Brujas mexicanas, “Pachita”, cirujana psíquica

Por Paloma Escoto

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 03 de julio de 2022.- A decir verdad no me alcanzará este artículo para hablar sobre nuestras brujas maestras, pero comenzaré por una de las iconos más importantes de nuestro país, y próximamente tomaremos a otra personaje mágica, y así conforme vayamos viajando en el tiempo, en el espacio que vayamos eligiendo.

Este artículo se lo vamos a dedicar a nuestra “Pachita”, a quién seguramente muchas y muchos por acá ya conocen.

Bárbara Guerrero, mejor conocida como “Pachita”, nace en 1900 en Parral, Chihuahua. Con una infancia dolorosa, un tanto rota tras el abandono de sus padres, arropada y criada por un afrodescendiente quién le enseñó a leer, observar, sentir las estrellas, tanto como a sanar. Con esa profunda capacidad de abrir el corazón para después darlo, vivió una vida dura y abrumadora por la pobreza y la experiencia de vivir en plena Revolución Mexicana. Pachita fue parte de las filas del revolucionario Francisco Villa.

Su fama y poder toma fuerza en 1970, para posteriormente convertirse en leyenda, en boca de todos se decía que Pachita sanaba con sus manos, era la única cirujana que realizaba cirugías psíquicas, sus herramientas eran un cuchillo viejo y oxidado y sus manos con las que trasladaba de un lugar a otro órganos para después sellar la herida con sus manos sin dejar huella del proceso quirúrgico, impresionante proceso, nada más y nada menos que Jacobo Grinberg plática de sus procesos y su experiencia personal al conocer a esta mística cirujana que nos lleva a volar el espíritu y nos enseña a creer en la magia, Pachita era una mujer que vivía completamente para servir y ayudar al prójimo y de ahí emanaba su poder y la permisión de sus maravillosos dotes.

Pachita se inició cuando al acudir a un circo, vio a un elefante enfermo, sin dudarlo se acercó a él y lo sanó, a partir de ahí, comenzó a dar ayuda como curandera, hasta que se decidió a realizar las operaciones que hizo siempre con el mismo cuchillo sin filo que tenía cinta en el mango y un indio grabado en la cuchilla, afirmaba que las curaciones no las realizaba ella, sino su “hermanito”, el tlatoani Cuauhtémoc.

«Hermanos queridos, doy gracias al Padre por permitirme estar de nuevo con ustedes! ¡Tráiganme al primer enfermo!», eran las palabras que se escuchaban con un sonido gutural, entonces, comenzaba el ritual de curación.

El quirófano no era más que un catre en el que el paciente se recostaba, dejando su vida en manos de Bárbara Guerrero.

El ambiente está enrarecido, afuera esperan los pacientes que pondrán sus vidas en manos de Pachita, algunos llegan ahí porque no encuentran solución en otro lado, otros, simplemente porque no pueden pagar un doctor y confían en la chamana para su sanación.

Adentro, Pachita, llama a su guía y armada simplemente con un cuchillo viejo y oxidado o sus manos, abre al paciente, extrae órganos, acomoda lo que se deba y tranquilamente les deja ir luego, nadie grita, no hay dolor, aunque tampoco anestesia.

Operaciones de corazón, hígado, y cualquier otro órgano, eran realizadas sin temor cada viernes por la chamana quien pedía a sus pacientes traer una una sábana, un litro de alcohol, un paquete de algodón y seis rollos de vendas, materiales que servirían para su operación y recuperación.

Nunca usó anestesia en sus operaciones, únicamente vendaba a los pacientes al concluir la cirugía, indicaba que se cuidaran con reposo tres días y les daba distintas indicaciones de acuerdo con las creencias de cada quien.

Para algunos eran jarabes e infusiones de hierbas, a otros, les encomendaba tomar medicinas, a los creyentes les indicaba algunos rezos mientras que a otros les pedía reconectar con la Madre Tierra.

Sea cual fuere el método de cuidado postoperatorio, la indicación, eso sí, era seguirlo al pie de la letra, tras de los cual, al cuarto día, sus pacientes podían retomar sus actividades normales como si nada.

