Los hechos y su interpretación: un duelo entre narrativas divergentes
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 19 de septiembre de 2021.- La percepción de asincronía entre las narrativas visual y sonora de un filme suele generar fastidio, desazón o falta de empatía del espectador con los seres humanos que cuentan sus vidas y problemas desde la pantalla. En lo que atañe al público cubano, su extendido rechazo a las películas dobladas al español es perceptible desde los años 1940, en que Hollywood popularizó la técnica de doblaje cinematográfico para ampliar su mercado a expensas de hispanohablantes iletrados.[1] Este comportamiento, un tanto distintivo en el concierto de auditorios latinoamericanos, presupone un procesamiento más complejo de los planos de intelección –literal, tonal, afectivo, simbólico– exigidos por el consumo audiovisual. Respuesta cultural estimulada por el temprano desarrollo de un arte publicitario nacional, la rápida socialización de la radio y la televisión, a lo que se sumó la casi completa alfabetización de la población en el año 1961.
La disonancia entre las imágenes de las protestas que tomaron el espacio público en varias ciudades cubanas los días 11 y 12 de julio de 2021 y los discursos acerca de ellas me produjo parecido malestar, pues uno de los elementos dominantes en la escena audiovisual –la presencia mayoritaria de personas negras y mestizas– fue persistentemente obviado, instrumentado o criminalizado por interpretaciones cuyos argumentos o silencios, omisiones o exageraciones, medias verdades o mentiras totales, responden a la pugna entre emisores de un espectro ideológico cada vez más diverso, entreverado y complejo.
Los vecinos y familiares con quienes hablé durante ese fin de semana, gente tan negra como los de la TV y como yo, denotaban amargura, dolor, “vergüenza ajena” y frustración, sentimientos negativos manifiestos en mis interlocutores en proporción directa a sus edades. Mi experiencia vital y práctica profesional proporcionaron otros derroteros a mi sentipensar; pero no intenté diluir la indignación de esas personas con argumentos de corte sociológico. Ejercitada, hasta fecha reciente, en confrontar el férreo conformismo de mi padre respecto a la cuestión racial cubana, comprendo que los adolescentes y jóvenes de 1959 sientan, seis décadas después, que estos “malandrines” echan por la borda sus esfuerzos y sacrificios de toda una vida.[2]
A medida que el shock generado por las protestas y sus réplicas se asienta en las conciencias como señal de alarma y estímulo a la reflexión, el desagradable asunto ha sido abordado por compatriotas comprometidos con el futuro del país, aunque no siempre comprendidos y aceptados;[3] críticos y adversarios del sistema sociopolítico cubano que reivindican posiciones antirracistas; y oportunistas de toda laya, ilusionados con la resurrección de un Partido “Dependiente de Color” al servicio de la elite de poder de los Estados Unidos, no de Cuba.[4]
La narrativa oficial cubana insiste en la etiqueta de “disturbios” para resaltar la naturaleza violenta de quienes encabezaron los saqueos a establecimientos comerciales o intentaron asaltar unidades policiales, aunque no alcanzaran las propinas para todos los dispuestos. No obstante, la denuncia justa y siempre pertinente simplifica circunstancias que no desaparecen con el restablecimiento de la tranquilidad ciudadana; demerita el derecho a la discrepancia que una amplia mayoría refrendó en un nuevo texto constitucional; y pospone –una vez más– el debate ciudadano sobre los procesos de precarización, marginación y fragmentación social que cargan las mayores desventajas sobre una masa indeterminada de afrodescendientes, mujeres, jóvenes, ancianos y migrantes internos.
Infunde confianza que en su comparecencia televisiva del 12 de julio el Presidente de la República haya reiterado la palabra “autocrítica”, al reconocer: “Son fracturas que tenemos en nuestra atención a determinados problemas sociales, son consecuencia de esas fracturas, de esas cosas que tenemos que perfeccionar y asumir”.[5] Al mismo tiempo, inquieta que ejemplifique citando consecuencias como la marginalidad y la disfuncionalidad familiar, mientras omite mencionar causas, entre ellas la creciente desigualdad, el deterioro de las condiciones de existencia de la mayoría y el debilitamiento de las políticas públicas para la protección y prevención social.
Las disputas en torno al grado de espontaneidad del fenómeno y su clasificación–estallido, disturbios, protestas– son expresión de la dimensión simbólica de la guerra híbrida que se libra contra Cuba, nación inmersa en una realidad compleja que no se corresponde, como suele suceder, con las percepciones de uno u otro extremo. En el devenir cubano de los últimos sesenta años, la toma del espacio público por miles de ciudadanos discrepantes resulta, sin dudas, un fenómeno disruptivo, generador de trauma social. Empero, no hubo crisis de gobernabilidad; no se produjo una escalada de la conflictividad que desembocara en manifestaciones de violencia callejera cada vez más masivas, sino que estas correspondieron a una proporción minoritaria de los implicados; y la paz ciudadana fue restablecida en tiempo breve. De ahí que no suscriba la tesis del estallido social.
