Un mundo de comida chatarra

Foto: Alberto Valdés / EFE

EFE. Roma, Italia. 16 de octubre de 2019.- Alejandro Calvillo comenzó a recibir mensajes con “spyware” justo cuando reclamaba una subida del impuesto a las bebidas azucaradas en México. Su lucha contra la obesidad se volvió incómoda, como la de quienes pretenden cambiar un sistema de alimentación que acarrea graves problemas de salud en todo el mundo.

Calvillo es director de la asociación El Poder del Consumidor y, junto a otras dos personas, ha sido víctima de ataques personales y de un sistema de espionaje “altamente sofisticado”, cuenta desde su oficina.

México, “el paraíso de la comida chatarra”, como él lo llama, es el país latinoamericano con más consumo de ultraprocesados y bebidas azucaradas.

En 2016, su tasa de obesidad adulta fue del 28,4 % (24,3 millones de personas), la tercera más alta de América Latina por detrás de Uruguay (28,9 %) y Chile (28,8 %), según la Organización Mundial de la Salud (OMS).

UNA EPIDEMIA MUNDIAL

América Latina y el Caribe, con 105 millones de adultos obesos y 42 millones de hambrientos, reflejan una tendencia global: en el mundo ya hay más personas obesas que pasando hambre.

Según las últimas estimaciones de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la prevalencia de la obesidad está aumentando en todas las regiones y lo hace a un ritmo más rápido que el sobrepeso. Ambos problemas afectan a unos 2.000 millones de adultos.

En 2017, el índice de masa corporal alto -que define el sobrepeso y la obesidad, y que ha aumentado su nivel en un 127% desde 1990- influyó en la muerte de 4,7 millones de personas.

Ese año, según el estudio “Carga global de enfermedad” del Instituto de Métricas y Evaluación de la Salud (IHME, por sus siglas en inglés), una de cada cinco muertes -11 millones en total- estuvo asociada a una dieta pobre, factor que ya mata más que el tabaco y la hipertensión.

Pese a las advertencias, el último Informe de la nutrición global elaborado por un grupo de expertos advirtió que ningún país está avanzando lo suficiente para poner freno a la obesidad adulta y reducir la malnutrición infantil o la anemia en mujeres.

Se aleja así la posibilidad de acabar con todas las formas de malnutrición para 2030, uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que ha pactado la comunidad internacional. Tampoco parece probable que se cumplan otras metas, como la de detener el incremento de la diabetes y la obesidad para 2025, fijada por la Asamblea Mundial de la Salud de la OMS.

Cada vez hay más países en los que coexisten altas tasas de hambre y obesidad. Los que mayor riesgo afrontan suelen ser los más pobres, los que “ven más fácil acceder a alimentos que son económicos, pero no necesariamente los más nutritivos”, apunta el director adjunto de Economía del Desarrollo Agrícola de la FAO, Marco Sánchez Cantillo.

COMIDA BASURA Y BARATA

Es ahí cuando entran en escena los productos altamente procesados, elaborados a partir de ingredientes industriales, en su mayoría aditivos y sin casi ningún alimento natural. Bollería industrial, refrescos, patatas fritas de bolsa, cereales azucarados, embutidos y platos precocinados congelados son solo algunos ejemplos.

Están ampliamente disponibles y, según diversos estudios, se han vuelto relativamente más baratos que los alimentos frescos y nutritivos en los países ricos y en los emergentes.

Ocurre incluso en naciones pobres, donde el Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI) constató que los ultraprocesados cada vez cuestan menos y los productos sanos son, en general, más caros que los menos nutritivos.

Sin embargo, el consumo de estos últimos puede salir caro a la larga. Análisis realizados en España, Francia y Estados Unidos han llegado a la conclusión de que, cuanto más ultraprocesados se consumen, mayor es la incidencia de enfermedades no transmisibles.

“Ahora mismo lo que te metes en la boca es el factor número uno para contraer una enfermedad cardiovascular, ciertos tipos de cáncer, diabetes tipo 2,… y procede directamente de la comida”, afirma tajante Brent Loken, coautor de un informe de la Comisión EAT, una fundación global sin ánimo de lucro que lo publicó en la revista Lancet.

Importa igualmente lo que uno no ingiere. Tampoco se consumen suficientes verduras, frutas, nueces y legumbres, que aportan vitaminas, minerales y otros nutrientes necesarios.

Según su receta, para 2050 habrá que duplicar el consumo mundial de los alimentos saludables y reducir en más del 50 % el de los menos saludables, como los azúcares añadidos y la carne roja, un mensaje dirigido principalmente a los países desarrollados.

INICIATIVAS DE CHOQUE

La transición a dietas de peor calidad se ha convertido en un proceso global, influido en las últimas décadas por el desarrollo económico, la globalización, el sedentarismo o la urbanización.

Para revertir esa tendencia, México y Chile han tomado la iniciativa con medidas obligatorias que están encontrando ecos en el resto del mundo, aunque la mayoría de gobiernos continúa con políticas más blandas o de carácter voluntario.