Pachita fue investigada por diversos personajes como el psicólogo estadounidense Stanley Krippner, el antropólogo médico Alberto Villoldo, el investigador paranormal español Salvador Freixedo, el neurofísico mexicano Jacobo Grinberg-Zylberbaum, el escritor chileno Alejandro Jodorowsky el cual le dedicó numerosas páginas en sus textos y el estudioso del nahualismo tradicional mesoamericano el peruano Carlos Castaneda, todos ellos encontraron fascinante el fenómeno que ocurría alrededor de la increíble mujer cuya única explicación es que las curaciones las hacía el espíritu que la poseía quien afirmaba, se trata de Cuauhtémoc, el último caudillo azteca y no ella en realidad.

Aunque científicamente no fue posible comprobar que creara órganos de la nada, excepto una teoría de Grinberg, acerca del manejo de energía, tampoco se pudo comprobar lo contrario y no hubo un solo paciente que se quejara tras la operación recibida.

Este es el caso de Pachita, la bruja mexicana que sorprendió a la ciencia de su época que nunca pudo dar una explicación ante los sorprendes casos que ocurrían en el “consultorio” de la mujer.

Les comparto testimonio de Alejandro Jodorowsky tomado de su libro Psicomagia:

Si le he entendido bien, en psicomagia hay que aprender a hablar el lenguaje del inconsciente para luego, conscientemente, enviarle mensajes.

Exactamente. Y si te diriges al inconsciente en su propio lenguaje, en principio te responderá. Pero ya volveremos sobre esto. Por el momento, me gustaría explicar cómo el acto mágico ha contribuido al advenimiento de la psicomagia. Cuando, en México, descubrí el poder de la brujería maléfica, naturalmente, me planteé la posibilidad de la brujería benéfica. Si unas fuerzas semejantes pueden movilizarse al servicio del mal, ¿no podrían ser utilizadas al servicio del bien? Me puse a buscar a un brujo bienhechor. Un amigo me habló en esos días de la famosa Pachita, una anciana de 80 años a la que mucha gente venía a ver desde lejos, con la esperanza de encontrar curación. Me sentía muy inquieto ante la perspectiva de conocer a aquella bruja famosa, así que me preparé para ello.

¿Por qué se sentía «inquieto»?

Estaba receloso. Al fin y al cabo, nada me garantizaba que aquella mujer no fuera también maléfica. Porque en México hay brujos muy peligrosos que pueden entrar subrepticiamente en el inconsciente de un paciente sensible y echarle un maleficio de efecto retardado. Vas a verlos, al principio no sientes nada raro, pero al cabo de tres o de seis meses, empiezas a agonizar… De modo que me protegí bien antes de visitar a Pachita. Porque no era una bruja cualquiera: en los días de consulta podía atraer fácilmente a tres mil visitantes. Te diré que a veces había incluso que evacuarla en helicóptero… Por lo tanto, convenía tomar precauciones…

¿Qué hizo usted? ¿Cómo se protege uno de la influencia de una bruja?