Para «arrimar el ascua a su sardina” los servicios especiales estadounidenses, las agencias que les secundan y la derecha neoliberal –en Miami y Latinoamérica– han perfeccionado los ciclos de expansión del rumor, poniendo acento en las fases de diseminación y autentificación de infundios y masificado las fake news, los montajes espurios y el mercenarismo testimonial con el empleo de robots, algoritmos y cuentas gestionadas por programas informáticos para consolidar una matriz de opinión que contribuya a la deslegitimación y el descrédito del sistema sociopolítico cubano. Desde el otro extremo, la corriente principal de la narrativa oficial cubana criminaliza las manifestaciones, reduce los móviles y fines de sus protagonistas, silencia las demandas presentadas e invisibiliza a numerosas personas que tomaron la calle pacíficamente.[6]
Advertencias desoídas y signos de alarma pasados por alto por la institucionalidad estatal y partidista, tornaron sorpresiva una coyuntura que los argumentos de activistas e intelectuales hacían previsible. Entre las señales de aviso emitidas en la capital del país pueden mencionarse los reclamos de grupos de ciudadanos insatisfechos con la agilidad en el restablecimiento del servicio eléctrico tras el paso de un fuerte tornado, en enero de 2019, y la oposición activa de decenas de pobladores del barrio de San Isidro a la detención del rapero Maykel Obsorbo, en abril de este año. En ambas ocasiones, el desacuerdo popular se expresó de forma colectiva en el espacio público, sumó elementos performáticos al arsenal simbólico de la protesta, desoyó argumentos y exhortaciones de autoridades civiles de la localidad, y no redujo tono ni volumen en presencia de agentes uniformados, rasgos que, vistos de conjunto, evidenciaron un cambio conductual.
En el caso que nos ocupa, los comportamientos resultaron más desafiantes y resueltos, pero la pluralidad de actores y repertorios de acción desborda la primitividad del disturbio. Las acciones de violencia callejera, inusuales en el distendido ambiente comunitario cubano, exigen lecturas trascendentes de la acción delincuencial, sobre todo aquellas dirigidas a la humillación/destrucción de símbolos del poder (como autos policiales y establecimientos comerciales en MLC). Más que un desate colectivo de instintos atávicos, la violencia callejera es un estallido de tensiones acumuladas y sus diatribas y rituales colectivos siempre combinan motivos e intereses de naturaleza individual y social.
Durante los últimos treinta años, las ciencias sociales han realizado múltiples acercamientos a las protestas populares, no solo como fenómeno de relevante impacto en la política, sino también por la riqueza cultural y complejidad de sus manifestaciones.[7] Las estrategias de criminalización de las protestas libradas por gobiernos, medios de comunicación, cuerpos policiales y otros aparatos represivos, constituyen un importante eje temático de estos estudios, cada vez más coincidentes al destacar, entre los rasgos característicos de los operativos de criminalización, el uso de la represión física y de mecanismos legales y judiciales contra organizaciones y/o movimientos sociales, así como la construcción mediática de la protesta que, en muchos casos, funciona como encuadre para la operación.[8]
El sistema sociopolítico cubano ha demostrado de modo consistente su incompatibilidad con manifestaciones extremas de violencia, tales como asesinatos, desapariciones y torturas. De ahí que las entidades estatales a cargo apelen a otros métodos de control de las protestas y desarrollen acciones encaminadas a deslegitimar sus fines y medios, desacreditar sus liderazgos y argumentos e inhibir la acción de líderes y activistas. La legitimidad del uso de la fuerza –que es privilegio histórico de los estados– y su avenencia con las funciones, reconocidas en la Constitución cubana, de garante de derechos y administrador de justicia, son hoy elemento central en los debates que vehiculan el procesamiento político y emocional de los hechos,[9] tras las denuncias de vejámenes y golpizas por parte de manifestantes y familiares.
Estudiantes universitarios, intelectuales y artistas cubanos han reflexionado sobre los métodos de contención empleados y destacado la imperiosa necesidad de naturalizar en todas las instancias, no solo en el nivel central, el diálogo de las autoridades con discrepantes que no han roto con la revolución, inconformes comprometidos con su defensa y patriotas no auto identificados como revolucionarios.[10] La construcción de nuevos consensos requiere deliberar, sin sectarismos ni suspicacias, sobre las causas y condiciones de esta disrupción social; trascender los preceptos dogmáticos, los binarismos y el léxico excluyente; así como diferenciar, conceptual y mediáticamente, los disturbios y comportamientos destructivos –componente poco controlable en toda protesta masiva– de las acciones de toma del espacio público por ciudadanos persuadidos de la ineficacia de los procedimientos establecidos para la tramitación de insatisfacciones y desacuerdos.
