Inspector de ortografía

Por Gerardo de la Torre

Periodistas Unidos. Ciudad de México. 10 de mayo de 2021.- —El único cargo que aceptaría en la función pública —dije alguna vez a un grupo de alumnos— es el de inspector de ortografía de la ciudad de México. Siempre que fuera un cargo vitalicio y las disposiciones dictadas por el inspector tuvieran que acatarse obligatoriamente. Los infractores pagarían multas muy elevadas. O irían a dar a la cárcel. En casos graves se aplicaría la pena de muerte.

—¿Tanto como pena de muerte? —preguntó uno de mis jóvenes interlocutores—. ¿Pues de qué se trata?

Era una broma, aclaré risueño. Y luego me puse a explicar en qué consiste la idea.

La función del inspector de ortografía no requiere de empleados ni oficinas. Exige solamente un sueldo modesto, un buen diccionario. Como por el momento soy el único aspirante al cargo, estoy dispuesto a aportar mi viejo y fatigado Larousse).

El trabajo del inspector consiste en echarse cotidianamente a las calles en busca de faltas ortográficas en las distintas clases de letreros públicos: carteles, anuncios, marquesinas de pequeños y grandes negocios, menús, rótulos, hojas volantes, listas de precios. En todo escrito, en fin, que se halle a la vista de la gente que recorre las calles o ingresa a tiendas de autoservicio, restaurantes, oficinas públicas o privadas y cualquier clase de negocios. Todo, con excepción de los diarios y revistas expuestos en los quioscos, pues no deseo que se me acuse de hostilizar a la prensa y aun de entorpecer el derecho a la información.

Buena parte del oficio de inspector de ortografía tendría que desarrollarse entre los vendedores ambulantes de yerbas y remedios tradicionales, pues en este sector menudean los errores. Basta plantarse ante cualquiera de tales puestos y examinar las cartulinas que nombran las pócimas, ungüentos y elixires y describen sus usos y funciones, para sentirse al borde del infarto ortográfico. Abundan las vegijas y las begigas, las hinfexiones, los ígados, las besículas y las bicículas, las bárices, los problemas de sirculasión y emorroides. Y mucho más.

Otro ámbito que requiere de una severa intervención lo constituyen las fondas y expendios callejeros de comida, donde las faltas de ortografía son escandalosas. Por ejemplo, al parecer han tomado carta de naturalización las carnes azadas o a las brazas, hecho que al parecer deriva del sentimiento popular de que las carnes, gracias a la incómoda zeta, estarán mejor cocinadas que si se procesan solamente con la ese. O quizá la culpa la tengan los pollos que sin protesta se dejan rostizar, con zeta. Lo que más me preocupa es que la Real Academia Española de la Lengua, esa que sin fatiga limpia, pule y da esplendor, se apresure y de repente legitime el concepto (justo porque el vocablo nuevo proviene de la ignorancia y no de un acto inteligente y meditado) de las azadas carnes.

Existe por ahí, también en territorios de la alimentación, otra voz que merece examen. Se trata de las quezadillas. Si estamos de acuerdo en que las quesadillas deben ser de queso y de nada más, habrá que convenir en que la forma quezadillas puede usarse, como oralmente se hace, para designar esas tortillas dobladas que en el interior llevan papa, chicharrón, cuitlacoche, sesos, requesón o cualquier otro antojo. Sobre el particular me gustaría elevar una ponencia a la Academia Mexicana de la Lengua a fin de que estudie tan brillante propuesta.

El trabajo de inspector de ortografía podría inmiscuirse, en casos de obvia y urgente necesidad, en otros territorios de la gramática. Fijando multas, por ejemplo, a los microbuses que llevan el aviso «Anticipe su parada dos cuadras antes». O bien a las incontables agencias de bienes raíces que, cuando anuncian casas o apartamentos en alquiler, exigen «cita previa», como si la gente fuera estúpida e hiciera cita para días pasados. O a la multitud de políticos y funcionarios que hablan de «erario público», como si erario no significase hacienda pública.

Volviendo a los asuntos estrictamente ortográficos, una de estas mañanas, en pleno desayuno, descubrí en la envoltura de ciertos panes un error descomunal. Productos Tía Rosa pone en una envoltura de celofán «semitas», y por poco me atraganto, no por propinarle un mordisco a un lejano descendiente de la tribu de Sem, sino por la atrocidad cometida con el idioma. Con la cema o acemite —el salvado— se fabrican esos panes redondos que llamamos cemitas y que por fuerza, tía Rosa, hay que escribir con ce de cero, cebolla, cebra y cerbatana.

Nadie, ningún regente ni jefe de gobierno, me ha ofrecido el cargo de inspector de ortografía. Quizá pueda empezar en una delegación. Tal vez en un barrio o sección electoral. Incluso me conformaría con serlo en la manzana narvarteña en que habito. Quedará la cosa tal vez en ilusión, quimera, sueño. Qué más da. No ha de salvarse esta ciudad gracias a la ortografía.

¿O sí?

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