En cierta forma puede decirse que ése fue mi primer acto psicomágico. Al principio sentí que lo más urgente era borrar mi identidad. Ir a su encuentro con mi vieja identidad era exponerme a lo peor. Así pues, empecé por vestirme y calzarme con prendas nuevas. Era importante que aquellas prendas no las hubiera elegido yo, de modo que pedí a un amigo que me comprara toda la ropa variada que quisiera, para extremar la despersonalización y que el atuendo obtenido no reflejara el gusto de un individuo en particular. Calcetines, ropa interior, todo tenía que ser absolutamente nuevo. No me puse mi ropa nueva hasta el momento de salir hacia la casa de Pachita. Además, yo mismo me hice un documento de identidad falso: otro nombre, otra fecha de nacimiento, otra foto… Compré una chuleta de cerdo, la envolví en papel de plata y me la puse en el bolsillo a modo de recordatorio. Así, cada vez que metiera la mano en el bolsillo, el contacto insólito de la carne me recordaría que me hallaba ante una situación especial y que no debía dejarme atrapar de ninguna manera. Cuando llegué al piso en el que Pachita operaba ese día, me encontré en presencia de unas treinta personas, algunas de buena posición so­cial. Debo decir que las circunstancias en las que iba a producirse mi encuentro con Pachita eran un verdadero privilegio, lejos de las multitudes que se agolpaban a su alrededor cuando operaba en un lugar público. Porque yo formaba parte de la intelectualidad. Aunque Pachita no iba al cine, sabía que yo era director y que había hecho una película de la que se había hablado mucho, El Topo. Me acerqué finalmente y vi a una viejecita enjuta y con una nube en un ojo. La frente abombada, la nariz ganchuda acababan de darle un aspecto de monstruo. Apenas atravesé el umbral, ella me taladró con la mirada y me llamó: «¡Muchacho, tú, muchacho!». Me pareció raro oír que me llamaran «muchacho» teniendo yo más de 40 años. «¿De qué tienes miedo?», dijo. «¡Acércate a esta pobre vieja!» Lentamente, fui hacia ella, estupefacto. Aquella mujer había encontrado la palabra justa para dirigirse a mí pues yo no había madurado aún. Aunque no era un niño, mi grado de madurez no era el que corresponde a un hombre de mi edad. Interiormente seguía siendo un adolescente.

«¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres de esta pobre vieja?», me preguntó. «Eres sanadora, ¿verdad?», le pregunté. «Me gustaría verte las manos.» Ante el estupor de todos, que se preguntaban por qué me concedía aquella preferencia, ella puso su mano en la mía. Y aquella mano de vieja tenía una suavidad, una pureza… ¡Parecía la de una niña de 15 años! No podía creer a mis sentidos. «¡Oh, tienes mano de muchacha, de muchacha bonita!» En ese momento, me invadió una sensación difícil de describir. Frente a esa anciana deforme, creía encontrarme ante la adolescente ideal que el hombre joven que aún habitaba dentro mí había buscado siempre. Ella tenía la mano levantada, con la palma hacia mí, y yo comprendía claramente que iba a recibir alguna cosa. Me sentía desorientado, no sabía qué hacer. Un murmullo se elevó de entre los asistentes: me decían que aceptara el don. Yo pensé rápidamente que el don de Pachita era de naturaleza inefable, pero yo quería hacer un gesto que denotara que aceptaba el regalo invisible. Así que hice ademán de tomar algo de su mano. Al acercarme vi que algo brillaba entre su anular y su dedo corazón. Tomé el objeto metálico, era un ojo dentro de un triángulo, precisamente el símbolo de El Topo… Empecé a hacer deducciones de aquella experiencia inaudita: «Esta mujer es una prestidigitadora extraordinaria. Al poner su mano sobre la mía yo no había notado que escondiera ningún objeto. El golpe estaría preparado de antemano, pero ¿cómo se las había ingeniado para hacer salir ese ojo de la nada? ¿Y cómo sabía ella que ése era el símbolo de mi película?». Entonces le pregunté si podía servirle de ayudante y ella aceptó inmediatamente. «Sí», me dijo, «hoy me leerás tú la poesía que me hará entrar en trance». Empecé a recitarle un poema consagrado a Cuauhtémoc, héroe mexicano divinizado. En ese instante, aquella vieja arrugada emitió un grito tremendo, como un rugido de león, y comenzó a hablar con voz de hombre: «¡Amigos, me alegro de estar entre vosotros! ¡Traedme al primer enfermo!». Empezaron a desfilar los pacientes, cada uno con un huevo en la mano. Después de frotarles con él todo el cuerpo, la bruja lo rompía y examinaba yema y clara, para descubrir el mal…

Si no hallaba nada grave, recomendaba infusiones o, a veces, cosas más extrañas como lavativas de café con leche. También aconsejaba comer huevos de termita o aplicar cataplasmas de patata cocida y excrementos humanos. Cuando el problema le parecía grave, proponía una «operación quirúrgica». Yo fui testigo de estas intervenciones y vi cosas irrepetibles; comparadas con ellas, las operaciones de los curanderos filipinos parecen manipulaciones anodinas.

¿Por ejemplo?