Los colores de la desigualdad
La complejidad del contexto cubano resta crédito a las narrativas simplistas, en tanto atestigua motivaciones y propósitos no vinculados a operativos de agencias enemigas. La acción combinada de una muy prolongada crisis económica; los estragos materiales, emocionales y psicológicos causados por la pandemia de Covic-19; y los efectos acumulativos del bloqueo económico, comercial y financiero de los gobiernos de los Estados Unidos –recrudecido a niveles demenciales durante el mandato de Donald Trump–, configuran el peor de los escenarios para la población de la Isla.
En 2020 la producción de alimentos acusó importantes decrecimientos con relación al año anterior en renglones fundamentales como frijoles (–49%), arroz (– 47%) y carne de cerdo (–45%). Las hortalizas (–23%), las viandas (–22%) y los huevos (–3%) también redujeron su presencia en la dieta del cubano.[11] Las severas restricciones con que ha de funcionar la economía no ofrecen razones para estimar incrementos productivos en 2021. A ello se suman la debilidad de la red de gastronomía popular (con una oferta en 2020 un 10% inferior a la de 2019);[12] una inflación que anula los efectos de la reforma salarial ejecutada a inicios de año y precariza la vida de los trabajadores en régimen de interrupción laboral; la dolarización de la mayor parte de los alimentos industrializados no incluidos en la canasta básica; y la contracción de la oferta en pesos cubanos en las barriadas populares, debido a una infraestructura comercial que, concebida en periodos “normales”, no privilegia las áreas más pobladas, sino aquellas donde los habitantes tiene mayor capacidad de compra.
Sufridas como calamidades que recortan el horizonte de prosperidad de todos los cubanos, la pandemia y el bloqueo tienen, sin embargo, efectos dispares sobre las personas consideradas blancas y las que no, vistas como grupo poblacional. Sucede así no solo porque ambas contingencias actúan sobre realidades existenciales diferentes, sino, además, porque la capacidad de maniobra, las opciones de respuesta de las personas y familias son resultado de posicionamientos socioclasistas de naturaleza histórica.
Datos del Censo de Población y Viviendas de 2012, certifican mayor presencia de personas negras[13] viviendo solas y menor proporción, en estas familias, de hogares con dos o más ancianos,[14] lo que confirma el juicio científico que denota el color de la piel como diferencial de mortalidad en el país.[15] La ONEI declina comentar la composición racial del fondo habitacional ocupado, si bien la observación y la experiencia sostienen la opinión general de que son negros y mestizos la mayoría de los residentes de las 84 452 viviendas diseminadas en 9 823 ciudadelas y cuarterías del país.[16] Las moradas clasificadas como improvisadas reflejan similar desigualdad, aunque solo constituyan 0,31 % del total de viviendas; en ellas la proporción de personas negras y mestizas duplica la de las blancas.[17]
De los casi 3.8 millones de hogares cubanos, poco más de 2000 con 10 o más miembros tienen a una persona negra como cabeza de familia, lo que representa apenas 0,05 % del total. Los analistas de la ONEI concluyen que “aunque en términos relativos los negros aparecen en desventaja, no representan por su cantidad un elemento de apoyo a la idea de que en la sociedad cubana existen elementos de discriminación por el color de la piel de las personas”.[18] Tal consideración resulta veraz, pero minimiza el hecho de que las familias numerosas encabezadas por blancos representan la quinta parte de los núcleos familiares afrodescendientes de similar tamaño.
Un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), considera que en Cuba los indicadores de hacinamiento habitacional develan menoscabo para los afrodescendientes, pues la proporción de familias sometidas a hacinamiento severo (más de cinco personas por habitación), duplica a las personas no afrodescendientes en la misma condición.[19] El organismo regional también incluye a Cuba entre las naciones donde un alto porcentaje de negros y mestizos experimenta privación severa o moderada de servicios sanitarios.[20]
Una encuesta aplicada en 2019 a poco más de mil cubanos residentes en la Isla por investigadores de German Institute of Global and Area Studies (GIGA), concluyó que mientras las personas clasificadas como blancas captan 76% del volumen de las remesas que llegan a Cuba, las negras y mestizas solo se benefician del 29%.[21] La asimetría parece acentuarse puertas adentro, pues el informe de dicha entidad estima que 98% de los servicios de hospedaje y restauración que brinda el sector privado corre a cargo de propietarios blancos.[22]
Entre 1981 y 2002 las personas negras lograron el mayor avance en la conclusión de estudios superiores, en comparación con las clasificadas como blancas. Una década después, el resumen de la ONEI admite que “habiendo partido los negros de un porcentaje superior al de los blancos al inicio del período, arribaron al 2012 con una proporción inferior”.[23] No se ofrece explicación alguna sobre las probables causas de la reducción de estudiantes afrodescendientes en las aulas universitarias.
Indagaciones realizadas durante los tres últimos lustros, corroboran que el color de la piel es factor influyente en el aún pequeño pero consistente acortamiento de la esperanza de vida de las personas negras, sobre todo mujeres, en comparación con las blancas. Las diferencias, acrecentadas con la edad, remarcan desventajas históricas que inciden en todas las causas de muerte, como resultado de la interacción de factores de naturaleza económico-ambiental, psicosociológica y político-cultural.[24]
Casi diez años después y en vísperas de una nueva ronda censal –que la Isla prevé realizar en septiembre de 2022–, es muy probable que los indicadores sometidos a análisis acusen mayores deterioros.
