Periodistas Unidos. Ciudad de México. 10 de septiembre de 2021.- Hace cincuenta años se celebró en Valle de Bravo el Festival de Avándaro, llamado oficialmente Rock y Ruedas porque ofrecería música todo el sábado y el domingo una carrera de autos. Yo dirigía la sección juvenil de un importante diario capitalino y pedí a Jorge Meléndez, colaborador de aquellas páginas, que me acompañara en calidad de reportero y lo mismo hice con Hugo Galindo, hermano de dos fotógrafos del Excélsior de esos años y buen reportero gráfico él mismo.
Una semana antes viajamos a Valle para reconocer el terreno, una enorme explanada junto a un arroyo, entre el pueblo y el fraccionamiento de Avándaro. El sábado destinado al rock llegamos a temprana hora y ya se hallaban ahí miles de personas que arribaron desde el día anterior y levantaron tiendas de campaña.
Nos sorprendió que la mayoría de las chicas estuvieran acompañadas de sus padres. A lo largo del día realizamos decenas o tal vez cientos de breves entrevistas con ellas y sus progenitores. Preguntábamos a las muchachas si alguien les había faltado al respeto e invariablemente la respuesta era que no. Por el contrario, era manifiesta la alegría por estar ahí, en una reunión de muchachos que iban a escuchar su música y departir con gente de su generación.
Era nuestro Woodstock, el primer festival que nos hacía contemporáneos de todos los jóvenes —si vale parafrasear a don Alfonso Reyes—. Tres años antes había ocurrido la matanza de Tlatelolco y apenas en junio de ese mismo año se produjo la criminal agresión de los Halcones, el grupo de matones reclutado, entrenado, armado y dirigido por gente del gobierno priista.
Habíamos experimentado la impotencia, el dolor, la muerte de jóvenes como nosotros, y el festival era como una fórmula terapéutica para una generación tan golpeada. Eso explica que Avándaro fuera, en aquel momento, territorio de promisión, aviso de que los tiempos podían ser mejores, sin sangre ni represión.
Por supuesto, no faltaron los que encendían un cigarro de mariguana, pero el grueso de los asistentes protestaba y pedía a los osados apagar el cigarro o irse a fumarlo a otro lado. Algunos muchachos —varones los que vimos— intentaban desnudarse y la gente los obligaba a vestirse. Era un ambiente “fresa”, como se decía entonces, cuando la mota y otras drogas estaban muy lejos de tener la masiva demanda de hoy.
En la noche, cansados, Meléndez y yo nos fuimos a dormir al coche, que habíamos estacionado a las puertas del festival. Hasta ahí llegó un rato después Galindo, quien nos dijo algo así como: “¡Vengan, vengan! Una chava se está encuerando”. En efecto, arriba de un camión estacionado a un lado del foro, una chica, La Encuerada de Avándaro, se había despojado de la ropa hasta la cintura, y nada más. Una muchacha, sólo una entre las decenas o cientos de miles presentes.
Pasada la medianoche, los músicos, tan cansados como nosotros, intentaban dar fin al concierto —desde el mediodía se anunció la cancelación de la carrera—, pero la multitud los obligó a continuar hasta el amanecer, cuando todos, público y músicos, se dejaron vencer por el sueño y el cansancio.
Empezó entonces el tortuoso retorno a la Ciudad de México, pero lo impedían coches estacionados desde antes de la entrada a Valle. Horas después, por fin, pudimos salir y arribamos al DF hacia las siete de la noche. Lo primero que hicimos fue comprar los periódicos del domingo, que hablaban de una multitudinaria orgía en la que los asistentes, ebrios, practicaban el sexo en público y consumían toda clase de drogas.
“¡Lo que nos perdimos!”, comentamos en broma ante las mentiras de aquella prensa bajo control absoluto, obligada a publicar únicamente la versión salida de la Presidencia de la República, versión que todavía repiten las conciencias pacatas e incluso personas inteligentes. Fue otra de las canalladas de Luis Echeverría.