Podría relatar cientos de operaciones, pues seguí ejerciendo de ayudante durante algún tiempo. Quería estar en primera fila, para estudiar lo que allí sucedía, y fui testigo de cosas increíbles. Por ejemplo, el ambiente: casi siempre, Pachita operaba en su casa, una o dos veces por semana. El piso estaba im­pregnado de un olor pestilente, debido a que Pachita acogía a todos los animales enfermos del barrio, que vivían con ella temporalmente y hacían sus necesidades por todas partes. Era un suplicio esperarla oliendo caca de perro, de gato, de loro… A pesar de todo, en cuanto ella entraba en la sala para operar, el olor parecía esfumarse por efecto de su sola presencia. Sin duda, era su prestancia increíble, su porte de reina, lo que nos hacía olvidar aquellos vapores nauseabundos. Aquella viejecita tenía el aura de un gran lama reencarnado.

¿Qué cree que la hacía tan impresionante?

Muchas veces me he hecho esa misma pregunta. ¡Y es que Pachita impresionaba tanto a sus seguidores como a los incrédulos! Lo cierto es que disponía de una energía superior a la normal. Un día, la esposa del presidente de la República de México la invitó a una recepción que se daba en el patio del Palacio del Gobierno, en el que había numerosas jaulas con pájaros de distintas especies. Cuando Pachita llegó, aquellos pájaros que dormitaban hasta entonces despertaron y se pusieron a trinar como si saludaran al alba. Muchos testigos confirmaron el incidente. Pero ella no sólo utilizaba su carisma, sabía crear a su alrededor el ambiente adecuado para cautivar tanto al visitante como al enfermo. Su casa estaba en penumbra, unas gruesas cortinas impedían que se filtrara la luz, de modo que, al llegar de la calle, tenías la sensación de entrar en un mundo de tinieblas. Varios ayudantes, todos convencidos de la existencia real del Hermano, como llamaba Pachita al espíritu con el que al parecer contactaba y que, según ella, realizaba las curaciones, conducían al recién llegado por un itinerario que éste tenía que hacer a ciegas. Creo que aquellos ayudantes desempeñaban un papel clave en el desarrollo de las «operaciones».

¿Quiere decir que ayudaban a la bruja a hacer juegos de manos?

Es posible que Pachita fuera una genial prestidigitadora. En realidad, eso nunca se sabrá. Lo cierto es que los ayudantes, cualquiera que fuera el papel que desempeñaran, no eran cómplices de una superchería; todos tenían una fe enorme en la existencia del Hermano. A los ojos de aquellas buenas gentes, esto era lo que importaba. Pachita no era sino una excelente sanadora, un «canal», como diríamos hoy en día, un instrumento de Dios. Ellos respetaban a la anciana, pero cuando no estaba en trance no la veneraban. Para ellos, el ser desencarnado era más real que la persona de carne y hueso a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita generaba una atmósfera mágica que contribuía a convencer al enfermo de sus posibilidades de sanarse.

¿Cómo se desarrollaba una consulta «normal» en casa de Pachita?