La asimetría socioeconómica, compensada en alguna medida por las políticas públicas cubanas, pero no subvertida, replica viejas desigualdades en áreas de expansión reciente, como el acceso a las tecnologías digitales. En 2019, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) aplicó la Encuesta de Indicadores Múltiples por Conglomerados (MICS, por sus siglas en inglés) a 11 966 hogares cubanos. Los resultados de la indagación evidenciaron una brecha digital entre las familias blancas y negras, pues mientras las primeras acreditan 4.1 % de acceso doméstico a Internet y 70.7% de posesión de líneas móviles, para los negros y mestizos tales indicadores reportan 2.4 y 61.1 % respectivamente.[25]
Un observador superficial pudiera objetar que las diferencias atribuibles al color de piel no son significativas para la mayoría de los indicadores examinados y que las desigualdades constatadas aún resultan “manejables”. Mas ocurre que en una sociedad como la cubana, que distingue por la aplicación de políticas públicas universales y regímenes de seguridad social de amplia cobertura, el signo de las diferencias resulta tan relevante como su magnitud. Que las personas negras acusen una evidente fragilidad económica y marchen a la zaga en casi todos los indicadores de desarrollo humano es factor contribuyente al descontento y resentimiento social de no pocos integrantes de ese grupo poblacional.
De pie sobre el muro, con el catalejo al revés
Las desigualdades antes descritas suelen ser más acentuadas en La Habana, el territorio que conozco y que al menos cuatro generaciones de mi familia han habitado, asentadas, como norma, en los mismos barrios durante casi un siglo. Una ciudad en la que el déficit de viviendas y el hacinamiento habitacional mantienen una tendencia al incremento, sobre todo en los municipios más poblados,[26] y en la cual la reconstitución o ampliación de brechas de inequidad por efecto de las crisis económicas y las reformas subsiguientes revela turbadoras plasmaciones en el espacio urbano.
Impulsado por la industria turística, cuyos enclaves emblemáticos se despliegan en la franja costera, el modelo de desarrollo de La Habana apuesta por una economía de servicios asentada en los elevados niveles de escolaridad y especialización de su fuerza laboral. La prosperidad de las zonas luminosas[27] del borde norte de la ciudad transcurre en paralelo al deterioro progresivo de las condiciones de vida de una periferia –no siempre cartográfica– cada vez más poblada, y del arribo incesante de migrantes internos, acuciados por desigualdades territoriales que se expresan, sobre todo, en las dinámicas económicas, los mercados laborales y la estructura salarial de los territorios de origen y llegada. La conjunción de estos procesos remarca la condición marginada de muchos barrios habaneros, asolados por precariedad urbana,[28] conflictividad social, estrategias de sobrevivencia que confrontan la legalidad, violencia familiar, prácticas culturales ligadas al consumo de alcohol, etcétera.
La dinamización de las acciones de apoyo estatal a la reparación y construcción de viviendas con esfuerzo propio y las modestas inversiones que se acometen en obras de infraestructura no producirán, siquiera a mediano plazo, efectos compensatorios de la desigualdad socioespacial en la capital. De modo que los impedimentos financieros y logísticos para ejecutar intervenciones urbanísticas de gran calado consolidarán sus cualidades como territorio de desarrollo dual en el que contienden, tanto en el plano material como simbólico, “[…] la Habana del norte, de la costa, la brindable al turismo, la de los monumentos históricos, los rascacielos de los años 50, la del movimiento y la cultura [y] el patio trasero, los interminables y anónimos barrios que están al sur, al fondo, que no suelen aparecer ni en los planos ni en las maquetas de la ciudad”.[29]
La imposibilidad de transformar de manera radical el jerarquizado entramado urbano y de revertir el deterioro acumulado en las barriadas populares capitalinas, han afirmado ese “patio trasero” –que prefiero llamar periferia social– en áreas del centro de la ciudad. Tan es así, que los superpoblados municipios de Cerro, Centro Habana, Habana Vieja y Diez de Octubre concentraban, a mediados de la pasada década, el 63% de las ciudadelas y solares de la provincia, con 212 000 residentes, o sea, un 10% del total de habitantes censados.[30]
Durante los primeros diez años de liberación del mercado inmobiliario –ahora inhibido por la debilidad del peso cubano como única moneda doméstica–, muchas de las familias negras y mestizas asentadas en las áreas mejor cotizadas de la ciudad vendieron sus casas para comprar inmuebles en zonas más alejadas. Ello les permitió dar respuesta al crecimiento familiar y disponer de un capital, originado por los réditos de la operación de compraventa. La mayor parte de esas viviendas, entregadas en régimen de alquiler con tasaciones muy bajas por el gobierno revolucionario, al amparo de la Ley de Reforma Urbana, han terminado en manos de personas blancas, solventes, asociadas o emparentadas con extranjeros y nacionales residentes en el exterior. Su destino es ser rentadas a visitantes foráneos o sumarse a la red de establecimientos que prestan servicios al turismo. Si bien transcurre con lentitud y menor grado de agresividad, este acontecer remite a los desplazamientos provocados en otras latitudes por la deshumanizada geofagia del capital financiero.
