Publicidad con reglas

Foto: Cuartoscuro

Por Humberto Musacchio

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 11 de diciembre de 2020.- En los años cuarenta, Miguel Alemán Valdés, primero como secretario de Gobernación y luego como Presidente de la República, instituyó todo un sistema de relaciones con la prensa que favoreció a las autoridades, pero también a las empresas periodísticas y a sus empleados.

Ese sistema consistió, básicamente, en la apertura de oficinas de prensa. Por supuesto, tales oficinas existen, por lo menos, desde tiempos de Maximiliano, pero no pasaban de ser oscuros reductos burocráticos con actividades menos que ocasionales, pues los presidentes y otros funcionarios preferían tratar directamente con los chicos de la prensa y sus patrones.

Durante el sexenio de Lázaro Cárdenas se fundó, a solicitud de los editores, la Productora e Importadora de Papel que se convirtió en monopolio y satisfizo la demanda a precios estables. Luego, en agosto de 1936, fue creado el DAPP (Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad), que unificó la difusión de noticias de la esfera estatal, la publicidad del sector público mediante inserciones en la prensa, carteles, programas de radio, películas y otros medios, hasta que en diciembre de 1939 fue suprimido.

Con esos antecedentes, Alemán promovió la apertura de oficinas de prensa que pronto se convirtieron en uno de los engranajes del Estado, con funciones bien determinadas, personal suficiente, presupuesto bastante y una influencia clave en el ejercicio del poder. Con la emisión diaria de boletines se informaba de proyectos, realizaciones, cambios, nombramientos y todo lo que la dependencia respectiva considerara de interés público o, por lo menos, importante para quien encabezaba la secretaría, además de que uniformaba en buena medida lo publicado en los diarios y noticieros.

Hasta entonces, para las relaciones con la prensa y los periodistas, las dependencias públicas contaron siempre con un presupuesto que era conocido como “fondo de reptiles”, el que se manejaba al arbitrio del titular de la institución. Fue en Pemex, a principios de los años cuarenta, donde Felipe Teixidor, como asistente del director Efraín Buenrostro, ideó emplear ese fondo para pagar inserciones en los impresos a condición de que se entregara la comisión de publicidad al reportero de la fuente, lo que se convirtió desde entonces en regla no escrita.

Para los reporteros se abrieron nóminas en las que se les asignaba un sueldo, lo que compensaba los exiguos salarios de la época, y para favorecer a los directivos, PIPSA actuó siempre con generosidad hacia los amigos, a los que daba créditos blandos y aun cancelaba deudas, en tanto que para los críticos la política era no venderles papel, ni siquiera el que se quería pagar por adelantado.

Ese sistema rigió las relaciones del poder con la prensa y luego con todos los medios de comunicación, pero el natural desgaste de ese tipo de nexos fue modificando las reglas hasta que, en buena medida, desaparecieron, si bien el dinero continuó sirviendo para los fines de avenimiento de la autoridad.

Eso, nos dijeron, cambiaría en el presente sexenio, pero ahora lo que priva es un trato altamente privilegiado para un diario y el desdén generalizado hacia los demás medios, incluidos los del propio gobierno, pues radio y televisión del sector público han sufrido recortes que los tienen en la inopia, impedidos de lanzar nuevas emisiones, gastar en producción o mejorar las condiciones de sus empleados y colaboradores.

En lo que va de diciembre, La Jornada ha publicado un promedio de más de diez páginas a color del sector público, e incluso uno de estos días aparecieron 12 planas en el diario y un suplemento de 16 páginas, todo a color, en tanto que la publicidad otorgada a otros medios era meramente simbólica.

Está muy bien que el gobierno apoye a un periódico que le es afín y que lo ayude a sanear sus finanzas, pero, ¿y los demás? Lo que está ocurriendo muestra la imperiosa necesidad de ordenar, legal e institucionalmente, los presupuestos de publicidad para distribuir esos fondos bajo reglas claras, aceptadas por todos y bajo una rigurosa vigilancia colectiva de la sociedad y los propios medios. El caso de la España posfranquista es un buen ejemplo de lo que se puede hacer. Es una exigencia de justicia.

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