Iglesias y Estado, entes distintos
Foto: Victoria Valtierra / Cuartoscuro
Por Humberto Musacchio
Periodistas Unidos. Ciudad de México. 03 de abril de 2019.- El Congreso de Puebla fue anfitrión del Foro Estado Laico y Libertad Religiosa. En éste participaron las diputadas Nora Yéssica Merino y Mónica Lara Chávez, el presidente de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos en Puebla, Omar Martínez Báez, y los periodistas Beatriz Pagés, directora de la revista Siempre!; Bernardo Barranco, gran especialista en asuntos religiosos, y el autor del presente artículo.
La convocatoria obedeció al reciente anuncio del gobierno de la República de que se propone otorgar, a diversas confesiones religiosas, concesiones y permisos para manejar y usar canales de televisión y, como parte del paquete, estaciones de radio, lo que AMLO encargó estudiar a doña Olga Sánchez Cordero.
No es un hecho, pero pende sobre el Estado laico la amenaza que implica abrir esos medios de comunicación a las iglesias, no a las nueve mil que cuentan con registro, sino únicamente a las que posean la fuerza suficiente para presionar al gobierno con el fin de obtener una o más frecuencias.
Como es bien sabido, desde hace décadas se transmiten programas religiosos en la radio y la televisión de México. Incluso, sin que parezca incomodar a autoridad alguna, los sistemas de televisión de paga incluyen en sus paquetes canales extranjeros que transmiten programación religiosa las 24 horas del día, en tanto que algunas empresas mexicanas venden tiempo en los horarios más baratos a diversos cultos.
Sorprende el propósito citado porque la más alta autoridad del país, insistentemente, ha dicho que venera la figura de Benito Juárez y dice seguir su ejemplo y el de los grandes liberales del siglo XIX.
Entregar radio y TV a las iglesias constituiría una competencia desleal con las empresas que actualmente operan en el ámbito de la comunicación, pero además implicaría un retroceso histórico.
En la gran querella nacional del siglo XIX estuvo presente siempre la cuestión religiosa y se requirió de medio siglo de guerras civiles para acabar con el monopolio de las conciencias. Al triunfo de la revolución de Ayutla se promulgó la Constitución de 1857, que no llegó a establecer la libertad de conciencias. Sin embargo, dejó los asuntos de culto a la decisión del gobierno, lo que permitió la actuación de algunos núcleos de protestantes mexicanos. Aquella contradicción fue finalmente superada por las Leyes de Reforma, que se impusieron al término de la guerra de los Tres Años y que en 1873 fueron incorporadas a la Constitución de la República.
Durante el porfiriato hubo un notorio relajamiento en la aplicación de lo dispuesto por la Norma Fundamental, de ahí que la Constitución de 1917 retomara con renovado vigor el espíritu liberal que había permitido la pluralidad de cultos con el afán de establecer, fuera de cualquier duda, la superioridad del Estado mexicano sobre toda congregación. A lo anterior se opuso la Iglesia católica que, por orden directa del Papa, desató los horrores de la guerra cristera.
Para desgracia de la nación, se pretende renegar de las conquistas del liberalismo, las que costaron miles de vidas, sufrimientos inenarrables y el esfuerzo de la mayoría del pueblo mexicano. Otorgar a esos credos concesiones o permisos para operar estaciones de radio y canales de televisión es, se quiera o no, renegar de nuestra historia.
Hoy, lamentablemente, en el discurso oficial se citan frecuentemente textos religiosos como si las figuras de Juárez, de Ocampo o de Ignacio Ramírez hubieran sido expulsadas de la galería de nuestros héroes. Se diría que ya no inspiran a nuestros gobernantes.
Reformar la legislación para difundir mensajes religiosos es ignorar las gestas nacionales por la libertad de conciencia. Ningún gobierno tiene el derecho de hacernos retroceder, menos aún el que parecía prometer un futuro menos incierto.
Ante la incontenible violencia que azota al país, se pretende echar mano de argumentos morales en busca de la indispensable pacificación. Pero no es el camino. Para empezar, no hay una sola moral. Hay muchas que son respetables y ante ellas el Estado debe observar una estricta neutralidad.
No volvamos a caer en los ridículos del foxismo. Respetemos la trayectoria y los inmensos sacrificios del pueblo mexicano. No tenemos derecho a traicionarlo.