No todos los especialistas coinciden en denominar “gentrificación” [31] al proceso que tiene lugar en La Habana Vieja, Centro Habana y, en menor medida, el Vedado, el área metropolitana de mediano y alto estándar habitacional que mayor democratización espacial experimentó entre 1959 y 1990. Mas en esa zona del litoral son muy visibles los cambios en el tejido social y en el valor y uso del suelo, la diversificación de las ocupaciones demandadas para el servicio doméstico y la aceptación de prácticas culturales antaño consideradas “burguesas”.
Sin intervención estatal, la vigorización de las desigualdades de carácter socioespacial estimulará, a mediano y largo plazo, el restablecimiento de la clasista y asimétrica distribución que caracterizó al territorio habanero entre 1619 y 1959.[32] Lo que hoy percibimos como “aburguesamiento” o “elitización” urbanística de la capital cubana, se devela antesala de un proceso con resultados similares a los de la gentrificación capitalista, aunque los catalizadores del desplazamiento y los agentes involucrados no sean exactamente los mismos. Por lo pronto, algunos cambios de percepción remarcan la dimensión cultural del proceso: los participantes negros en las protestas de julio son identificados por muchos habaneros de clase media como “gente de otras provincias, ilegales que no tienen un trabajo fijo y viven en barrios marginales”, una generalización reñida con el hecho de que los negros habaneros emigran en proporciones inferiores a los blancos y son más propensos a consolidarse como vecinos de la urbe.
Los “nuevos pobres” a los que alude Pedro Monreal[33] y, por supuesto, los que nunca han dejado de serlo, con frecuencia residen en barriadas con escasas posibilidades de desarrollo endógeno donde la industria, la construcción o los servicios no destacan como actividades económicas; no hay oferta de empleos bien remunerados, y no existe o es muy débil la oferta cultural, así como la labor encaminada a la preservación y difusión de las tradiciones locales. El desfavorable entorno estimula en sus habitantes la asunción de heterodoxas estrategias de captación de ingresos (ofrecer su fuerza de trabajo en el mercado de servicios domésticos, conectarse a la economía informal, delinquir) y no a concebir proyectos personales para mejorar sus vidas.
Con una estructura de gastos dominada por la alimentación, que cancela estrategias ahorristas y obliga a la planeación a corto plazo; prácticas culturales poco espiritualizadas e interacción social anclada en el ambiente sociocultural del barrio, muchas de estas familias no consiguen introducir cambios sustanciales en sus estilos de vida ni proveer a sus miembros más jóvenes de herramientas adecuadas para enriquecer o subvertir los procesos de transmisión intergeneracional de la experiencia vital. Hasta mediados de los años 2000 la escuela cubana logró mantenerse como principal espacio de socialización de niños y adolescentes desasidos de frágiles estructuras familiares; hoy no parece tener los recursos ni los apoyos necesarios para ofrecer a los chicos en desventaja una atención diferenciada que rebase el ámbito docente.
A principios de este siglo, diversas investigaciones explicaron las secuelas del Periodo Especial a partir de variables macro y microeconómicas e indicadores de desarrollo humano. Otras, indagaron acerca de los cambios acontecidos en la intersubjetividad social, las formas en que las personas se relacionan entre sí y con los espacios en que transcurren sus vidas, habida cuenta de que dichas relaciones configuran los espacios y estos, a su vez, influyen en las estrategias y formas de sociabilidad de las personas.
Por entonces, bajo la dirección del Fidel Castro, la capital del país fue objeto del más profundo escrutinio social acaecido durante el periodo revolucionario. Así, entre 2000 y 2001 se registraron –con nombres, apellidos y circunstancias– los adolescentes que no estudiaban ni trabajaban; los jóvenes egresados de centros penitenciarios; los niños de barrios marginados;[34] las chicas precozmente embarazadas; los ancianos sin otra compañía que sus mascotas y recuerdos; los enfermos encamados, los indigentes y otros desventurados. La sociedad cubana se auscultaba a sí misma con una nueva metódica revolucionaria. “Se acabaron los porcentajes, nosotros trabajamos con nombres y apellidos”,[35] proclamaba el líder cubano, al develar la cara triste de la esplendorosa Habana con la ayuda de cientos de estudiantes universitarios y trabajadores sociales desplegados en los barrios.
