Periodistas Unidos. Ciudad de México. 19 de enero de 2022.- Este año está cargado de incertidumbres: así lo aseguran numerosos estudios y publicaciones como la del Banco Mundial en su Informe anual 2022. La economía enfrenta retos complejos: en primer lugar, hay una nueva ola de contagios del Covid en diversas partes del mundo. Mientras ello suceda, las actividades económicas seguirán en riesgo; en una dinámica de freno y arranque particularmente en aquellas áreas (Estados Unidos, Europa y China) que son decisivas para imprimirle vigor a la recuperación global.
A finales de 2021 otro escollo se hizo patente: la gran disrupción de las cadenas de abastecimiento, lo
que ha provocado demoras en las entregas de los pedidos de consumo final y serias dificultades para las
empresas que no pueden disponer de un amplio rango de bienes intermedios. Según diversos observadores, este fenómeno persistirá hasta bien entrado 2022.
Por su parte el aumento de la inflación se ha convertido en un asunto de gran importancia. En el plano
académico, la discusión consiste en quienes argumentan que el incremento de precios obedece a un
“exceso de demanda” y los que sostienen que se trata de un problema transitorio, resultado de la
dislocación del comercio internacional y las cadenas de valor. En el fondo, se trata de una pugna entre
quienes defienden la recuperación económica con base en una expansión del gasto y la inversión pública,
y aquellos que consideran que ésta ha sido la causa de una ola inflacionaria peligrosa.
Bradford Delong, un economista prestigiado de la Universidad de California en Berekley, afirmaba en un
artículo reciente que: “Es sumamente probable que el repunte actual de la inflación de Estados Unidos
simplemente sea un bache en el camino, resultado de la recuperación postpandemia. No hay ninguna
señal de que las expectativas de inflación se hayan desatado…”.
Lo cierto es que este fenómeno se ha convertido en un asunto que preocupa al mundo entero y pone en
peligro el crecimiento económico. En Estados Unidos el índice de precios al consumidor alcanzó 7 por
ciento (anual) en diciembre, la más alta desde 1982. En nuestro país, la inflación fue de 7.36 por ciento,
informó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía a principios de enero de este año, lejos del
objetivo del Banco de México.
Por otra parte, el mundo en desarrollo enfrenta la posibilidad de una crisis financiera desatada por la
acumulación de deudas soberanas. Según un grupo de expertos
“Hoy en día, 120 países de ingresos bajos y medios deben en conjunto 3.1 billones de dólares de deuda
externa; pagar el servicio de ésta va a constituir un impedimento mayor para la recuperación de los
países endeudados y la economía mundial… (Por ello) una forma de ampliar el espacio fiscal de los
países en desarrollo y los mercados emergentes es una suspensión total del servicio de deuda. No
obstante, algunos países van a requerir más que eso: se necesita una reestructuración integral de la deuda,
una que no cometa el mismo error de hacer demasiado poco, demasiado tarde y que sólo conduzca a otra
crisis dentro de unos años”.
Los indicadores del crecimiento se han vuelto más pesimistas: según el reporte citado del BM, a nivel
mundial, “después de un rebote de un estimado 5.5 por ciento del PIB en 2021, habrá una desaceleración
al 4.1 por ciento en 2022”. En América Latina la expectativa es caer al 4.1 por ciento. En México
pasaremos del -8.2 en 2020, al 5.7 en 2021 al 3.0 por ciento en 2022.
Los efectos de la crisis afectaron, en todos lados a los trabajadores y sus familias. En nuestro país,
además, se mostró la insuficiencia de las políticas públicas. De acuerdo con los resultados de Inegi
correspondientes a noviembre de 2021, las personas subocupadas, es decir, que declararon tener
necesidad y disponibilidad para trabajar más horas, sumaron 5.9 millones; la población desocupada fue
de 2.1 millones de personas. Además, la población económicamente no activa disponible fue de 7.5
millones, de los cuales 2.8 millones eran hombres y 4.7 mujeres. Se trata de personas que se declararon
disponibles para trabajar, pero no buscaron un empleo. Este último dato muestra que las mujeres han
sufrido los efectos disruptivos más que los hombres.