La gente, sentada en una sala en penumbra, esperaba su turno para entrar en la habitación en la que operaba la bruja. Todos los ayudantes hablaban en voz baja, como si estuvieran en un templo. A veces, uno de ellos salía de la «sala de operaciones» escondiendo en las manos un paquete misterioso. Entraba en el baño y, a través de la puerta semiabierta, se percibía el fulgor del objeto que se quemaba en el fuego. El ayudante salía y nos advertía en un murmullo: «No entren hasta que el daño se haya consumido. Es peligroso acercarse a él mientras está activo. Podrían pillarlo…». ¿Qué era realmente ese «daño»? No lo sabíamos, pero el mero hecho de tener que abstenerse de orinar mientras se producía una de aquellas inmolaciones con fuego provocaba una impresión extraña. Poco a poco, uno abandonaba la realidad habitual para dejarse arrastrar hacia un mundo paralelo totalmente irracional. Después, de pronto, salían de la sala de operaciones cuatro ayudantes portando un cuerpo inerte envuelto en un lienzo ensangrentado y lo depositaban en el suelo, como si fuera un cadáver. Porque, una vez terminada la operación y colocados los vendajes, Pachita exigía del paciente inmovilidad absoluta durante media hora, so pena de muerte instantánea. Los operados, temerosos de ser aniquilados por fuerzas superiores, no hacían ni el menor gesto. Inmóviles, petrificados, parecían realmente muertos. No es necesario agregar el efecto que ejercía esa escenografía sobre el candidato. Cuando Pachita lo llamaba en voz baja, utilizando siempre la misma fórmula, «Ahora te toca a ti, hijito de mi alma», el paciente se echaba a temblar de pies a cabeza y regresaba a la infancia. Por eso tal vez se puede decir que esta bruja no atendía a adultos sino a niños, porque así los trataba, cualquiera que fuera su edad. Recuerdo haberla visto dar un caramelo a un ministro mientras le preguntaba con su voz grave y cariñosa: «¿Qué te duele, mi niño?». La gente se abandonaba a ella en cuerpo y alma, to­mándola como antídoto de su terror.

Acaba de describir el ambiente, los preliminares, muy importantes, sin duda. Pero me gustaría saber cómo se desarrollaba en general la operación misma… Como «ayudante», usted tuvo que ser un testigo privilegiado.

¡No sé hasta qué punto, porque al igual que todos estaba bajo el poder de la magia del ambiente! Pachita hacía tenderse al paciente en un catre, siempre a la luz de una vela, ya que, según ella, la luz eléctrica podía dañar los órganos internos. Luego, señalaba el lugar del cuerpo que iba a «operar», lo rodeaba de algodón y derramaba un litro de alcohol encima. El olor del producto se extendía por la habitación, creando un ambiente de sala de operaciones. Ella siempre estaba acompañada por dos ayudantes -con frecuencia, yo era uno de ellos-y media docena de discípulos que tenían terminantemente prohibido cruzar las piernas, los brazos o los dedos, para facilitar la libre circulación de la energía. De pie, a su lado, yo mismo vi cómo hundía el dedo casi por completo en el ojo de un ciego, o cómo «cambiaba el corazón» a un paciente, al que parecía abrirle el pecho con las manos, haciendo correr la sangre… Pachita me obligaba a meter la mano en la herida, yo palpaba la carne desgarrada y retiraba ensangrentados los dedos. De un tarro de cristal que tenía al lado, le pasaba un corazón llegado no se sabía de dónde -del depósito o del hospital-, que ella procedía a «implantar» en el cuerpo del enfermo de forma mágica: nada más ser colocado sobre el pecho, el corazón desaparecía bruscamente, como aspirado por el cuerpo del paciente. Este fenómeno de «aspiración» era común a todos sus «implantes»: por ejemplo, Pachita tomaba un trozo de intestino, lo colocaba sobre el «operado» y en ese mismo instante desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza y meter las manos. Podías sentir el olor de los huesos chamuscados, oías ruido de líquido… La operación no estaba exenta de vio­lencia y constituía un espectáculo bastante crudo, a la mexicana, pero al mismo tiempo Pachita mostraba una dulzura extraordinaria.

¿Qué papel desempeñaban los adeptos presentes?

La bruja contaba mucho con ellos. A veces, parecía que la operación se complicaba, entonces Pachita y el propio enfermo pedían la ayuda activa de todos los presentes.

¿Podría dar un ejemplo?

Recuerdo operaciones durante las cuales el Hermano exclamaba de pronto por boca de Pachita: «El niño se enfría, pronto, calentad el aire o lo perderemos…». Todos corríamos inmediatamente, histéricos, en busca de un radiador eléctrico… Al conectarlo, ¡comprobábamos que habían cortado la electricidad! «¡Hagan algo o el niño entrará en la agonía!», bramaba el Hermano mientras el enfermo, al borde de la crisis cardíaca, viéndose sin duda con el vientre abierto y las tripas al aire, gemía, helado de terror: «¡Hermanos, os lo suplico, ayudadme!». Y todos arrimábamos la boca a su cuerpo y soplábamos con todas nuestras fuerzas, angustiados, olvidándonos de nosotros mismos, tratando desesperadamente de calentarlo con nuestro aliento. «Muy bien, queridos hijos», decía de pronto la voz del Hermano, «ya sube la temperatura, ya pasó el peligro, ahora puedo continuar».