El análisis de las historias de vida de 500 jóvenes privados de libertad demostró que 58% de ellos cometió su primer delito antes de cumplir 20 años de edad, solo 2% de sus padres ostentaba algún título universitario y 64% se encontraba desvinculado del estudio y el trabajo cuando inició su proceso penal.[36] Otra indagación, que implicó a 6 534 muchachas y muchachos desvinculados, de entre 16 y 20 años, identificó situaciones desfavorables en el 69.3% de los núcleos familiares, 37.8 % de los cuales se asentaba en barrios catalogados como marginales; y confirmó que apenas 2.5% de los progenitores tenía nivel profesional.[37] De los 197 282 niños residentes en estas comunidades, 1 520 lo hacían en 898 viviendas con condiciones materiales valoradas de críticas.[38]
Doce años después de la interrupción del monitoreo instaurado por los programas de la Batalla de Ideas,[39] la situación de estas personas y familias debe ser más crítica, aunque se empleen para calificarla eufemismos como “riesgo de pobreza”, “estado de vulnerabilidad social”, o “comunidades desfavorecidas”.
El 1 de agosto de 2021, la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) y la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) alistaron poco más de 2 700 estudiantes con perfiles humanísticos en 200 Brigadas Juveniles de Trabajo Social (BJTS). Ellos trabajarán, junto a grupos de prevención y atención social constituidos a nivel de consejo popular, en unas 300 comunidades y barrios empobrecidos del país. La decisión, que reactiva la iniciativa alentada por Fidel Castro hace veintiún años, constituye una respuesta inmediata a la llamada de auxilio que las protestas encarnan, si bien se necesita avanzar mucho más y concluir la institucionalización del trabajo social en Cuba, proceso abortado tras el desmembramiento de los programas de la Batalla de Ideas.
Atender con rigor a quienes no pueden convertir la oportunidad en posibilidad, exige sistematizar los procesos de formación, adiestramiento, inserción y evaluación de los trabajadores sociales, pautar sus prácticas profesionales y reglamentar la participación de los Organismos de la Administración Central del Estado cuya actuación tiene impacto en los resultados de la labor de protección y prevención social.
Un plan de transformación integral para 62 barrios habaneros fue anunciado dos semanas después de las protestas y puesto en inmediata ejecución. Aun no se detallan los nombres de cada asentamiento ni existe suficiente información sobre las obras que en ellos se acometerán. Un reporte periodístico sobre los trabajos iniciados en La Güinera, populosa barriada del municipio Arroyo Naranjo,[40] resalta urgencias de mejora o rehabilitación en la vivienda, la higiene comunal, las redes de acueducto y alcantarillado, los viales, los centros educacionales y los establecimientos de comercio y gastronomía que prestan servicios comunitarios.
La rápida respuesta de las estructuras de gobierno a todos los niveles acredita la existencia de voluntad política, reservas organizativas y materiales, así como capacidad para articular los esfuerzos de las entidades estatales y la sociedad civil. Preguntas incómodas, aunque pertinentes, acompañan la entusiasta brega de estos días: ¿Por qué no ocurrió antes este milagro de perseverancia y cooperación? ¿Cómo garantizar la sostenibilidad de intervenciones urbanísticas que provean bienestar, reduzcan asimetrías sociales y fortalezcan la autoestima de los pobladores de barrios marginados?
El costo de los silencios
Entre 2001 y 2005, Fidel Castro realizó no menos de diez intervenciones referidas a la labor de prevención y dignificación social que una revolución entraña. Ninguna de esas alocuciones, pronunciadas ante estudiantes y profesores de los cursos de trabajadores sociales, maestros emergentes e instructores de arte, fue publicada por el periódico Granma y hoy permanecen olvidadas, pese a su incuestionable utilidad para la labor ideológica y política que el partido debe acometer.[41]
Veinte años después, esos discursos no resultan accesibles en Fidel, soldado de las ideas, el sitio web dedicado a difundir su pensamiento. El documental Canción de barrio, una oda a la resiliencia de nuestros barrios marginados, nunca fue transmitido por la televisión cubana, como recordó Silvio Rodríguez en una entrevista reciente.[42] Durante las discusiones del proyecto constitucional, una cifra no divulgada de participantes propuso que la nueva carta magna expresara, de manera explícita, el compromiso del Estado cubano con el combate a la pobreza. La insistencia de no pocos ciudadanos preocupados resultó insuficiente para que el texto sometido a referendo mencionara ese vocablo al menos una vez.
Cada año, la ONEI organiza, aplica y procesa los resultados de la Encuesta Nacional sobre la Situación Económica de los Hogares, para evaluar el comportamiento de los ingresos y el consumo en al menos 10 000 familias cubanas. Los criterios de selección de la muestra y los instrumentos metodológicos para la aplicación aparecen en el sitio web de la entidad, [43] pero sus resultados, pertinentes para estimar los niveles de pobreza de la población cubana, no se divulgan. El Informe Nacional Voluntario de Cuba sobre la Implementación de la Agenda 2030, solo reconoce 16 482 personas “multidimensionalmente pobres”,[44] una cifra irrisoria si se la compara con más de un millón 618 mil pensionados por concepto de jubilación, invalidez y sobrevivencia, parte importante de los cuales son personas empobrecidas.[45] En una valiosa reflexión sobre los retos actuales del socialismo en Cuba tras el VIII Congreso del Partido Comunista, Germán Sánchez Otero incluye las desigualdades sociales y la discriminación racial entre los “temas sensibles que –a saber– no se aludieron en el Congreso o se hizo de modo muy breve”.[46]
En fin, el tratamiento institucional a esta problemática parece ignorar que la pobreza nunca es consecuencia del infortunio ni de minusvalías congénitas de las personas, sino corolario del modo en que funcionan las relaciones sociales y de la mayor o menor eficacia de las políticas públicas orientadas a la reducción de las asimetrías. Invisibilizar su manifestación, silenciar sus nefastas consecuencias, reduce, a la sociedad toda, las posibilidades de luchar contra ella.