El impuesto del 10 % a las bebidas azucaradas en México ha reducido ligeramente su consumo. Calvillo insiste en elevarlo al 20 % para que sea más efectivo y, sobre todo, desarrollar políticas integrales “porque una sola medida no va a lograr nada”.

Revalorizar los alimentos frescos y cultivos tradicionales del país sigue siendo una tarea pendiente en un territorio que se ha llenado de tiendas de ultraprocesados al tiempo que han desaparecido muchos mercados locales a los que acudían a vender los pequeños productores.

En Chile, la ley de etiquetado de alimentos fue aprobada en 2011 pero hasta este año no ha entrado “totalmente en vigor”, según uno de sus impulsores, el senador Guido Girardi, del Partido Por la Democracia (centroizquierda).

Desde el principio, Girardi se asoció con los científicos para atacar la publicidad y se valió de estudios como los realizados con niños, que decían entender mejor los sellos negros que otros sistemas de clasificación, como el de los colores del semáforo.

La normativa allí establece que los envases de los alimentos deben llevar etiquetas negras en su parte frontal si superan los límites fijados para la sal, el azúcar, las grasas saturadas y las calorías. Basta uno de esos sellos para que no puedan tener publicidad televisiva, incluir juguetes o venderse en colegios.

La estrategia ha tenido cierto impacto. Según Girardi, los productores han cambiado la composición del 20% de sus alimentos para evitar los sellos, la venta de bebidas gaseosas ha disminuido en un 25% y la de los cereales azucarados en un 20%. Y todos los productos, aún con etiquetas negras, han bajado sus cantidades de sal, azúcar y grasas.

Todo ello pese a la presión “brutal” de algunas grandes empresas que han intentado “sabotear” la ley pagando a figuras públicas para que critiquen la normativa o amenazando con retirar sus fondos y denunciar a Chile ante instancias internacionales, asegura.

La Alianza Alianza Latinoamericana de Asociaciones de la Industria de Alimentos y Bebidas (ALAIAB), por el contrario, cree que una campaña basada en restricciones y “desincentivos al consumo” es “alarmista” e “ineficaz”.

Su presidente, Mario Montero, prefiere los “marcos normativos informativos y educativos” y defiende que la industria alimentaria se está adaptando a las “nuevas necesidades nutricionales de la población” ampliando su oferta de alimentos aptos para alérgicos, bajos en azúcares, grasas y sodio, y fortificados con micronutrientes.

UN CAMBIO DE COMPORTAMIENTO

Además de activistas y políticos, los expertos llevan años alzando la voz contra los vicios de la mala alimentación.

Alejandra Girona coordina en Uruguay el Observatorio del Derecho a la Alimentación en América Latina y el Caribe. Contribuyó a aportar pruebas que llevaron al presidente Tabaré Vázquez a firmar un decreto de etiquetado frontal como el chileno, el cual comenzará a aplicarse en 2020. Perú y México son los otros dos países latinoamericanos que han adoptado ese sistema.

Lo considera una herramienta que permitirá a la población “estar informada y tomar la elección sobre qué comer”, aunque entre los académicos no haya una postura única al respecto. Descarta haber recibido presiones de la industria, con la que sí han mantenido encuentros partiendo de “intereses diferentes”.

En el país latinoamericano con mayor incidencia de obesidad adulta, Girona habla del cambio de dieta a raíz de la reducción de la pobreza. “Las personas ganaron ingresos y en muy poco tiempo aumentó la oferta de productos listos para consumir. La gente empezó a dejar de cocinar”, dice sobre el paso a la “vida moderna”.

Su recomendación va dirigida al Estado, a dedicar más presupuesto, investigación, evaluación de políticas y trabajo en red para pensar en lo colectivo y facilitar entornos saludables.

“Los gobiernos necesitan darse cuenta de que pueden hacer mucho más para moldear los sistemas alimentarios, dando incentivos a las empresas y concienciando a los consumidores”, opina el director ejecutivo de la Alianza Mundial para mejorar la nutrición (GAIN), Lawrence Haddad, para quien tan importante es gravar el azúcar, mejorar el etiquetado o regular la publicidad como subsidiar la producción de frutas y verduras.

Lo que se busca es un cambio de comportamiento, y para ello es necesario entender mejor a las personas que sufren problemas de nutrición y los motivos que les llevan a consumir ultraprocesados, sostiene la directora del Centro de política alimentaria de la Universidad de la City de Londres, Corinna Hawkes.

Otras opciones son los programas de asistencia alimentaria para los más vulnerables, el suministro de agua potable para reducir el consumo de bebidas azucaradas, la eliminación de grasas ‘trans’ o las compras públicas de alimentos saludables y producidos localmente para distribuir en escuelas y demás instituciones.

Una batería de medidas que ya ensaya Latinoamérica, el laboratorio de la lucha mundial contra la obesidad.

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