¿Nunca se les murió alguien?

No. Que yo sepa, nadie murió debido a las intervenciones de Pachita, a pesar de que muchas de ellas implicaban momentos críticos. En cierto modo, eso parecía formar parte del proceso.

¿Quiénes eran operados sufrían?

Yo diría que sí. La operación podía ser bastante dolo rosa. Cuando murió Pachita, el don pasó a su hijo Enrique, que empezó a operar como su madre. Asistí a una de sus operaciones y observé que el Hermano hablaba con más dulzura y que el cuchillo ya no hacía daño. Así lo hice observar a uno de los ayudantes, que me respondió: «De encarnación en encarnación, el Hermano va progresando. Últimamente ha aprendido a no hacer sufrir a los pacientes»

Dice que Pachita mostraba mucha dulzura, a pesar de su gran cuchillo. ¿Usted fue atendido por ella, verdad?

Sí, me dolía el hígado y sentía curiosidad por experimentar en mí mismo la operación. Pachita me dijo que tenía un tumor en el hígado y aceptó atenderme. Yo me presté al juego, diciéndome que no podía matarme. Porque, con toda la gente a la que había operado, si hubiera ocurrido un percance a alguno de sus pacientes, ya haría tiempo que habría estado en la cárcel.

¿No tenía miedo a sufrir, al dolor?

No, porque, para mí, aquello era teatro. Yo quería someterme a la operación para ver qué ocurría, y así lo hice. Pero cuando me vi en la cama, frente a Pachita, que tenía en la mano un gran cuchillo y estaba rodeada de fieles que rezaban, empecé a sentir miedo. Me hubiera gustado marcharme, pero ya era tarde. Noté que me cortaba con sus tijeras…

¡Sentí el dolor que siente una persona a la que le cortan la carne con unas tijeras! Corría la sangre y pensé que me moría. Después, me dio una cuchillada en el vientre y tuve la sensación de que me abrían las tripas… En mi vida me había sentido tan mal. Durante unos ocho minutos sufrí atrozmente y me quedé blanco. Pachita me hizo una infusión y sentí cómo la sangre volvía a correrme por el cuerpo. Después ella hizo como si me arrancara el hígado… Finalmente, me pasó las manos por el vientre para cerrar la herida ¡y al momento desapareció el dolor! Si fue prestidigitación, la ilusión era perfecta: no sólo los presentes vieron correr la sangre y abrirse el vientre, sino que el mismo paciente sintió el dolor. Desde entonces, el hígado no ha vuelto a molestarme. Dejando aparte la curación, aquélla fue una de las grandes experiencias de mi vida. Aquella mujer era una montaña, tan impresionante como un mítico lama tibetano. Nunca sentí tanto pánico, ni tanta gratitud, como en el momento en que ella me dijo que estaba curado y que podía marcharme. En aquel instante, vi en ella a la Madre universal. ¡Qué shock psicológico! Pachita era una gran psicóloga, conocía el alma humana.

¿Llegó a sentir miedo con Pachita?

¡Oh, sí! Ella sabía muy bien cómo utilizar una terapia del terror. A este respecto, me gustaría citar un testimonio redactado por Valérie Trumblay, mi ex esposa, que fue ayudante de la curandera en ese mismo tiempo:

Después de sufrir un aborto —había perdido a la criatura por bailar demasiado durante un ensayo teatral—, tenía dolores de ovarios. Los médicos no hallaban la causa y veían en los síntomas los efectos psicosomáticos de un sentimiento de culpa. Fuera lo que fuere, el dolor era real, insoportable, y hacía meses que duraba… Decidí consultar a Pachita. Ella me tocó el vientre, sin hacerme desnudar siquiera, y me dijo: «Estabas embarazada de gemelos. Aún llevas dentro un feto muerto. Tendré que operarte. Ven el viernes por la tarde en ayunas con un paquete de algodón, una venda y un litro de alcohol. Toma esta infusión durante los tres días que precedan a la operación». El viernes, Pachita, en trance, me hizo asistir a una operación antes de intervenirme. El Hermano abre un cuerpo, saca el corazón que palpita, mete otro que dice haber comprado en un hospital, me hace tocar las vísceras, cierra la herida con una sola imposición de la mano y ordena a los ayudantes que lleven al operado a la sala de recuperación. «Ahora tú», me dice entonces la bruja. Yo me pongo a temblar de pies a cabeza, me castañetean los dientes, sudo. Cuando la veo levantar el cuchillo ensangrentado, me caigo al suelo y me quedo sentada, aterrada. Entonces el Hermano me dijo severamente por boca de Pachita, que de repente adquirió una voz ronca de hombre: «Cálmate y échate aquí, si no, no podré hacer nada y se te gangrenarán los ovarios». Me levanté con la boca seca, con mucha dificultad, y me tendí en el catre. Mientras un ayudante me bajaba la falda para descubrir el vientre, los otros se pusieron a rezar bajo el retrato de Cuauhtémoc, el emperador venerado que, según ellos, no era otro que el espíritu que poseía a la bruja. Ésta empapó en alcohol unos algodones y me los puso sobre el vientre alrededor de la zona que se disponía a cortar. Después, muy rápidamente, con un golpe frío de cirujano, me abrió el vientre. Sentí un vivo dolor, oí ruidos de líquidos, percibí el olor de la sangre y me creí muerta. Los tres minutos de la operación me parecieron interminables; mi corazón latía a mil por hora, tenía las tripas al aire y todo el cuerpo helado. Pero ella, o mejor dicho el Hermano, estaba imperturbable: ni una palabra, ni un gesto inútil, una precisión impresionante. De pronto sentí un dolor agudo, como si me arrancaran un trozo de víscera, y Pachita me enseñó una cosa negra y viscosa parecida a un pequeño pulpo. «Esto es el feto, está podrido.» El olor era insoportable. «Traedme una bolsa», ordenó. Los ayudantes corrieron a la cocina y volvieron con una bolsa de plástico de supermercado. Pachita hizo un paquete con cuidado, lo ató con una cinta roja y lo dio a su hijo diciendo: «Esta noche lo tirarás al canal, a las aguas oscuras, dándole la espalda, y te irás sin volver la cara. Las cosas malignas se prenden de la mirada…». Luego cerró la herida con sus manos, y el dolor desapareció en un instante, al mismo tiempo que el miedo. Me vendó el vientre y me ordenó que guardara reposo durante tres días y que tomara un agua preparada especialmente para mí. Como yo era la última paciente del día, a esa hora Pachita debía recuperar su propio cuerpo y hacer que el Hermano volviera a su reino. Yo me puse a llorar, tan fuerte que mis sollozos parecían sobrepasar la pequeña habitación. Mientras los ayudantes rezaban para que Pachita volviera a ser mujer, escuché una vocecita que gritaba llorando en el pasillo: «Mamá, mamá…». Me parecía que únicamente podía oírla yo, y exclamé: «Ahí fuera hay un niño que llama a su madre». Me ordenaron severamente callar y dejar irse al vampiro. Después de un mes pude caminar normalmente. Un dolor muy agudo me perforaba el vientre al menor movimiento brusco. Pero el resultado de la operación fue tajante: nunca más volví a padecer dolor de ovarios, después de tanto sufrir. Desde entonces, me convertí en una incondicional de Pachita, y, en compañía de Alejandro, he asistido a muchas operaciones. No podría afirmar categóricamente si lo que vi era real o ilusión, pero sin embargo vi que esa mujer curaba a los que tenían fe en ella y, sobre todo, en el Hermano. Pachita consagró su vida entera a los que sufrían. Si aquello era trampa, tenía que ser una «trampa sagrada», como diría Alejandro.

Por ahora dejamos hasta aquí este artículo y nos vemos en el siguiente, tal vez profundicemos más sobre el tema o pasemos a la vida de nuestra hierbera sagrada. Ya les contaré.

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