Que la pobreza se coloree con los tonos más oscuros de la paleta de la cubanidad, también es resultado de prácticas de naturalización que refuerzan, en el plano subjetivo, la subalternidad fraguada en la dimensión material. Ejemplo de ello es la falacia de que “la revolución hizo a los negros personas”. Tan degradante juicio no tiene en cuenta el ascenso social de los afrodescendientes durante la republica burguesa neocolonial, a contrapelo del acaparamiento de oportunidades de las clases poseedoras y las capas medias, integradas en su mayoría por personas blancas. Así, se aminora la significación del incremento sostenido de los indicadores de escolaridad de negros y mestizos, sobre todo en las ciudades; la influencia entre los maestros populares de mujeres afrodescendientes, egresadas de la Escuela Normal de Maestros; el énfasis en la educación y la cultura de cientos de sociedades y clubes diseminados a lo largo del país; y el reconocimiento conquistado por periodistas, escritores y artistas de ascendencia africana.
Para el abolicionismo reformista del periodo colonial y algunas de las mentes más preclaras del tránsito centurial –como Manuel Sanguily y Enrique José Varona–, los negros en tanto seres incapaces de emanciparse o valerse por sí mismos, habían sido liberados por los blancos y a ellos debían agradecimiento eterno. Prorrogar el oprobio en el siglo XXI, o metaforizarlo, desempolvando genealogías fundadas por el esclavismo para estructurar un argumento, muchas veces investido como “revolucionario”, desestima las luchas históricas de los cubanos negros en pos del ejercicio de todos sus derechos y reinstala en el imaginario nacional el paternalismo inferiorizante de los abolicionistas del siglo XIX.
Curiosamente, quienes olvidan que los descendientes de africanos fueron consistente mayoría en un ejército popular que garantizó el salto de colonia a república y que conquistaron, machete en mano, la dignidad y la libertad que les fueran negadas, tampoco suelen recordar que muchos de los actuales residentes en zonas luminosas de la capital –descendientes blancos de obreros explotados y paupérrimos campesinos iletrados– no deben su actual bienestar a una gracia divina, sino a una transformación raigal que aspiró, sin lograrlo todavía, a borrar la línea del color.
Mi razonamiento no pretende negar la obra social de las últimas seis décadas, las inéditas oportunidades y alcanzables posibilidades ofrecidas a todos los humildes, incluidas las personas negras y mestizas. Mas, resulta necesario reconocer los límites, obstáculos y lastres que aún complican el avance de un grupo poblacional sometido a sistemática preterición.
Para traducir las complejidades del asunto, sobre todo a negras y negros de otras latitudes, suelo sintetizar mi trayectoria personal con un breve comentario: “Represento a la ‘clase media ilustrada’ que la revolución masificó e integro la primera generación que, en mi familia, gestionó una cuenta bancaria antes de tener empleo, completó estudios universitarios y de postgrado y posee pasaporte para viajar al exterior”. A continuación, añado para cerrar el ciclo: “Los que logramos ascender socialmente e imprimirle otro curso a la historia familiar somos el orgullo de nuestros ancianos, la recompensa por las vidas que vivieron, aunque en los últimos treinta años nadie de mi generación –que ya debuta en la tercera edad– haya podido remodelar su casa, mudarse a un barrio más confortable, comprarse un auto, o vacacionar en un hotel de estándar medio”.
La dura cotidianidad de los últimos treinta años ha impactado de forma significativa en los afrodescendientes cubanos, incluida “la clase media del talento”, como diría Nicolás Guillén, pues, como grupo, experimentan un retroceso que torna más difícil a los hijos y nietos lograr avances comparables a los de sus mayores. Es cierto que la regresión es relativa y que la gente humilde de Cuba usufructúa conquistas sociales defendidas a sangre y fuego; pero su calidad de vida se ha deteriorado de modo notable. Esa percepción de estancamiento o retroceso genera frustración en no pocas personas, porque con la educación y la cultura se adquieren hábitos, expectativas y estándares de consumo que no son realizables en un entorno de pobreza o precariedad existencial.
