (en la habitación), esto es lo que más me mata”, dijo a The Associated Press.
En los primeros meses de la pandemia, su petición de trasladar al otro paciente del cuarto se atendía más a menudo, afirmó Gómez. Una especie de atmósfera de guerra había unido a la gente en solidad en medio de la miseria.
Ahora, sin embargo, Gómez piensa que muchos españoles se han insensibilizado ante los rebrotes luego de que el coronavirus diese un respiro durante el verano, lo que llevó a las autoridades a firmar que lo peor había pasado. En total, el país acumula más de 1,5 millones de infectados y más de 43.000 fallecidos.
Para seguir trabajando se necesita un cierto desapego emocional, admite Rivera, de 44 años.
“Yo una vez meto la persona en el sudario y cierro la cremallera, ya no me pregunto si era una mujer rubia, pelirroja o morena”, señaló.
Cualquier pensamiento hacia los muertos supone que “no puedes seguir en este trabajo”, agregó.
Tras lograr que el conteo diario de fallecidos pasase de los más de 900 en marzo a menos de 10 en julio, España ha registrado un repunte constante que volvió a dejar más de 200 decesos diarios este mes. Con el rebrote, los trabajadores de las funerarias han vuelto a visitar hospitales, asilos e instituciones.
“Deberíamos haber aprendido”, dijo Gómez, añadiendo que una vez se levantaron las restricciones impuestas para luchar contra el virus, “volvimos todos a nuestro estado natural. Nos olvidamos enseguida”.
Gómez, de 28 años, fue contratada para sustituir a otro trabajador enfermo en abril, en el apogeo de la pandemia en España. Entre los incesantes viajes para retirar a los muertos, tuvo que aprender sobre la marcha cómo hacer este dificil trabajo de forma segura.
Antes, si alguien moría a causa de una enfermedad infecciosa, los empleados de las funerarias utilizaban guantes, mascarilla y delantal. Cuando el virus llegó al país en marzo, aprendieron rápidamente a ponerse los trajes de protección y dos pares de guantes, y a quitárselos de forma segura para no infectarse al terminar el servicio.
Por el momento, no se han contagiado.
Cuando el número de muertos se disparó en marzo y abril, Rivera decidió aislarse por seis semanas y solo veía a su hijo de 5 años por video.
“Era la sensación de querer hacerlo lo más rápido posible, de estar en contacto con esto lo menos posible. Y al mismo tiempo tenías que hacerlo todo bien (…) no cometer ningún fallo, porque claro, nos estamos jugando la vida nosotros”, afirmó.
Román Ibáñez, de 38 años, lleva 14 trasladando cadáveres. Recuerda las semanas más sombrías del año, cuando la empresa pasó de retirar 50 cuerpos diarios a cerca de 200.
“Fue una locura total. Llega el momento que no sabía ni lo que hacía, el traje era perpetuo y (había) mucho descontrol”, dijo.
Para él, el momento más angustioso fue la noche en la que acudieron a una residencia de mayores.
“Una chica nos recibió llorando. La mitad (del personal) estaba de baja, la persona del turno de noche dejó el cuerpo donde estaba. Ella estaba intentando que alguien más fuese a trabajar pero no había nadie. La mitad de los residentes se habían muerto. Desde que nos encontramos hasta que nos fuimos, no paró de llorar”, recordó.
Para retirar cadáveres no se requiere mano de obra altamente cualificada, y muchos de estos trabajadores se desempeñaron antes en fábricas, obras o como repartidores. Pero sí requiere un verdadero temple, una mezcla de empatía y respeto, equilibrada con el orgullo de hacer lo que hay que hacer.
Los empleados dicen que aman su trabajo porque les da un propósito y satisfacción.
“Realmente es duro, pero tiene su compensa”, señaló Jonathan Ciudad, que trabaja como compañero de Ibáñez. “Con (un sentido de) humanidad y todos juntos, podemos superarlo. Realmente ves que hay que vivir la vida”.