Los datos señalados dan cuenta, también de lo que algunos especialistas llaman la “brecha laboral”.
Según la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, en el primer trimestre de 2020 este indicador se
encontraba en 19.7 por ciento, en mayo de ese mismo año se elevó hasta 50 por ciento y en el tercer
trimestre de 2021 se redujo al 26.4 por ciento, todavía muy elevado.
Además, las diversas modalidades de la ocupación informal (por cuenta propia, en empresas familiares, o
asalariados sin seguridad social) en noviembre representaron el 55.6 por ciento del total de ocupados
(31.5 millones de personas).
En estas condiciones, las políticas del gobierno mexicano tienen que fortalecerse, para acelerar la
recuperación y la creación de puestos de trabajo, lo que significa aumentar las partidas (por ejemplo en
salud); replantear las prioridades (la inversión pública en infraestructura más que los apoyos al consumo
final); y proponer nuevos programas en: ciencia y tecnología; protección al empleo; apoyos a los
trabajadores (desempleados o subocupados) y a las personas encargadas del cuidado de los hogares; y
mejoramiento del medio ambiente.
Todo lo anterior requeriría mayores recursos y nuevas leyes e instituciones. Lo que conduce al tema de la
necesidad de una reforma fiscal progresiva que grave menos a los ingresos más reducidos y aumente la
carga a las personas ubicadas en los percentiles más prósperos.
En un ambiente inflacionario, bajo presiones financieras que pueden agravarse, y con tantas
incertidumbres, aumentar impuestos, así sea a un porcentaje muy reducido de la población, puede
parecer muy arriesgado. Algunos dirán que haría aumentar aún más los precios, la fuga de capitales y
reduciría las expectativas de crecimiento. Sin embargo, dejar de hacerlo implica peligros mayores: una
recuperación muy lenta y un crecimiento mayor de la pobreza y la desigualdad. A corto plazo, una
actitud conservadora suena razonable; no obstante, pensar en el futuro mediato exige medidas muchomás ambiciosas que las planteadas por el gobierno actual.
El asunto es principalmente de carácter político: el gobierno tendría que proponer un plan de corto y
mediano plazo a la sociedad que, razonablemente, permita fijar objetivos, instrumentos y plazos para
combatir la crisis y lograr una mejoría de la calidad de vida de la mayoría de la población. Y requeriría
enfrentar la muy probable oposición, principalmente, de las oligarquías. ¿Es posible?
En un editorial del New York Times (Krugman, 2021) (04/11/2021) Paul Krugman afirmaba que “el
dinero de los multimillonarios les da mucha influencia política, la suficiente para que, en este país (EU),
logre bloquear los planes…(para) financiar un muy necesario gasto social con un gravamen que sólo
afectaría a unos cuantos cientos de personas…”. Por su lado, Miguel Ángel García Vega en nota
publicada en El País afirmaba que hay una guerra entre los grandes consorcios y el Estado. Aquellas no
aceptan pagar impuestos, una regulación más estrecha, ni proteger a sus empleados.
En esta confrontación entre el poder público y el privado, no debemos olvidarlo, hay un tercer actor: los
trabajadores o, más generalmente, la sociedad civil organizada. Entonces, el problema es convencer
primero a esa sociedad y, con ella, atreverse a innovar y romper con los tabúes (como el de la reforma
fiscal). Alicia Bárcena y Cimoli, M. de la CEPAL afirman en un artículo aparecido recientemente en el
número 353 de El Trimestre Económico: “… el nuevo papel que el Estado deberá desempeñar en este
proceso de recuperación transformadora… exige fortalecerlo institucionalmente, potenciar sus
capacidades y definir sus acciones en torno a consensos sobre las políticas de largo plazo”.
En un momento de incertidumbres, tomar decisiones es difícil pero indispensable. No hacerlo, resulta
imposible. El asunto es: ¿para favorecer a quienes?
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