En un texto difundido en Cuba en fecha reciente, Max Blumenthal, periodista laureado y fundador del sitio web The Grayzone, nos recuerda que
a lo largo de su historia, la USAID y la NED han trabajado para explotar los agravios de los grupos étnicos minoritarios contra los gobiernos socialistas y no alineados […], los especialistas en cambio de régimen de Washington se han centrado en los afrocubanos y los jóvenes marginados, aprovechando la cultura para convertir el resentimiento social en una acción contrarrevolucionaria.[47]
La valoración de Blumenthal destaca los objetivos esbozados por Orlando Gutiérrez, profesional cubano formado en los Estados Unidos y enconado adversario del sistema sociopolítico de la Isla y Carl Creshman, entonces presidente de la Fundación Nacional para la Democracia (NED), en un artículo publicado en 2009 en Journal of Democracy, órgano oficial de la institución. Tras examinar el infructuoso empeño de las administraciones estadounidenses para vertebrar la contrarrevolución interna en Cuba durante casi dos décadas, los autores identifican a “los jóvenes alienados, los no blancos marginados y los trabajadores oprimidos” como fuentes “potencialmente explosivas de división y descontento”.[48]
Sus propuestas, encaminadas a fortalecer el movimiento cívico, las expresiones contestarias del rock y el hip hop, la rebeldía de los estudiantes universitarios y los liderazgos afrodescendientes, están basadas, en el caso de los últimos, en el diagnóstico siguiente:
Los afrocubanos, que constituyen la mayoría de la población, tienen una suerte especialmente difícil, pues representan una parte desproporcionada de los pobres y los que están en prisión […], son otro sector de la población profundamente agraviado y cada vez más activo en el movimiento de resistencia cívica […] No debería sorprender que el movimiento de resistencia cívica se haya vuelto activo en las provincias con mayor cantidad de no blancos, o que sus líderes incluyan de manera prominente a afrocubanos […] Sin embargo, esto no quiere decir que el movimiento allí se haya convertido en un fenómeno racialista. De hecho, lo que resulta digno de mención es cuán resueltamente sus protestas trascienden la raza a favor de abordar la difícil situación de todos los cubanos oprimidos.[49]
Para capitalizar el descontento, los enemigos de la nación cubana han aplicado sus agendas y lógicas de manual al aprovechamiento de las oportunidades conferidas por una práctica política que suele barrer bajo la alfombra problemas y dejaciones que un proceso revolucionario no debe permitirse. La amargura de esta conclusión no descansa en la percepción de que hayan sido olvidados los humildes en cuyo nombre la Revolución Cubana se afirmó socialista. Pero declara mi convicción de que asumir el socialismo como brújula y deseable estación de llegada, exige una apreciación de la realidad más en sintonía con la experiencia cotidiana del “pueblo pueblo” que nutre la poesía de Rogelio Martínez Furé.
Nos conviene abandonar la zona de confort de una política que enmohece sus aceros rehusando debatir con los no convencidos; cesar la estigmatización de las disidencias revolucionarias; rechazar el negativismo triunfalista con la misma energía que al fraude y la mentira; retirar a “lo establecido” sus credenciales de infalibilidad; «asignar otras tareas” a colaboradores insensibles y asesores complacientes; y exigirle a la prensa que edite las noticias, no la realidad. Ellas son prácticas políticas que una revolución merece y necesita.
Notas:
[1] Sostuve una animada charla con el investigador y crítico Luciano Castillo acerca de esta respuesta cultural de los cubanos. Un intercambio sobre el particular, auspiciado en 2019 por el sitio web Quora Corroboré varias de las opiniones por él emitidas. Ver: https://es.quora.com/Por-
[2] Pueden hallarse ejemplos sobre las percepciones dominantes en la primera generación del periodo revolucionario en los trabajos de: Esther De la Cruz Castillejo: “Racismo en Cuba, porque ‘la culpa es del totí’”, Periódico 26, 15 de marzo de 2021. Recuperado de http://www.periodico26.cu/
[3] Ver, por ejemplo: Alina Herrera Fuentes y Mylai Burgos Matamoros: “Cuba y las protestas sociales del 11J”, La Tizza, 30 de julio de 2021. Recuperado de https://medium.com/la-tiza/
[4] Charles Lane: “A Black uprising is shaking Cuba’s Communist regime”, The Washington Post, July 28th, 2021. Recuperado de https://www.washingtonpost.
[5] Yaditza del Sol González: “Díaz-Canel: Hacemos un llamado a que el odio no se apropie del alma cubana, que es de bondad”, Granma, 14 de julio de 2021. Recuperado de http://www.granma.cu/cuba/
[6] La difusión de testimonios de manifestantes pacíficos, en la edición dominical del Noticiero Nacional de Televisión correspondiente al 8 de agosto de 2021, pudiera marcar el inicio de un tratamiento mediático más equilibrado. El léxico y los argumentos empleados por dos intelectuales de distintas generaciones, entrevistados un mes después por Cubadebate acerca de las protestas de julio y sus derivas, apunta en la misma dirección. Al respecto, ver: Edilberto Carmona Tamayo y Ana Álvarez Guerrero: “Debate en torno a los hechos del 11 de julio: desafíos sociales y políticos”, Cubadebate, 1